“Centrifuga” de Alfonso Grez (Ediciones del Temple, 2010)
Testimonio sobre la presentación del libro de Alfonso Grez
Gustavo Barrera Calderón
Este acto de hoy, significa en mi historia personal interrumpir o pausar un momento de silencio y de retiro, no de la escritura, porque es muy difícil dejarla a un lado, pero sí de lo que se podría denominar como el ambiente. Sé que el autor del libro que hoy se presenta tendrá sus razones para haberme invitado como único presentador, asunto que me ha puesto un poco más difícil el camino, si ya no lo era en un comienzo.
En estos últimos días he pasado por todo tipo de estados, desde la euforia hasta el llanto, provocado en parte por la lectura de este libro y en parte por las serias dificultades que se me han presentado para escribir una presentación que no me haga sentir aún más contradictorio de lo que me he sentido antes. Siempre he pensado que la poesía no necesita intermediarios. Una presentación o un prólogo, o hasta una reseña, por inocente que sea, altera la comunicación directa con un texto poético. En el caso de este libro, se trata de algo que se vuelve todavía más cierto. El libro que se presenta hoy, tiene la poderosa facultad de hablar por sí solo, de hablar hasta en sus más mínimos rincones, desde los títulos hasta cada uno de los versos más escondidos. Está lleno de detalles que hablan, que susurran, que obligan a pensar y a repensar todo lo que se daba por sabido o supuesto alrededor, atrás y en frente. Instaló en mi cabeza dudas, horrores y despertó también la capacidad dormida de la observación crítica. Leeré lo poco que pude escribir al respecto, pero quiero dejar en claro que, en esta ocasión, este libro, o estos múltiples libros de Alfonso Grez, representan todo aquello que yo hubiera querido escribir si hubiera encontrado la manera.
Entrar en una centrífuga es el último recurso: una intromisión en el motor de un mecanismo que mantiene encendidas las luces, las fuentes de poder que irradian hacia todas las pantallas, receptores de señales y letreros luminosos, que se incrustan en las materias individuales para convertirlas en una masa uniforme.
Una centrífuga que es una rueda gigantesca de la fortuna o del infortunio, un giro permanente que sostiene a cada uno en su pequeño carrito con un sujetador instalado en medio de la cabeza. Impedidos de todo movimiento, cada uno girando sobre sí mismo y sobre los ejes imaginarios de redes invisibles perfectamente conectadas en todas sus partes.
Entrar en la centrífuga es el acto de espionaje necesario, la entrada a una perspectiva secreta para alcanzar la visión de la totalidad del mecanismo.
Sueños, deseos y necesidades se tejen con masa encefálica o materiales de construcción, el espectador, el usuario, el cliente, una multitud, un edificio, una torre, un rascacielos, o algo incluso más grande, y con la misma velocidad constante, de la misma cinta de producción, se desmantelan una a una las piezas que alguna vez formaron algo.
En contenedores aislados unos de otros se reproducen las artes, la ciencia, la tecnología, la guerra, la publicidad, el comercio o se controla el crecimiento de la materia viviente en el planeta. Desde cada uno de estos contenedores no se tiene ninguna visión de lo que sucede en los demás. De este modo, no se percibe nunca el gigantesco adefesio que se está produciendo con tanto esmero.
La centrífuga siempre expulsa lo que crea, se deshace de sus creaciones, y las arroja hasta más allá de sus bordes. Todo lo que construye termina convertido en desecho, y el espacio, erosionado, queda privado de cualquier manifestación de intimidad, pues no hay intimidad donde todo ha sido expuesto, moldeado, procesado y llevado a esquemas.
Utilizando las mismas voces de idioma neutro que acompañan las imágenes en la pantalla, alguien repite, parodia, altera, amplifica o pregunta lo indispensable, y hace visible el peligro.
Es por esto que Alfonso Grez sabe que todo, desde lo más inofensivo y trivial en apariencia hasta lo más imponente, todo se encuentra bajo sospecha. En su ingreso a la centrífuga también es expulsado, junto a lo demás, a los márgenes del área de la producción en serie, desde donde parecería que ningún intento por cambiar el más mínimo detalle daría resultado. Junto a él están los libros, los apátridas y sus historias.
Una vez entré en la casa de Alfonso Grez. Todas las habitaciones estaban vacías, y luego de recorrer varios espacios en penumbras, asomó una habitación al fondo, que ofrecía su puerta abierta y dejaba salir el rebote de los destellos de una pantalla. En el interior de la habitación no era una, sino dos las pantallas, que transmitían incesantes informaciones sobre diferentes ámbitos de lo existente, desde las sociedades de hormigas hasta la formación del universo. Una alfombra estaba rodeada de cajas a medio desempacar, desbordadas de libros entreabiertos o entrecerrados, y al centro de la habitación, sobre el suelo, se desplegaban las hojas sueltas de un libro que luego se convertiría en tres, nueve y así de manera exponencial. ¿Qué hacer para no sucumbir frente al movimiento de toda esta información que intenta llegar de una vez y que muda certezas de un momento a otro? Cuando declara: Mejor escribir, mejor escribir cualquier cosa, que el monólogo vuelva a ser interior, por pudor, por dignidad, vuelvo a entrar en la misma escena y lo veo, me veo también rodeado de miles de impresiones de palabras en papeles tamaño carta con anotaciones y tachaduras, de libros entreabiertos y de pantallazos breves y luminosos acompañados de voces de doblaje o subtítulos que hacen comprensible lo que siempre se dice primero en inglés, y recreando apenas, tal vez, la velocidad de todo lo que está sucediendo en este preciso instante, porque nunca se logrará alcanzar su contenido. Ese descubrimiento, es altamente probable, que lo induzca a planificar una nueva escena clímax, porque aún no todo ha sido revelado ni resuelto.
12-8-2010