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Columna de Galo Ghigliotto: Réquiem para HCG (1937-2016)

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Foto: Alejandro Olivares



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Hernán Castellano Girón fue para mí uno de esos padres ignotos que entrega la literatura, el tipo de autor cuya vida y obra se comunica con parte esencial de uno. Lo frecuente es que suceda con autores de países lejanos, desaparecidos hace tiempo, a los cuales entramos por las obras para luego leer sus biografías y descubrir en ellas –o forzarnos a hacerlo– escenas de nuestra propia vida. Lo infrecuente es cuando ocurre con creadores de escasa circulación, y más raro aún, cuando conocemos al personaje, para después hallar en su obra un universo extraordinario, un lugar que no podemos creer haya existido todo el tiempo sin que nunca lo visitáramos antes.

Así me pasó con HCG.

La coincidencia requirió una enorme serie de requisitos: en primer lugar había que estar en Isla Negra; segundo, en casa de Jaime Pinos, poeta y director de la casa de Neruda; y tercero, el escritor en cuestión no debía ser demasiado encumbrado como para dirigirse a un joven poeta. Dadas esas coincidencias, HCG –quien prefería sus iniciales al nombre completo– se acercó para conversar de cualquier cosa, entre las cuales salió la casualidad de que, en 1954, en el Liceo de Aplicación, había sido compañero de un tío lejano mío. Luego, una serie de coincidencias banales: nuestros cumpleaños distaban en dos días –aunque los nacimientos en 40 años–, ambos habíamos estudiado carreras científicas en pregrado, el gusto por la música, el cine y un puñado anormal de autores-favoritos. Al día siguiente de conocer a HCG busqué en Internet su trabajo literario. Llegué a Kraal, su primer libro de cuentos, y así entré al universo particular de su obra.

Era una pena que algo así permaneciera en secreto, así que me propuse cumplir el rol de “hermano poeta/luchador por las artes vapuleadas” (HCG dixit). Parecía fácil, porque la leyenda estaba escrita: discípulo de Braulio Arenas y Rosamel del Valle; autor de obras extrañísimas para los ’60, publicadas en proto-microeditoriales; ganador de un concurso dictaminado por Cortázar, Vargas Llosa y Roa Bastos; creador de una película que Lynch o Raimi hubiesen querido para sí –cuyo celuloide pasó años enterrado bajo una citroneta para salvarse de las brasas marciales–; ex químico farmacéutico, amigo de Ginsberg, Gelman y otros, exiliado en Italia, Canadá y Estados Unidos, país donde recibió la mención de laurate poet. Eso sin hablar de su condición de dibujante, acuarelista, collagista, ensayista, músico, poeta, y por supuesto narrador, de obras entre las cuales destaca la colosal novela Calducho o las serpientes de Calle Ahumada (Planeta, 1998), un libro único, por su esfuerzo estructural, su narrativa testimonial e imaginativa, y varias otras peculiaridades. Y aquí –HCG no me perdonaría si no lo hiciera– tengo que estampar su reclamo contra el editor Carlos Orellana (RIP), conocido por dos delitos: fraguar eso de la nueva narrativa y rechazar el manuscrito de La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño. HCG pateaba la perra frecuentemente contra el editor de su obra monumental, porque, aunque todavía vivía en USA, se había dado maña para venir a la FILSA ese año a presentar el libro, sólo para descubrir que nadie le había organizado nada. Peor aún: a los pocos meses la edición fue puesta en saldos. No hubo trabajo de difusión, ni ruedas de prensa, ni nada. La única reseña del libro fue del siempre atento R. Pinto. A HCG le quedó la sensación de que Orellana se había arrepentido sobre la marcha, tratando de silenciar el libro lo más pronto posible. Durante la presentación de Llamaradas de nafta (cuentos, Cuneta, 2012), en Isla Negra, HCG usó varios minutos en hablar del caso y quejarse. Le sugerí –editor insolente– centrarse en el nuevo libro y olvidar ese episodio. Me encontró razón, pero no fue la última vez que lo escuché despotricando por el asunto.

Ahora que pasó el tiempo y HCG ya no está, lo comprendo. Su queja estaba basada en la invasión del espacio literario por las lógicas de mercado, lo que impedía la valoración de una obra como la suya. HCG perteneció a una generación de intelectuales que no estaba matizada por el ranking de lectoría, sino por la calidad u osadía estética. Venía de una época sin focus groups que intentaran develar qué era conveniente o no publicar. Su literatura residió y rindió homenaje al mundo extravagante cohabitado por Arenas, Rulfo, Emar, Macedonio F., y recibió el desprecio de José Donoso al contarle –sí, contarle– el argumento de El invernadero (Cuneta, 2013). Una literatura que no vende porque no se vende. “Uno no busca el elogio, busca la valoración exacta y esclarecedora”, decía HCG. Por mi parte, pienso que la valoración pudo ser masiva, en la plataforma correcta. Si Calducho hubiese sido publicada por Anagrama, ese 1998, es muy posible que sus otros libros hubiesen sido más valorados en Chile, donde Bolaño también fue rechazado en su momento. Pero así las cosas: aquí estuvo HCG, un tremendo, y otra vez, no nos dimos cuenta.



 



 

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Columna de Galo Ghigliotto: Réquiem para HCG (1937-2016).
Publicado en The Clinic