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Presentación de Arañas de Catalina Ramírez
Editorial Luna de Sangre. 78 páginas
Por Gastón Carrasco
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Arañas, seres capaces de escribir en las paredes, en los rincones, en los intersticios de las habitaciones. Comparten con nosotros su espacio, su hogar. Tejen con paciencia formas para capturar a sus presas y la atención de nuestros ojos. Catalina Ramírez recoge este imaginario desde el cuerpo y su relación amor/odio hacia los arácnidos. En el primer capítulo de este poemario el encierro adquiere protagonismo. La habitación y sus rincones se vuelven la morada y nido de la araña, objeto de deseo y rechazo del hablante poético. Qué hacer con esa mancha en el rincón, cómo aproximarse a esa pesadilla, cómo hacerse cargo de la fobia. “La noche araña el tiempo”, nos dice, en un corpus encerrado en el miedo, en una habitación atestada de manchas que se mueven o desplazan hacia lugares más oscuros.
El cuerpo se ve afectado por la presencia próxima del enemigo: “de miedo me alimento”, dice la araña sediciosa. Porque quien manda, quien regula la relación en este reino es el animal. La araña decide los movimientos del otro, lo configura: “A veces creo que soy yo / como un saco lleno de arañas”, nos dice Catalina. La araña obliga al sujeto a desplazarse a los rincones, lo vuelve araña. Imagino la imagen de alguien asustado, que de puro susto queda pegado a la pared, en posición arácnida. La araña como el espejo o el reflejo del hablante, su otro yo.
Entonces la galería se abre: Kafka transformado en escarabajo, el científico Seth Brundle convertido en mosca en la cinta de Cronenberg. Todos sujetos afectados por insectos, en principio, repudiables. Todas metáforas y metamorfosis del estado animal latente dentro del hombre. Somos los bichos que a diario rechazamos. Estamos hechos de ellos, de la misma materia. Surge así la imagen de “la araña como jaula”, sus piernas como barrotes. Así de encerrados, así de carcomidos por el miedo. Cual Robert Smith siendo tragado por una araña en el video “lullaby”. Un hombre-araña que reconoce a la víctima que tiembla en la cama, el espanto de ser la cena de ese monstruo. No te resistas, dice la araña, o te amaré aún más. Es demasiado tarde para huir o encender la luz. “Te besaré las ocho patas” nos dice la autora, aceptando la invitación, la aparición de lo otro, ese otro que interpela y configura. Objeto de deseo. El miedo que nos hace ser lo que somos.
Como una acción razonable, justa, ante la amenaza de una araña, en la segunda sección del libro “La revolución casera” la habitación ya no existe, ni siquiera la casa. Todo se incendia, se vuelve ceniza y escombro. Aparecen los otros en escena, el resto de las patas. En “Aracnofobia”, por ejemplo:
Ando sola
Y no es que a mis hermanas no las quiera.
Es que me ponen nerviosa
La misma fobia de antes extendida al resto del mundo. Ponerse nervioso ante la sola presencia del otro, su amenaza latente, su potencial veneno. La hablante se vuelve araña, viuda negra en su rincón, mancha en su esquina. Que nadie se acerque ni la saque de su estado arácnido, silencio y sigilo, mientras se hilvanan o tejen los días.
La realidad de un afuera, antes imposible por la fobia y el encierro, aparece. Todo se revoluciona: “Nos toca la pared que arde / a la espera de quien nos devuelva / el domicilio, el reino”. Todo ha sido trastocado, puesto patas para arriba. Entonces se echa de menos el refugio, el encierro, las paredes rayadas, con manchas indescriptibles de arañas muertas. Se expresa cierta huerfanía o desolación. Al no haber habitación, morada, no existe ese otro que nos espía con dos, cuatro, seis ojos.
Una suerte de paz o redención surge en el tercer capítulo “Revoluciones”. Ante la destrucción del hogar aparece inminente la imagen de la migración: “Y el camino fue un tejido, mamá”. Ahora es posible correr por los pastos del vecino. Las piernas rigen sobre el futuro lanzándose a otras tierras, en busca de otros refugios: “Ya no soy araña / soy montaña, mamá”. La transformación o mutación hace sentido. Todo lo que fue habitación, espacio cerrado, se vuelve extensión, espacio abierto. La montaña esa materialidad que sostiene el paisaje.
No hay más fobia ni hermanas que ponen nerviosa, pero si “hermanxs que se juntan / y se ponen a tejer”. Toda la individualidad inicial se transforma en colectivo, después de “tanto tiempo tejiendo / para recién subirse a la tela”, momento de entendimiento, epifanía de esa realidad donde las arañas no son más que “cosquillas que juegan”.
El tránsito de esa habitación atestada de temores, con manchas que se desplazan mortíferas hacia su presa, se vuelve pura posibilidad de apertura, de escape. De la habitación al patio y del patio a cualquier parte. Las ocho patas, ventaja absoluta, pueden utilizarse ya no como barrotes de cárcel, sino como lo que son, herramientas de desplazamiento o movilidad, dirigidas hacia otras tierras, distintas, mejores: “Llegué, mamá / a dónde los árboles son más verdes, / son más verdes / y de aquí / ya no vuelvo”
Domingo 11 de Diciembre de 2016