UN  SILENCIO QUE DELATA
        Infracciones  al orden patriarcal en el cuento “La mano”, de Guillermo Blanco
        Por  Alejandra Bórquez Jaque
        
        “La mano”: La sucesión  de acontecimientos se inicia cuando, inmersos en un espacio rural,  Mañungo, el protagonista, y su enamorada, cuyo nombre no es  mencionado, conciben un hijo, razón por la cual (según  se da a entender) se casan. Años más tarde, cuando la  criatura está apenas comenzando a hablar, este hombre (sin  explicación manifiesta para el lector), borracho, maltrata a  su esposa y luego la asesina con un hacha. El narrador lo muestra  cavilando insistentemente en el motivo que lo llevó a matarla  (un sentido de posesión absoluto sobre ella, sumado a una ira  irrefrenable, aumentada por el hecho de que la mujer en  ningún  momento grita) y en lo que debía hacer con el cadáver,  hasta que se presenta su hijo, que es muy pequeño para darse  cuenta de lo que sucede. Mañungo no sabe qué hacer con  él, así que lo sube a la carretilla donde llevaba el  cuerpo de su esposa y, en medio de la noche, parte con ambos camino  al pantano. Al ver al pequeño reír, creyendo que su  madre juega a hacerse la dormida, Mañungo siente un peso del  que sólo se libra arrojando repentinamente a su hijo al  pantano; luego hace lo mismo con el cadáver de la mujer. De  vuelta en casa, limpia la mancha de sangre en el suelo y, ansioso por  continuar embriagado, se dirige a la taberna, donde relata a los  presentes que su mujer lo ha abandonado y se da cuenta de que todos  miran fijamente la marca que ha dejado en su camisa la mano  ensangrentada de su hijo, quien había estado acariciando a su  madre muerta.
ningún  momento grita) y en lo que debía hacer con el cadáver,  hasta que se presenta su hijo, que es muy pequeño para darse  cuenta de lo que sucede. Mañungo no sabe qué hacer con  él, así que lo sube a la carretilla donde llevaba el  cuerpo de su esposa y, en medio de la noche, parte con ambos camino  al pantano. Al ver al pequeño reír, creyendo que su  madre juega a hacerse la dormida, Mañungo siente un peso del  que sólo se libra arrojando repentinamente a su hijo al  pantano; luego hace lo mismo con el cadáver de la mujer. De  vuelta en casa, limpia la mancha de sangre en el suelo y, ansioso por  continuar embriagado, se dirige a la taberna, donde relata a los  presentes que su mujer lo ha abandonado y se da cuenta de que todos  miran fijamente la marca que ha dejado en su camisa la mano  ensangrentada de su hijo, quien había estado acariciando a su  madre muerta.
        Desde  su publicación, el cuento de Guillermo Blanco “La mano”,  ha sido interpretado de tantas maneras como historias secretas contiene. Ganador del Premio Único en el Concurso Chile-Perú,  organizado por la Asociación del Libro Americano en 1957, fue  publicado recién en 1966, junto con otros ocho cuentos, en un  volumen titulado Cuero de Diablo, obra que fue bien recibida  por la crítica de la época, que valoró la  tersura de su prosa y el manejo tanto del suspenso y el terror, como  de la ternura. Cuarenta y dos años más tarde, Cuero  de Diablo es ya un clásico de la literatura chilena. Es en  este contexto que propongo una lectura “La mano” como un relato  que descubre en nuestra identidad nacional cierta estructura que por  mucho tiempo fue omitida, como hoy en día oficialmente  rechazada.
        Este  cuento manifiesta de manera íntegra cómo opera el  sistema patriarcal en nuestra cultura y las estrategias de los  sujetos subordinados para contravenir este orden. Esto se evidencia,  en primer lugar, a través de la estructura del relato, en la  cual, a nivel narrativo, la voz conferida a los personajes que  representan a los individuos pasivos del patriarcado (mujer y niño)  es tan escasa que éstos no logran constituirse como sujetos  activos a través del discurso, como sí lo hace Mañungo,  cuya palabra, en tanto producida desde el sitial dominante (hombre),  está en principio legitimada por un narrador en estilo  indirecto libre que pone su vocabulario y redacción eruditos  al servicio de una justificación del crimen perpetrado. En  segundo lugar, el significado propuesto para el cuento se puede  apreciar a través del análisis de la actitud de la  esposa de Mañungo y su silencio ambivalente en tanto sumiso  (esperó callada a que la matara) y transgresivo (jamás  gritó ni imploró, lo cual exacerbó la ira de  Mañungo). Además, la participación en la trama  de otro personaje subordinado, el hijo, da cuenta de una manera  diferente a la de la madre de alterar el orden patriarcal,  desautorizando el discurso del padre por medio de un significante  visual (la mano estampada en su camisa). Finalmente – y en este  aspecto se centra el presente artículo –, la superficie  textual del cuento muestra de manera literal la interpretación  de la totalidad del relato: el significado es revelado en el  significante. 
        Existen  dos instancias, el título y un par de frases al interior del  cuento, que en conjunto revelan la significación propuesta  para la historia secreta: los sujetos pasivos, pese a no tener voz,  pueden igualmente comunicar e incluso trasgredir las voces  autorizadas por el orden patriarcal. El título del cuento  obliga a remitirse al final del mismo, donde “una pequeña  mano roja –la del chico, tinta en sangre de ella- había  quedado impresa”, en la camisa de Mañungo. Esta marca de la  mano opera como un significante propio o adecuado al código no  verbal de los sujetos subordinados. De esta manera se sugiere  pesquisar las alusiones textuales a la presencia de las manos en el  relato. Hallamos, entonces, una relación metonímica, de  la parte por el todo, entre los personajes y sus manos, revelándose  la situación de cada uno de ellos y su influencia en el  significado de los acontecimientos. 
        En  primer lugar, la descripción del cadáver repara en su  “mano izquierda crispada”, haciendo referencia a la crispadura o  contracción del personaje femenino: la mujer reconduce la  agresión contra sí misma, recogiéndose. En  segundo lugar, encontramos, por una parte, “la mano que sostenía  el hacha”, lo que refiere al poder destructivo del personaje  masculino y su rol de agresor; y por otra, una “mano que acaricia”,  que remite al poder protector de Mañungo, quien también  siente ternura por su esposa. En tercer lugar, el niño  “acariciaba con la mano el rostro ensangrentado” de la madre,  mano que imprimirá su marca sobre la camisa de Mañungo.  En relación metonímica, la mano cumple el rol delator,  ingenuo y silencioso, del niño que amorosamente juega,  ignorante, con su madre muerta. 
        Unido  a estas relaciones metonímicas, la significación  propuesta para el relato es completada por frases secretas,  claves de la historia connotada. La primera de ellas se manifiesta  cuando Mañungo es exhibido por el narrador en plena meditación  acerca de lo que debería hacer con el cadáver de su  esposa, cuando decide no arrojarlo al río, ya que “aparecería  más allá, y sabrían que no se ahogó, pues  ahí estaban el pequeño tajo en la frente y el gran tajo  que empezaba desde atrás de la oreja hacia arriba: “dos  pares de labios que contarían el cuento, a voces”. En este  caso, las marcas de hachazos en el cráneo de la mujer  delatarían la real índole de su muerte, por lo tanto,  el río no era buen lugar para deshacerse del cuerpo. El  pantano, en cambio, era el sitio ideal, pues “también era  una boca: la de un mudo, que traga y no cuenta. No habría  búsquedas que valieran allí, ni olfato de pacos. Ni  heridas visibles”. Tanto los tajos en el cráneo como el  pantano, son vistos por la mentalidad criminal como posibles  emisores: el primero, unos labios que hablan y el segundo, una boca  que calla. Hay, entonces, dos tipos de silencio: el que encubre, como  el pantano que tapa los vestigios de un crimen; y el que delata, como  los tajos del cráneo que evidencian golpes de hacha, como el  de la mujer, que desconoce la hombría de Mañungo y su  poder sobre ella, o como el del hijo, que sin emitir sonido alguno,  devela a través de un signo visual el crimen cometido por su  padre.
         Estos  dos enunciados que he identificado como frases depositarias del  secreto del cuento, hacen referencia a ciertos labios que hablan (los tajos en el cráneo) y a una boca de mudo (el  pantano). Los primeros quedan inmediatamente descartados, pues lo  deseado es el silencio, el encubrimiento de lo que realmente ha  sucedido. En cambio, la boca de mudo, el pantano, “le vino  igual que una luz se enciende repentinamente”, aceptándola  porque le permitiría esconder la verdad. Esta boca muda hace directa referencia, a nivel textual, a la actitud de la  esposa de Mañungo, quien se mantiene en silencio a lo largo de  todo el cuento, salvo cuando saca la voz para manifestar su  preocupación por un posible embarazo. Pero el silencio de la  mujer no es solamente textual, es decir, una ausencia en los  discursos del cuento, sino también constitutivo del personaje.  El campo semántico asociado a la construcción del  personaje viene a confluir completamente en esta boca muda,  concepto que simboliza cabalmente, por sinécdoque, la forma en  que debe comportarse una mujer y el lugar que ocupa en el sistema  patriarcal: obediente, callada, controlada. Sin embargo, la boca  muda también abarca la actitud de la mujer que, en lugar  de gritar para manifestar su miedo, mantiene un silencio  transgresivo, pues impide que Mañungo sienta que tiene  posesión y poder sobre ella.
        También  la boca del niño es muda, más que por aún  no haber aprendido a hablar, porque es silenciada por el padre. El  narrador dispone la información de tal manera que muestra a  Mañungo ultimando a su hijo en un arrebato de desesperación  ante la siniestra situación de verlo reír mientras  juega, engañado, con la madre muerta. A la luz de la frase  secreta, la significación del lanzamiento del niño al  pantano es enriquecida, develándose como forma de callar una  boca que más adelante hablaría y cuyo discurso, al  convertirse en hombre, sería legitimado. Así, el niño  queda simbolizado por los labios que cuentan el cuento, puesto  que, finalmente, aunque su voz es silenciada, delata al padre por una  vía alternativa a la de las palabras, la de la imagen.
        Si  bien las transgresiones de la mujer y el niño al orden  patriarcal son sutiles, más bien simbólicas, no por  ello dejan de ser sumamente significativas, reveladoras de una parte  importante de nuestro comportamiento como cultura, donde a los  débiles no les queda más opción que valerse de  ciertas tretas para defenderse de un sistema que los contiene y en el  que no tienen voz.