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¿De qué hablamos cuando hablamos de fascismo?

Por Gonzalo Contreras
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio 18 de noviembre de 2018



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De alguien (no exclusivamente) de sexo masculino, que dice amar a su patria, a su bandera, a su raza, con verdadera pasión; alguien para quien la hazaña militar está por sobre cualquier otra aventura humana, que se extasía ante el poder, ante la contemplación del poder viril, cuyo corazón rebosa de sentimientos puros, muy puros, cuya ansiedad de pureza, de simetrías, de pulcritudes, de órdenes y jerarquías, lo desvelan. Pero se dirá, ¿no son todos estos sentimientos sublimes? Sí, y vaya que lo son, y justamente en eso radica su peligrosidad. No se puede abrigar estos sentimientos sin que repugne a la vez la vida tal cual es, sin suponer que debe haber un agente revulsivo que purgue, que castigue que controle, que depure tanta impureza anarquía y desenfreno. ¿Es el fascista un idealista y un sentimental? Sí, claro. Basta ver a Bolsonaro llorando a lágrima viva con solo escuchar su himno patrio. Pero cuidado, el anterior es un retrato del fascista vestido de gala; vestido de gala para el baile de disfraces. Porque el fascista es un histrión, un histrión melodramático; como Mussolini, Hitler (época clásica), Maduro, Putin, el mismo Trump (no sabríamos cómo llamar a la nuestra), con su lenguaje tosco y rudo y su bravata, quiere llegar a los corazones simples, esos que se fingen ingenuos, pero exultantes en resentimientos, carentes de ideología pero sedientos de revancha, a esas masas emocionales que suponen que algún oscuro promotor del mal oprime sus miserables vidas. El fascismo tiene siempre un carácter popular, o más que eso, populachero. El fascista detesta a las élites, las que sean, pero muy particularmente a la de los intelectuales; a las oligarquías de toda índole, sobre todo a las políticas, pero terminará aliándose con las económicas porque las admira.

Sin embargo, el fascista no es sólo el red neck cabeza de cepillo y adorador del rifle del medio oeste americano, o el rompehuelgas mussoliniano, o el matón descamisado peronista, o el vecino detestable que nos envenenó el gato; está en muchos otros corazones y muy cerca de nosotros. El ideal democrático de aceptación de las mayorías y respeto por las minorías, significa un esfuerzo adicional a nuestra intolerancia e impaciencia naturales. La templanza es un bien escaso en nuestros días. En plena expansión del capitalismo y el consumo, la indignación crece en igual medida, como sí la teología secular del liberalismo nos hubiera arrojado a un desierto espiritual en que cada uno es un desterrado de sí mismo, hambriento de redención y éxtasis. El consenso democrático es un verdadero fastidio. Mi identidad perdida requiere algo más que eso. Algo más enfático. La dispersión de identidades que redundan su diferencia suena atractivo, pero resulta contradictoria con el ideal de igualdad que intentamos promover desde la Ilustración, probablemente. La idea es que tu color de piel, tu riqueza, tu sexo, tu identidad sexual, tu nacionalidad, todo aquello que traemos, a pesar de nosotros mismos, desde nuestro nacimiento, no incidan a la hora de definir quién eres, sino que esa identidad la defina aquello que has adquirido. Es, por lo demás, el principio general de la educación. Menos aún, que tal pertenencia, no adquirida, implique algún tipo de supremacismo moral, como la que reclamaba para sí la pureza aria en los albores del nazismo. La condición de víctima tampoco es suficiente. Puede ser pasajera. Basta ver el Estado de Israel, que mudó sin pausa de víctima a verdugo. Las identidades enfáticas que requieren de atención y defensa. Identidades a la defensiva, como la del fascista clásico cuyo ecosistema de valores, tradiciones, prácticas y hábitos se ven amenazadas por la existencia de "otros", siempre los malditos otros. Todo esencialismo e integrismo encuentra en el otro, al que piensa distinto, a un enemigo de su sobrevivencia. La sobrevivencia es natural al que ha hecho de los contornos de su identidad un límite infranqueable. Resulta paradojal que alegue por la diversidad aquel que se aísla en la identidad, se parapeta en ella, como en fortaleza asediada. Todo esencialismo lleva en sí el germen de un puritanismo, de una intransigencia, con sus consabidas cazas de brujas, linchamientos públicos, furias, censuras, condenas ad hominem, fatwas, en suma, todo lo peor que puede mostrar el ser humano. No deja de llamar la atención que a raíz de la discusión acerca del nombre del aeropuerto de Santiago, José Antonio Kast desde su Acción Republicana, y Pamela Jiles desde el Frente Amplio, hayan condenado a la figura de Pablo Neruda con idénticos términos y argumentos: ser un mal padre y un abusador sexual, por tanto, deslegitimada su honra de ciudadano. Dios nos libre de los puros.

 




 



 

 

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Por Gonzalo Contreras
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio 18 de noviembre de 2018