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SOBRE UNOS PAPELES
Guillermo Blanco
Publicado en Revista Aisthesis N°3. Año 1968
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Se me pide un testimonio de mi labor literaria. Difícil cosa, por que es imposible no omitir y casi imposible explicar lo suficiente. En el fondo, aunque parezca una "frase", el testimonio está en lo que uno escribe. Se comienza a darlo y tal vez nunca se termine. Puede que — como en mi caso— la primera cuartilla salga a los nueve años: pese a eso, la distancia de ahí a la muerte es siempre corta.
Hay, claro, una gestación. En lo exterior empieza con una niñez provinciana, en Talca. Significó para mí una sensación de amparo que no olvidaré nunca. Casa, en el sentido de hogar, era una palabra grande, tibia, amable. Invierno, era ver llover desde una ventana, era el calor indescriptiblemente grato — casi humano— del brasero, era el placer de las sopaipillas y la conversación tranquila. Verano era jugar en la Alameda, un patio inmenso para mi medida, o vagar, vagar a solas como si no fuera hijo único, con una libertad y una curiosidad muy grandes.
Está la imagen de mi padre, uno de los hombres más buenos que jamás he conocido, alegre e irritable, tierno y violento casi sin ninguna transición: con el alma a flor de piel. Está el contacto con mi madre, culta, inteligente, que me legó — bajando desde quizá cuántos y cuáles abuelos— el concepto de que la vida es importante y que es preciso ambicionar, apuntar alto.
Está, aún antes, la sangre. Eso que mal llaman la sangre y quizá debería llamarse la leche que se mama o la tradición que se respira. Sangre española, con una noción tremenda de cosas tales como el deber, los principios, el pecado. Eso machaca el alma, y puede dañarla o hacerla recia. No sé si conmigo produjo el primero, el segundo o los dos efectos. Una cosa sí: no puedo sentirme dueño de mí mismo en el sentido caprichoso, arbitrario, de la expresión.
Está el haber sido hijo único, con lo que eso conlleva de soledad, de volcamiento hacia adentro. Desde niño fui rumiante de ideas, de sensaciones, de sentimientos. De sueños. A menudo me resultaba áspero el contacto con los demás, y tal vez de eso derive cierta sed de expresión. De tanto hablar por dentro, supongo, vienen las ganas de hablar hacia afuera y se parte con un papel, que no presenta la resistencia — real o imaginada— que a veces hay en el diálogo humano. Pero quizá esto sea dramatizar un poco el asunto, y a uno, lisa y llanamente, le gusta escribir porque sí, porque siente en palabras de igual manera que otros sienten en música, en formas, en silencio.
Están las lecturas, para mí una experiencia muy fuerte. He vivido ciertos libros mucho más que ciertas circunstancias. No podría dar una visión cabal, orgánica, aunque sí algunos ejemplos.
A los doce años, los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós, me imprimen quizá la primera huella estable. Más profunda es la impresión de Platero y Yo, a los catorce o quince. Además de su finura y su belleza, descubro en él el idioma, con sus posibilidades de hablar desde la plenitud de la palabra: a través del significado, del sonido, de la metáfora, de lo que se calla... tanto más.
Luego, a eso de los dieciséis y por largo tiempo, Knut Hamsun. No viste gran cosa nombrarlo, porque no está entre los Escritores Importantes, pero no me importa. Para mí no es de los ídolos que se desvanecen. Mucho menos, de los que caen. Leí de él cuanto llegó a mis manos. Amé la libertad frenética de sus personajes, su vivir en crudo, esa manera que tienen de romper convenciones y ser íntegramente ellos mismos.
A Platón, algo más tarde, lo leí con similar intensidad. No como filósofo, sino como poeta y manejador de argumentaciones. Gracias a él me convertí a Sócrates, lo amé como algunos cristianos aman a Cristo. Me siento un poco hijo de él, si se perdona la insolencia. No sé si del Sócrates verdadero o del que amasé en la mente.
Cervantes es insoslayable. Lo descubrí a pesar de la vacuna con que suelen inocularlo a uno en Humanidades. Después de, leerlo — y aburrirme adecuadamente— por obligación escolar, lo devoré a los veinte por devoción. Y con pasión.
Habría que hablar también de Gabriel Miró, que hizo más hondo el hallazgo del idioma iniciado con Juan Ramón Jiménez. Y de William Faulkner, ese torrente de genialidad y torpeza, de elocuencia y desmaño. En Hemingway hallé la sequedad necesaria, el recelo por las palabras grandes y las frases bonitas. José María Gironella es algo así, pero con toda la intensidad vital de un español.
Todo esto forma. Hay quienes prefieren decir que marca. Quedemos en que modela en parte el lente con que uno va a mirar el mundo. Y el instrumento con que va a redondear su imagen de él. No es poco.
¿Cómo es para mí esta imagen?
Lo más sobresaliente, y lo más trágico, la masificación. Se ha repetido tanto la palabra, que llega a debilitarse en su efecto. No en su verdad. Está ahí. Hay una especie de acción concertada — y si es desconcertada, tanto peor— tendiente a convertir al hombre en cifra. En millonésimo de millón. Se habla, por ejemplo, de "sectores" a los que suele apellidarse, para borrar toda huella humana, de socioeconómicos. Y, de nuevo, a riesgo de caer en el lugar común, imposible olvidar el auge de la propaganda, el influjo de la televisión, la radio, el cine, que van condicionando reflejos en forma colectiva y lapidando al individuo. Resulta de eso una tendencia a escabullir la decisión, el compromiso vital. Se quiere institucionalizar las responsabilidades, que es la peor manera de eludirlas. Ciertas cosas corresponden al gobierno: abaniquémonos. Otras son propias de la comunidad. Pero, detrás de esta última palabra, ¿no hay una nueva numeralización, una evasión de hecho? ¿Qué sentido tiene una comunidad no formada de hombres-unos?
Lo extraño es que la gente simple, la que está en la raíz del pueblo, adopta una actitud diversa y admirable. La mujer del borracho, que se gana su vida, la de su marido y la de sus hijos, es una cumbre. Invencible. Y el hombre que enfrenta cada día sin pedirle promesas ni ilusiones — porque virilmente hay que enfrentarlo— es otra cumbre. Aunque se embriague de cuando en cuando, aunque él y ella tengan también sus egoísmos y sus pequeñeces. No aunque: por eso sobre todo: porque son débiles y se comportan como fuertes.
Pueden salvarnos.
Salvarnos, por ejemplo, de la traición de los técnicos que deshumanizan su acción, igual que si trabajaran para y no por medio de sus tuercas, sus resortes, sus artefactos electrónicos. O sus elucubraciones socioeconómicas. Salvarnos de los filósofos de la cáscara verbal. Salvarnos de una Iglesia vuelta — por lo menos en sus signos exteriores— frívola y oportunista: dedicada a buscar flecos a la liturgia cuando hay odio e incomprensión en la humanidad entera; pronta a elaborar una "teología de la violencia", para seguir la corriente en lugar de combatirla con su mensaje, que es irrenunciablemente de paz. A veces le dicen a uno que otros tiempos fueron peores. Flaco consuelo. Este es el que nos tocó vivir, y el que debemos hacer bueno en la medida de cada cual. Por eso a uno lo irritan los reaccionarios de cualquier pelo, los sofistas de cualquier color, los demagogos de cualquier olor.
Y busca al hombre, al hombre, al hombre.
Hablar de experiencias vitales en relación con una labor literaria parece dar como supuesto el que las primeras influyen en la segunda. Es verdad, pero no es una verdad simple. En mi caso podría asegurar que tal relación la he descubierto a posteriori. O sea, que al pensar mi realidad no me propuse — programáticamente, si se quiere— plantear tal o cual línea de pensamiento. Lo que ha ocurrido es que encontré, después, mi pensamiento reflejado en lo que había escrito.
Nunca me he dicho: "Voy a escribir una novela que traduzca mi fe en el amor". La novela nace en forma de personajes ligados por un conflicto, y esos personajes y ese conflicto están vistos, naturalmente, por los mismos ojos que ven lo que me rodea en la "realidad real". Pero no los oreo al servicio de nada. Al contrario: los respeto.
También esto puede pedir explicación. Es cierto que los protagonistas son "hijos del autor". Pero es cierto hasta sus últimas consecuencias: una vez nacidos, se mueven de acuerdo con una lógica propia, con sus propias maneras de ser. Y se desarrollan y crecen, igual que los hijos, e igual que los hijos pueden diferir del padre. Frente a esto, al escritor no le queda sino respetar la libertad de sus criaturas, so riesgo de convertirlas en robots esclavizados por un propósito o una idea ajenos a ellos.
Creo que esto es fundamental, y que yo, por lo menos, no tendría otra forma de ser honesto.
Suele plantearse un conflicto: ¿Es posible que los personajes, así libres, traicionen o contradigan la visión del autor? Si es posible, es porque esa visión no está enraizada profundamente. Porque corresponde a un programa despegado de la vida. Y entonces, ese programa es postizo y no importa que lo traicionen. Al revés, quizá si al "traicionarlo" lo están, de hecho, delatando en su falsedad.
En síntesis, tengo fe en la libertad de los personajes y he visto que podía confiar en ellos, porque — siguiéndolos después, como lector— descubro a cada paso fragmentos de mi verdad, de mi visión del mundo, expuesta en términos de vida.
Tengo una historia —Misa de Réquiem— de un sacerdote condenado a muerte. Un hombre débil, quizá si hasta de frágil vocación. Me han preguntado cómo termina, porque al final no puse ni: vive, ni: se salva. Realmente no me interesa. Me interesa el ver cómo vivió su muerte en una hora. El resto, lo corporal o lo anecdótico, es accesorio.
Podría decirse esto con palabras fáciles: es el hallazgo de sí mismo, la búsqueda del yo interior, lo que me preocupa. Por encima de todo. Porque tal vez no tenemos otra misión, de veras, que esa búsqueda y ese hallazgo. Sin egoísmos ni escapismos, sino por la simple razón de que nadie puede ayudar a nadie sin ser quien es.
La exploración de la muerte — herencia española también— es un motivo vigoroso en mí. Y es quizá la mejor forma de enfocar la vida. No con sentido cristiano, budista ni mahometano: humano.
En cuanto a la forma, ya lo decía: en algún momento aprendí a sentir en palabras. Muchas veces al vivir una experiencia estoy contándola por dentro. A mi madre, a mi mujer, a mis hijos, a algún lector imaginario. O estoy convirtiéndola en cuento, novela, artículo periodístico.
Cuando se siente así, se sabe que la palabra es una integridad. En ella está el compromiso del hombre, porque vive distinto quien entiende determinadas palabras de una forma que quien las entiende de otra, o no las entiende. Descubrir la hondura de amor, de principios, de paternidad, es atarse a una línea vital. Es ser de una manera. Es no existir al día, sino vivir con un camino.
Por eso las palabras no me dan lo mismo y no pueden llegar a serme indiferentes. Por eso las trabajo con afecto, las sigo, las disfruto. O, cuando son mías, muchas veces las sufro.
Hay veces en que las ideas brotan en embrión. Dan vueltas sin poder bajar a la tierra. Al papel. Entonces viene la inquietud, una especie extraña de angustia, de encierro. Y de pronto, porque sí, esas ideas encuentran su envase verbal, y hay que sentarse y escribir.
Lo hago de corrido, tan rápido y tan "sin pensar" como puedo. ¿Por qué? Primero, porque sí, porque así soy. Segundo — razonando el instinto— porque es bueno conservar el impulso. Porque intuiciones, experiencias, vivencias, lo que sea, si se han incorporado a la manera de ser de uno, fluirán con verdad propia. Esa verdad será siempre, para mí, más fuerte que cualquiera que pudiese imponer la lógica, o la razón.
Después corrijo. Después raleo. Después recopio. A menudo muchas veces. Por lo general, dejo los papeles guardados para lograr cierta distancia y mirarlos con algún ojo crítico. Puede ser doloroso, por que aquello "estaba bien" al salir de la máquina, al cabo de un mes o dos es cursi, pedante u obscuro. Entonces se reanuda la lucha, que sólo termina cuando se ha publicado y uno no es ya dueño, sino apenas co-dueño — con el lector— de lo que uno ha escrito.
No es falsa humildad. No creo en el escritor soberano, arbitrario, obligado sólo a responder a un genio que nunca sabrá si poseyó. Creo en un hombre modesto, un trabajador de la palabra, que entrega las suyas en la esperanza de que sirvan de algo.