Tom Wolfe (Nueva York,1930- 2018) fue un periodista y escritor americano que hizo escuela incomodando al mainstream cultural neoyorquino. Una de sus más famosas crónicas fue Radical Chic That Party at Lenny's, en la que describe la fiesta ofrecida en 1970 por Leonard Bernstein a los Panteras Negras, grupo radical del movimiento de los derechos de los negros. La crónica sacó ronchas, porque se burlaba de una postura nada infrecuente en la élite cultural, la de hacer alarde de sus ideas de avanzada y su supuesto compromiso con los oprimidos. Todo esto, en un soberbio departamento del East Side. Radical Chic se convertiría en un sustantivo, que daba cuenta de esnobismo, mala conciencia de clase, ostentación de pureza de sentimientos. Wolfe, llamado el Balzac de Park Avenue, miró con sorna y desconfianza aquella bien calculada puesta en escena del bueno de Lenny.
Otro ensayo notable de Wolfe, fronterizo con el anterior, es La palabra pintada,(pdf) donde se aboca al espíritu de vanguardia que ha inspirado a la pintura americana a lo largo del siglo XX, posturas muy consistentes con las ideas de avanzada del Radical Chic. Ya a mediados del siglo XIX, el mismo Balzac ya había acuñado los conceptos de le monde, y toute le monde, para designar a pequeñas élites sectarias que detentaban el poder y dominio sobre el gusto y el éxito en la vida y las artes. Sabemos bien que le monde no se refiere al vasto mundo y toute le monde no es todo el mundo, sino exactamente lo contrario. Cuando decimos "estaba todo el mundo", queremos decir que estaban todos, claro, todos los escogidos, los happy few, los elegantes, los iniciados, los enterados,
los que se conocen entre sí y donde no caben los extraños; ese espacio exiguo y selecto donde la masa democrática no cuenta y que Wolfe bautizó como Culturburgo. Dice Wolfe: "Esas cosas, la publicidad, el dinero, la gente distinguida y lo chic no debieran contar en la historia del arte, de acuerdo, pero gracias a los propios artistas, cuentan".
El artista fue primero el empleado de las cortes y la nobleza, luego de la Revolución Francesa; emancipado, se acogió al ideal romántico, el artista como maldito, como rebelde, un ser en combustión que con su propia vida encendía el fuego de su arte. Pero esa vida es demasiado cercana al martirio y pronto el mismo artista se vio pisando las alfombras de los salones de las damas de la aristocracia y de la burguesía adinerada, buscando distintas formas de reconocimiento y, por qué no, de soporte financiero. Pudo experimentar que su existencia bohemia, su deliberada marginalidad,
no entraba forzosamente en conflicto con la sociedad burguesa, la que, por su lado, comenzaba a descubrir que la sensibilidad hacia el arte era elegante, de buen tono. Ese artista cuyo lenguaje artístico pretendía épater le bourgeois (dejar al burgués patidifuso) quería a la vez seducirlo, así como el burgués quería ser seducido por aquel. La forma más burguesa de no ser burgués es confesarse rendido ante la vanguardia. Moderno y modernista se convirtieron en adjetivos excitantes al tiempo que la antigua bohemia asociada a la pobreza y el
ascetismo se fue extinguiendo y los poetas malditos, desapareciendo. Picasso abandonó el romántico Bateau-Lavoir en Montmartre para instalarse en la rive gauche, en el hotel Savoy, y pasó hacia 1920 a ser un artista terriblemente a la moda.
En la segunda mitad del siglo XX, el arte dejaba París y se instalaba en Nueva York, pero más bien en la Décima, o en el Cedar Tavern, en University Place, o en otros puntos muy específicos, que el enterado conocía bien. Las corrientes, los ismos, se suceden unos a otros, vertiginosamente. Es el triunfo del expresionismo abstracto, con Clement Greenberg, el apóstol de la pintura plana en la teoría, y Peggy Guggenheim en la gestión. Los enterados no demoran en proclamar el genio de Pollock, De Kooning, Rothko o Kline. Pero ese esplendor dura apenas una década y sus obras no se venden bien. Culturburgo proclama que ha llegado la hora del Pop Art: Warhol, Rauschenberg, Liechtenstein, son el futuro del arte. Su promotor, Leo Steinberg, dice: "De pronto me pareció que Warhol o Kline estaban metidos en el mismo saco que Rembrandt o Gioto, igualmente artificiosos". Así de delirante puede ser Culturburgo si se trata de acabar con el Antiguo Orden, el que sea, y anunciar el advenimiento de "un arte nuevo", el conceptual, o el body art, o la performance. Sedientos de vanguardia, Culturburgo, unas diez mil almas a todo lo largo del planeta, harán sonar a cada tanto sus trompetas para anunciar la buena nueva del arte del porvenir. El arte, como el capital, está en muy pocas manos, en un puñado de amateurs, pero, al fin y al cabo, ya debiéramos saberlo, el arte nunca ha sido democrático.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Culturburgo y los enterados
Por Gonzalo Contreras
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio, 16 de marzo 2025