Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972). Poeta y periodista. Publicó los libros de poesía Lugar Común (1999), Escalera de Mano (2003), El agua iluminada (2010) y La mañana se llenará de jardineros (2013 en Ecuador y 2014 en Bolivia). Parte de su obra se halla traducida al portugués, italiano, inglés y rumano. Poemas suyos se encuentran incluidos en antologías internacionales y de su país. Ha participado en encuentros, lecturas y festivales de poesía en varias naciones y ciudades de las Américas y en España. Imparte talleres de poesía en universidades y centros culturales. Columnista en periódicos bolivianos y colaborador de revistas internacionales de poesía. Editó una vasta Historia de la cultura boliviana del siglo XX premiada como Libro Mejor Editado en su país en 2009.  Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del Estado boliviano. En 2013 fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo.
        
          Albricias
            . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . A Lucía
          Como un don o como la retribución de un don
            cual una fruta presentada en un ritual simplísimo
            la niña ha entrado en la casa, lo ha 
            visto todo con su escuchar,
            todo lo ha oído con su ver y así 
            tan atenta al universo
            que acababa de crear
            el primer día 
            . . . . . . . . . . (en el principio era la tiniebla y el espíritu de Dios flotaba 
            . . . . . . . . . . dulcemente, en posición fetal, bajo la faz de las aguas)
            hágase la luz
            ha dicho
            sin apelación a ningún significante
          y nos hemos comenzado otra vez a existir
            briznas de su costilla,
            depuesta la flamígera, 
            la desnudez desnuda, 
            su greda fresca, el jardín
            recién regado. 
          
          [De El agua iluminada, 2010]
           
           
          De su estancia 
            
            De su estancia en vaya a saberse cuáles ciudades de la confusión 
            conservaba,
            apenas a salvo de la humedad y el calor propio a esa hacienda 
            estacada en el centro del verano,
            unas cuantas revistas que en el cuarto de baño daban cuenta
            de un pasado mejor, de unos años
            de bullente actividad intelectual, 
            de grupos activistas, de talleres de cuento, de seminarios 
            lacanianos, 
            de círculos de discusión de la Escuela de Frankfurt
            y otros misterios reservados para los iniciados en
            el buen sexo y los porros de aquella época y de aquellas ciudades de la 
            confusión 
            en las que esa mujer altiva y lúcida aprendió a preparar un par 
            de buenos platos
            . . . . . —por ejemplo, pollo al mole—
            que hoy junto a las revistas son todo el patrimonio que perdura
            de aquellos años dorados, esplendentes,
            en que todos querían cambiar el mundo a fuerza 
            de bullente actividad intelectual y porros y Gramsci y hasta de Louis Althusser, 
            hasta que Louis Althusser estranguló a su mujer e ingresó al manicomio 
            y murió babeando su impotencia y su ira en un camino 
            lodoso, del color del mole del pollo al mole,
            botando sangre como rojos un cuadro de Frida Kahlo,
            ese lugar común ahora, por entonces aún un descubrimiento
            en una de las tapas de aquellas revistas estacadas
            en medio del baño de aquella hacienda, 
            estacada a su vez
            en el centro de esa mujer altiva y lúcida, tan digna
            en su derrota
            como la golondrina de Wilde cuando decía 
            despreciar el verano.
          [De El agua iluminada, 2010]
           
          
          
           De senectute
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . .... Y así, de un modo insensible, imperceptible, va uno envejeciendo, 
              . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . .. . ... . . . .... no hay brusca ruptura de la vida, váse extinguiendo 
              . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. .. . .. . . . .. . .. . . . . .... con esa diuturnidad, ese quehacer cotidiano
            . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . .. . .. . . .. . .. . . .. . .. . .. . . . .... Marco Tulio Cicerón, “De la vejez”
          
          Como un coral joven, como
            una dendrita que extendiera su primer
            filo al mundo para asir el tejido,
            como un güembé cuando se prende al árbol con uñas breves y raíces
            todavía tiernas, 
            así en algún momento allanó este dolor
            la casa del verano
            y fue poco a poco instalándose en ella,
            construyendo su sillón de hierro sobre el piso del living, 
            entornillando su plato de aluminio vacío
            en la mesa en la que repicaban las cucharas,
            hincando un tenedor de ponzoña en los guisos que aromaban la cocina,
            acostando su cuerpo de calamar viscoso en nuestra cama,
            haciendo un agujero en alguna 
            tubería del baño
            —gota sobre gota que marcaba
            las lentas e intermitentes fugas de la dicha.
          Como un arrecife de coral, como un manglar de dendritas
            las uñas y raíces de este dolor hicieron suya la casa del verano.
          Ahora este silencio presagioso que inquieta la biblioteca
            y recorre los estantes y la mesa de noche
            acaso anuncia que el invasor muy pronto enmohecerá los libros
            o desvanecerá sus letras,
            entrepalabrándolas
            con panfletos y facturas vencidas.
          De ahí que sea una urgencia llenar páginas de signos
            que más aprisa que la carcoma 
            que más aprisa que el tumor puedan acusar 
            recibo
            de que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos
            y la cama de lino feliz y el agua en la regadera
            y los libros en la mesa de noche
            y este que escribe 
            y este que escribe. 
          
          [De El agua iluminada, 2010]
          
            
          
          La canción de la sopa
          En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes
            vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
            inclusive diminutas, pero grandes.
          Comían alrededor de grandes mesas
            mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo
            pero bien establecidas en el piso.
          Con cucharas enormes comían la sopa 
            en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones
            de unas enormes soperas.
          Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café, 
            a fumarse un cigarrillo
            sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.
          Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo, 
            veía sucederse a los hijos y a los nietos 
            en un ininterrumpido y gran bordado.
          Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6
            montado en un gran auto americano o en un gran caballo 
            o con un gran estilo 
            de caminar 
            para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el 
            tiempo no había interrumpido,
            salvo aquél que enfermó, aquél que se fue
            dejando un enigma y una sensación de vacío
            —una enorme sensación de vacío—
            flotando, con el humo de los cigarrillos, 
            sobre la sobremesa de la cena.
          A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá, 
            dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar 
            solo consigo mismo, simplemente 
            no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana 
            carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era 
            mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o 
            con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.
          Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo 
            en la garganta, un nudo que después salía flotando de su 
            boca montado en un gran suspiro, 
            un enorme nudo que se enredaba en el vapor 
            de su taza de café, con unas 
            volutas que le robaban la mirada y la hacían desear 
            estar sola, 
            simplemente no estar ahí, escuchando los llantos 
            de las últimas hijas y los primeros nietos.
          Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos 
            y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes 
            soperas vacías, las cucharas mudas 
            de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió 
            a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de 
            teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.
          Incluso aquél que enfermó, el primero en partir 
            como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez, 
            que se metió en su pecho por la gran boca abierta 
            de un enorme bostezo. 
          Entonces 
            compró una breve sopa instantánea 
            y entre sus mínimas volutas
            se permitió un pequeño llanto.
          No podía tomar la sopa. 
            en su diminuto departamento no había una sola cuchara, 
            una sola mesa bien fundada, algo
            que vagamente pudiera parecerse a la felicidad 
            y sus rutinas. 
          Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío 
            o del tuyo, cuando las familias eran grandes
            vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
            inclusive diminutas, pero grandes
            y veían sucederse a los hijos y a los nietos 
            en un ininterrumpido y gran bordado
            con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire. 
          [De El agua iluminada, 2010]
          
          
           
          El deseo de Aladino
          Que esta línea de tinta se torne en una ajorca
          que de la ajorca crezca la danza de una bailarina
          que en los ojos de la danzante asome la noche 
          que en su noche haya estrellas fugaces
          y que una de ellas trace esta línea de tinta
          
          [De El agua iluminada, 2010]
          
           
           
          Koyu Abe siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji
          Koyu Abe, con rigurosa túnica negra, 
            alta y rapada la cabeza
            llano el ceño
            siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji.
          Con parsimonia deposita la pequeña cáscara repleta
            de luz en potencia
            de futuros asombros
            en un cuenco cavado entre la tierra.
          La cubre con una pequeña pala
            la riega con una regadera anaranjada.
          Pasa la brisa sobre los jardines del templo de Genji
            la siente Koyu Abe en sus manos salpicadas por el agua.
          En una bolsa de tela colgada en el regazo lleva
            unas decenas o cientos de semillas.
          Es aún muy de mañana y sembrar cada una es su tarea
            y cubrirla
            y regarla con su regadera anaranjada.
          Un millón de girasoles habrán de alfombrar pronto los jardines de Genji y los huertos aledaños.
          Monjes, campesinas, 
            todos habrán de tener manos humedecidas por el agua que riega los futuros 
            asombros amarillos de los niños,
            las que serán luces piadosas para ojos extenuados.
          Koyu Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.
            Koyu Abe, cuya mirada divisa, en lontananza, los perfiles grisáceos de los silos nucleares.
          A la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji
            y es preciso purificar el cielo, purificar las aguas, purificar el suelo, purificar los soles sembrando girasoles.
          No es un efecto estético, me dice Koyu Abe, en el silencio de la imagen:
            las raíces absorben los metales pesados
            y del veneno nace, como si tal, la flor.
          Mas es verdad que también la belleza purifica
  por sí misma,
          acota el holandés, saliendo del silencio de la tela,
            y Koyu Abe me extiende una bolsa de semillas 
            de cáscaras repletas de diminuta luz.
          La enorme regadera anaranjada
            me la alcanza Van Gogh.
          
          [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
          
          
          
          C.3.3 
            (Wilde en Berneval)
          La gran oruga blanca, como le puso de moquete
            una enemiga suya, de las tantas, reparte caramelos a los niños franceses
            en el balneario de Berneval, en ocasión del jubileo de la Reina Victoria.
          Él, que conmovió con su verbo hasta a los rudos leñadores 
            de las Montañas Rocosas 
            . . . . . . . . –¿y quién le pegó el tiro a Benvenuto Cellini?, le inquirieron–
            después de haber brillado en los salones y teatros de este y del viejo mundo,
            de haber impresionado al príncipe de Gales 
            . . . . . . . .–Ecce homo–
            y a tantos aristócratas y esfinges y a los hermanos Goncourt, a quienes gustaba el relato 
            de los leñadores y Cellini,
            reparte mansamente caramelos a los niños.
          Ha expiado su arrogancia y ya no cree en lo invicto del ingenio
            ni que la verdad  deba ir necesariamente de la mano con la belleza,
            como sostenía, girasol en mano, otrora.
          Sin embargo, él, que ha visto a Cristo en el hedor de las mazmorras,
            no puede dejar de pensar, a la hora de la conversión,
            que la flagelada verdad hebrea podría 
            –y acaso debería– 
            darle un rincón en su establo 
            (o en su celda) 
            a la belleza griega.
          Y le consuela la memoria de su primer viaje a Roma, el haber 
            descubierto entonces 
            –cuando era aún bello e ingenioso– 
            a los dioses
            (o las estatuas de los dioses, que es lo mismo)
          debidamente expuestos y admirados en los museos vaticanos,
            entre las hornacinas de los apóstoles y de los mártires,
            como una concesión, piadosa y final, de los cristianos 
            a Petronio. 
          
            
              Pero este es ya Sienkewicz y su Petronio, quien se abrió las venas
 
                creyendo que con su sangre y la de su esclava se
                irían la belleza y los placeres del mundo pagano; un
 
                Petronio y un mundo de los que Oscar Fingan O Flaherty
                quiso (y supo) ser una suerte de retoño en un tiempo tan 
                poco propicio a la belleza y al ingenio y a la verdad como
 
                este mismo, Eunice.
              
            
          
          [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
           
           
          De la velocidad de los fantasmas
          En un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto.
            Pero, ¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo?
            Todos morimos en el momento exacto.
            Lo que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes
            y tardan mucho en desplazarse 
            –distraídos y perplejos– para cerrar sus círculos.
          Sí, los muertos jóvenes viajan muy lentamente 
            para poder ajustar cuentas:
            sé de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años
            en recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo, 
            en el norte, 
            atravesando pampas y cañaverales,
            para poder decir adiós 
            con una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo,
            y sé también de un piloto, muerto en cierto accidente,
            que demoró diez años en llegar a los sueños de su madre
            para revelarle en cuál pico de los molestos Andes
            se encontraba, congelado y envejecido, 
            cual la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet, 
            su exquisito cadáver treintañero. 
          Los muertos viejos no.
            Los fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos
            ya casi alígeros de tan inmateriales
            (remember A Christmas Carol)
            y pueden cerrar cuentas –si aún las tienen– en una misma noche,
            en esa misma noche en que los velan.
          Los muertos niños
            los muertos niños no se van del todo 
            se quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes
            sin percatarse de que han muerto,
            de que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.
          Por eso, cuando de noche en tu departamento se encienda algún juguete sin motivo
            aparente o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima,
            un niño se le aparece a una invitada 
            de voz bella, con toda naturalidad, 
            jugando tras del escritorio,
            es que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo
            entre sí mismo y la dura razón de la existencia.
          Los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres. 
          [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
           
           
          1972
          Fue el año en que Nixon visitó la China
            que Marco Antonio Campos refutó a Neruda
          
            –Las páginas no sirven. La poesía no cambia
              sino la forma de una página–
          
          que estrenaron Solaris (lo dije en otro poema) pero también Aguirre Cabaret Garganta profunda El hombre de La Mancha Gritos y susurros El útimo tango –ah María Schneider en la tina y Brando ubicuo, bilocal, al mismo tiempo en el ático parisino y en Villa Corleone, otro y el mismo– mientras Zefirelli hacía volar a Chiara y Francesco en una nube de flores y Chaplin volvía a Hollywood (ya Osvaldo Soriano lo contó en una novela suya).
          Murieron Chevalier, Alejandra y Kawabata, el primero bailando los otros dos 
            al filo del espejo
            y se despidió de este mundo una princesa 
            Carolina Matilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, bautizada como Princesa Viktoria-Irene Adelheid Auguste Alberta Feodora Karoline Mathilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg
            de la que solo queda el nombre en Wikipedia.
          También dijo arrivederci el profeta de la usura, que solía contemplarse en los ríos 
            en noches de plenilunio y enderezar aun las torres con sus cantos. 
          Una estela explosiva dejó el cohete fallido que propulsaba a la sonda Cosmos hacia Venus
            y otra Harry S. Truman, con su cortejo de átomos y carne chamuscada.
          Bobby Fischer, el díscolo, el irreductible, venció a Boris Spassky 
            llevándose el título a casa junto a unas cervezas, 
            en tanto el odio ensangrentaba los juegos olímpicos de Munich el penal de Trelew 
            un domingo en Irlanda del Norte el campus de la universidad de El Salvador
            en cuanto un terremoto destruía Managua y en Roma
            un tal Laszlo Toth atacaba la Pietà de Miguel Ángel con un martillo, 
            gritando que él era Jesucristo.
          Era 1972 y en un país perdido entre montañas, 
            en una clínica metodista, por puro azar,
            nacía yo, que debí haber nacido en otra ciudad y otro hospital; 
            y poco antes o después nacían otros niños y niñas con los ojos también maravillados, 
            de este y del otro lado del Ecuador, dedicados ahora, como yo, a este inútil,
            maravillosamente inútil oficio de escritura.
          Sí, de seguro fueron los efectos del cohete de la Cosmos
            el poderoso cóctel de todas esas películas
            algo de los últimos alientos de Pound y la Pizarnik,
            y sobre todo la estela del poema de Marco Antonio Campos:
          
            Las páginas no sirven. / La poesía no cambia / sino la forma de una página, la emoción, / una meditación ya tan gastada. / Pero, en concreto, señores, nada cambia. / La poesía no hace nada. / Y yo escribo estas páginas sabiéndolo.
          
          Eppur si muove, cuarenta años después
            ya solo quedan en pie los poemas de Alejandra, los cantos de Ezra, algo de las novelas de
            Kawabata, mucho de los versos de Neruda y casi todas esas cintas 
            indescriptibles
          mientras el resto: Nixon Mao Neftalí Reyes Tarkovski Klaus Kinski Bob Fosse la deliciosa
            Linda Lovelace el insoportable Ingmar Bergman la más deliciosa María Schneider el más insoportable Marlon Brando el ya no se diga Charles Chaplin Osvaldo el Negro Soriano Maurice Chevalier Carolina Matilde de Schleswig- Holstein-Sonderburg-Glücksburg el propio Ezra el programa espacial soviético la URSS Truman Bobby Fischer y todos sus rivales las víctimas y los asesinos el loco del martillo
            son ya carne de gusanos y de la desmemoria
          como lo seremos los poetas del 72 y Zefirelli y Marco Antonio Campos algún día
            pero no su refutación a Neruda que se refuta a sí misma
          perdurando
          inútil y maravillosa
            como la poesía,
            como la Loren
            como La Pietá
           triste, solitaria 
            y final. 
          
           [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
           
           
          Alivios
            
            Aliviaba cierto dolor de la infancia atesorando
            piedras de cuarzo 
            recogidas en las calles de tierra
            piedras
            comunes pero tocadas por alguna veta mágica
            que las había transfigurado
            transmutado
            guijarros ocres elevados hacia el mármol.
          Las reunía en el patio trasero de la infancia
            y se las enseñaba a algún vecino pobre alguna tarde pobre
            a otro niño cualquiera como él que 
            sorprendido
            las pesaba y admiraba entre sus manos
            maravillado
            por la existencia de una belleza que no había entrevisto antes
            guijarro ocre también él
            y desde entonces surcado por una contemplación secreta
            por una veta 
            que elevaba sus ojos al destello del mármol.
          ¿Qué habrá sido, me pregunto en esta tarde pobre de febrero,
            de ese vecino y aquel patio trasero y la colección de cuarzos?
            ¿Y qué habrá sido del coleccionista?
          En cuanto a él,
            abrigo algunas sospechas sobre su paradero.
              
            De hecho
            yo mismo alivio ciertos dolores de la madurez recorriendo
            las calles de tierra o de cemento de la tierra
            buscando piedras 
            comunes
            -palabras-
            surcadas por alguna veta mágica
            secreta
            que permita transmutarlas hacia el mármol
            con solo saber escuchar
            -caracolas calladas-
            lo que podrían decir
            reunidas
            en un patio trasero.
          Las recojo, las reúno, las atesoro,
            me maravillo 
            de su belleza oculta
            guijarro ocre
            las transcribo
            y se las muestro alguna tarde a algún vecino.
          A veces pienso que no sirven de nada
            y una voz en el sueño me dice que no alcanzan, 
            que no alcanzan.
          Es verdad que la colección de cuarzos no logró borrar el dolor que desfiguraba la infancia
            del coleccionista,
            sacar de la pobreza a su vecino ni mejorar la calle o el traspatio
          mas su solo estar ahí bastaba 
            para aliviar el mundo,
            para transfigurarlo
          para poner en los ojos un destello 
            y así elevar la piedra y aproximar el mármol
          haciendo al mundo ligeramente más bello
          y acaso
            también 
            menos 
          cruel.
          
          [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
           
           
          No 
           No en el precioso y preciso jaspeado carmesí en el corazón de esta flor 
            blanca como un cáliz de nieve, 
            no en sus pétalos albos y pequeños, no en las 
            líneas carmesíes diminutas como trazos de sangre de un gorrión
            malherido de amor sobre esa nieve;
            no. 
          La belleza está en los ojos del que mira,
            en el preciso y precioso jaspeado del iris de sus ojos,
            en el corazón de su pupila,
            en las líneas nerviosas diminutas que conectan el ojo
            con la mente.
          La belleza no está en el mundo por sí misma y para sí.
            La belleza del mundo está en los ojos de los habitantes del mundo, 
            en la mente de los habitantes del mundo, en todos los sentidos de los habitantes del mundo
            pues no hay olor sabor textura ni trinos de gorrión ni cálices de nieve
            sino aquél que puede maravillarse en ellos.
          La belleza está en tus ojos en tu lengua en tu pezón
            en el funcionamiento maravillosamente armónico del martillo y el yunque y el tímpano de tu oído interno
            en las células olfativas que trémulas se extienden debajo de tu rostro.
          Contra la muerte y el dolor y el mal,
            a pesar de la extensión de su reinado en ti y en mi, 
            la belleza está en ti y en mi, no en esta flor
          que temblorosa sostiene 
            su blancura
            y sus irisaciones carmesíes
            en una palma cuyo pulso un día dejará de latir
            y será trazo de sangre en el corazón de un gorrión niño
            y cáliz de tierra y humus para las nuevas flores
            como esta 
          que temblorosa sostiene 
            su blancura
            para aquellos que podemos percibir la suma
            de todos los colores.
          
          [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
                
          
           
          Vuelo nocturno / Arte poética 1
          Esa luz que se apaga
            no es un imperio 
            ni una luciérnaga.
          Antoine lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.
          Esa luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán 
            al resto del mundo,
            una mansión
          
            —una humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre 
              son una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—
          
          una mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio. 
          Una luz vacilante a la que 
            —frío al calor—
            unos labriegos reunidos 
            se aferran
          náufragos que balancean un fósforo 
            ante la inmensidad
            desde una isla desierta.
          
          [De El agua iluminada, 2010]
           
           
          Vuelo nocturno / Arte poética 2
          El eje del mundo se ha movido hoy diez centímetros
          a la izquierda o a la derecha quién lo sabe
            pero los poetas esta noche andan revueltos
          y se descalzan
            y entran al río
            y se ponen 
            a atrapar 
            el resplandor 
            de las estrellas
          a atraparlas 
            con las manos 
            en el agua.
          
          [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
          
          
          Donde el poeta, investido como un personaje de Kozinski, conversa con su hija 
          . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . .. . . . . . . Para Clara 
          Y si de pronto un rayo o un camión se abaten
            sobre la palma erguida,
            sobre su razón llena de pájaros
            y mediodías
          si la malaventura hiere su frente de luz 
            y la desguaza
            y convierte en escombros su razón 
            y su alegría
            que era también la nuestra
          no te dejes llevar por la tristeza, 
            hija,
            recuerda que detrás de los escombros
            siempre quedan semillas
          y que algún día,
            pronto,
            después del rayo y la malaventura
          se abrirá la luz
            cantarán los pájaros
            y nuestra calle y todas las calles del mundo
            donde alguna vez hubo palmeras abatidas 
            se llenarán de felices jardineros
            que peinarán 
            los nuevos brotes
            y regarán los mediodías.
          Te lo prometo, hija:
            la mañana se llenará de jardineros. 
          [De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
           
           
          Una rendija
          Y tomando barro de la acequia
            el niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía.
          Se alisó entonces el cabello que le cubría la frente
            tomó aire
            sopló suavemente sobre ellos
          y echaron a volar.
          
          [De El agua iluminada, 2010]
          
        
        “Poesía del elemento líquido, del viaje, de lo inestable como el tiempo y la memoria, la obra de Gabriel Chávez Casazola tiene el poder de transfigurar lo que toca, de iluminarlo. Sólo un cabal poeta puede crear desde el juego permanente de distancias y proximidades que desencadena estos poemas, un movimiento que logra ir desde la sabiduría siempre inexplicada del Evangelio hasta la contingencia del mundo en el viaje del tiempo.  
          Al mismo tiempo polifónica y profundamente centrada en la palabra de su creador, la obra de Chávez Casazola –un autor cada vez más reconocido entre los poetas del continente- suscita la inmediata adhesión del lector, la total identificación con el yo de su poesía, que es siempre un nosotros, los que nos reconocemos iluminados por este poeta de excepción”.   
        “Epifánica, torrencial y efusiva. Así encontramos la novísima poesía de Gabriel Chávez Casazola, una de las voces más imprescindibles de la poesía boliviana contemporánea. (…)  El problema filosófico de la memoria y el placer se hace presente (como nos diría el filósofo Bentham en su Aritmética del placer) para entretejer de manera insólitamente hermosa los trazos de sus poemas, que contienen sugerencias de largo aliento en una suerte de poesía épica personal, que es a la vez capaz de conmover a sus lectores”. 
        “Hay una distinción en el pensar de estos poemas. Es de tal manera agradecido este pensar que en sus formas, no sólo en sus parábolas, no sólo en sus refocilos, también en sus escorzos y en sus claroscuros, hay poemas que alcanzan el resplandor de las teofanías”