“Vidrio Molido” de Gladys González
La Calabaza del Diablo, 2011. 82 pags.
Eugenia Brito
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Nacida en Santiago en 1981, Gladys González emerge en la literatura nacional con su primer libro “Gran Avenida “, (Stgo, La Calabaza del Diablo, 2003) destacándose por la fuerza de su poética, su renuncia al barroquismo en plena circulación en Chile y su adhesión a una estética simple, directa, que crea un relato verosímil con la violencia, la pobreza, el hambre y el malditaje de las zonas populares de Stgo.
Por otra parte, su claro posicionamiento como sujeto del texto, sujeto en quiebre, herido, melancólico, exhibiendo de manera pertinaz las llagas del habitar, que a la manera de una inscripción tatúan la piel / el vestido, el habla / y la enunciación misma de la poeta, logrando una instalación que porta una clara política, que desmonta los artificios de la burguesía, la ornamentación y decorado de su osario en aras del parecer de las capas burguesas dominantes, canibalizadoras de las restantes en aras de extender su poder y su instalación como cuerpo maquillado de moderno en las culturas metropolitanas.
El lugar “Gran Avenida” es el sitio desde donde ella observa las estructuras sociales, las retóricas del discurso y la elaboración de las mercancías que circularán por otros lugares citadinos, es el lugar en el que la sujeto analiza la composición matérica de esas mercancías, privadas del fetichismo agregado por el /los poder/es empresarial/es.
Es por eso que el texto renuncia a la fastuosidad lingüística del lenguaje, para adentrarse en el desmontaje del espectáculo de la vitrina postmoderna y del costo social, síquico y sexual que lee desde dentro el cuerpo de los seres que deambulan por las calles de la ciudad, en hoteles, en pensiones, en bares.
Es necesario, sin embargo, destacar la sensualidad con que su punto de vista dota al barrio, en el que perfilamos a través de lo rebelde, lo minoritario, lo punk y callejero,
una opción política, un placer de entrar y salir de ese laberinto que refracta todos los estereotipos del “jaguar chileno”, con sus ojos jóvenes, brillantes y siniestros en su capacidad crítica y en su revolucionaria estética juvenil:
“Te esperaba/ en las escaleras del metro/ por si ibas a trabajar/ en la mañana/ o si regresabas para almorzar/ después/ vino la noche / y Aretha Franklin/ el ron con cocacola/ y el whisky en los bares/ las llamadas telefónicas/ entre fiesta y fiesta/los viajes en taxi en la madrugada / para ir a buscarte borracho / a los paraderos” (p.12)
Esta imaginario de la joven citadina, rebelde, pobre, enceguecida con la poesía del rock, del jazz y del arte viene de la literatura norteamericana beat; esta criatura que ama a Bob Dylan, que fuma, que viaja en taxi por la madrugada, con el pelo mojado, sintiéndose “una eterna cicatriz / que vaga por la ciudad”, se encuentra parcialmente en Huellas de Siglo de Carmen Berenguer, si bien la identidad de género allí está menos fragmentada que en Gladys González. Se encuentra también en la mujer paria de Por la Patria, aunque en ese libro, mujer, ciudad y marginalidad se vinculan de modo muy estrecho. Se encuentra, digo de manera fortuita y a veces no, como enigma del deseo, la resistencia, la fiesta, la lucha entre las ruinas de la pompa moderna, y es el Significante que mueve el texto; desde dónde éste obtiene el lujo y esplendor de la barriada, apasionada por su posición de flaneur, como diría Benjamin y por el decorado de la ciudad, que también emergiera en la década de los `80 en la poética del gran artista chileno, Gonzalo Muñoz. (Exit; Este; La Estrella Negra)
Plural y vertiginoso, en sus hablas, el sujeto mujer, ese gran personaje del libro, va desde la nostalgia al desafío: “el lado salvaje del amor / muchacho/ me lo llevo/ en este último viaje / junto a un toque de morfina / y con la sensación / de ser una eterna cicatriz/ que vaga por la ciudad”.
Una nueva mujer emerge en la poesía chilena contemporánea y esta vez, ha sido creada por ella misma: una mujer sin miedo, que atraviesa fronteras simplemente porque no cree en ellas, una mujer imaginada por la música de su tiempo, que habita con placer la carretera, que ama un maldito indefenso pobre bastardo bellaco de la zona, que llega tarde a la cita y se aparece taciturno al encuentro erótico:
“todas las noches te busco / sentada en las cunetas/ donde vas a beber / te espero en el bar/ hasta que se hace de día/ y apareces con un librito / en la gabardina/” (p.13).
Esta mujer de dedos rotos que camina por la ciudad con la cabeza semirapada es la chica sensual y melancólica que danza y escribe en sus poemas mientras lee, escucha música, hace el amor, se desilusiona y sufre y padece la miseria del Tercer Mundo desde su rincón de subalterna del margen.
Emerge desde el margen sin hambre del Centro, emerge desde el margen para gozarlo y reinvindicarlo a través de su poesía. Según Bhabha, un signo poético tiene la violencia de poder detener y frenar toda la fuerza del discurso falologocéntrico, en una operación que él denominara “logomoción “, aludiendo a la vertiginosa fuerza de la palabra poética que por ello es capaz de frenar la potencia del discurso dominante, proveniente del canon que se ajusta a los lineamientos de la burguesía alta de chile y al teatro comprador del Primer Mundo (Cita libre de Gayatri Spivak, In Other Worlds, Londres, Nueva York, Routledge, 1985).
Esa es la imagen de una mujer, metáfora en la que se une lo popular, lo periférico y la fuerza pujante de una feminidad otra, atrevida, pero también romántica que deja su huella indeleble en el relato de los cruces barriales de los que está constituido el lado Sur de este país.
En “Tatuaje”, Gladys González da curso a una lectura que desordena y revuelve los códigos dominantes; por un lado, situándose estratégicamente en lo doméstico, para preservarse de sus pulsiones autodestructivas, por el otro, la carne se rebela, mostrando a toda sangre su “florecimiento por las púas”, con “ la planta de los pies deshaciéndose y sellando la tragedia en el pavimento, como una marca de sol” (p.30)
Entre esos dos bordes, la tijera rompe el traje convencional para hablar de “las batallas que no se han terminado de escribir” (p.32) y tratando de absorber el abismo sin nombre del deseo en la lengua y en el muro.
No logra ganar toda la batalla; el masculino se va y queda sola ella recordando la épica barrial, dura entre todas las duras, con lápidas que provienen del quiebre institucional dejado por la prolongada dictadura chilena y la no menos violenta Transición a la Democracia. No hay recuerdos que graben su nombre en fotografías, ni otros nombres que la acompañaron, sino que cita solitaria de una lucha y su tregua, observa sentenciosa. “ninguna disculpa/ ningún perdón” (p. 36).
En Aire Quemado (Stgo., La Calabaza del Diablo, 2009) el desencanto y la ira aún mueven la poesía de Gladys González. Pero a estos sentimientos se une el duelo, por “los amigos muertos/en frías bodegas/ como fichas clínicas” (p.39).
Por ello la imagen del espejo, la imago está empañada de cenizas del cigarro que cae, como si al rostro construido durante años le correspondiera otro, un doble destruido y quizá en movimiento mortal, deshaciéndose en la oscuridad.
Todos estos textos articulan la crisis personal y social de la sujeto que se debate entre las pesadillas vividas por distintas opresiones: de género y clase; de poder político y económico. Pierde la sensualidad que la ayudara a sobrevivir en Gran Avenida todos estos mecanismos enunciados con precisión hasta que aparece la nueva imagen de mujer, que se redime desde el texto y sobre el texto: “la zurcidora” (p.47). Entonces piensa en cruzar la frontera de esas experiencias y esos límites, marginalidades que odió y amó de modo ambivalente y paradojal. Y concluye en “Certeza” con la adhesión a la vocación de sobrevivencia: “la seguridad/se resume ahora/ en cerrar la puerta con llave/ y cerrojo” (p.57).
Pero aún cuando esa sea una provisoria certeza, se ha roto el círculo de la flaneur, la sujeto ventrílocua del desgaste corrosivo de su tiempo, se ha roto la emoción poética de los signos que hacían texto de un paisaje semi desierto. Entonces, lo que resta es el cuerpo fracturado: “la memoria rota” y el corazón en estado de silencio.
La fractura y el silencio serían pues, los dos modos de habitar el espacio y el cuerpo en este poemario de G. González.
En el último texto, Hospicio, (Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2011) a pesar de esa memoria tenaz, empecinada, existe el deseo de restauración, de reconstrucción del cuerpo: “nadie/ volverá a levantarme la voz / ni tocarme / como si fuera un cadáver”. (p. 67). Esa memoria es una huella biográfica poderosa y que persiste como la otra de Gabriela Mistral, a quien la poeta diera muerte, en el mismo texto: “una en mí maté / yo no la amaba”.
Al contrario de la Nóbel que mata o deseó matar a su violento y rebelde ser, Gladys González busca un armisticio: sabe que ese lado oscuro de las carreteras y su atracción por la música, el riesgo y la caída están allí, intactos esperando encontrarla en cada anochecer porque el trauma vuelve y repite su llamado licencioso y violento.
Y en el poema “Ultima Noche “, enuncia su desprecio y renuncia a la vida, a los acontecimientos que la fracturaran y señala: “¿mirémonos/ en el espejo de los licores- una conversación silenciosa.”. Y, en ese diálogo de las botellas, los reflectores, los flashes del neón se ve a sí misma, en un corte elíptico con el presente y el pasado, pero de manera circular, como una nueva forma que la antecede en su vida: “yo soy un monstruo/ y esta selva / de boxeadores viejos/ es mi jardín secreto/ y mi familia”.
¿Quién es un monstruo? Somos nuestro propio Frankestein, declaró Gonzalo Muñoz en su poética de los años ´80, somos el médico solitario y déspota que crea un ser con los pedazos de los muertos que desentierra y así forma una vida desde un hombre/ tumba para generar al deforme que lo asedia, como su hijo, su imaginario, su otro. El monstruo es un exceso de la naturaleza en su dimensión de caos, en su profusión de signos, entre el dolor y el goce, abriendo entre ambos, la zona de comunicación y de lamentos.
Severa, cruda, inclemente, son la triada de adjetivos que enumera como su nombre, ganado por años, y se enuncia a sí misma como la sobreviviente de las catástrofes políticas y culturales que diseñaran la forma de la ciudad; se siente icono de las alambradas y sabe que sólo tiene la superficie inestable y zigzagueante de algunas débiles promesas y certidumbres para no sucumbir.
En sus tres textos constituyentes de este libro, Vidrio Molido, Gladys González construye una épica barrial y de protesta, la que le exige toda la fuerza de su pujante energía juvenil para tomar y recibir de ella el relato underground de la ciudad tercermundista en crisis y emanando violencia por toda esquina. No obstante, el tiempo sigue siendo lineal y a pesar de que ella desea partir, irse, la sigue la zona de ella forjada en la urbe, como su grito y su canción, su furia y su sonido, que le permiten comprender que toda certeza es precaria, toda promesa es también una falsa promesa, toda mentira es una verdad oscura y siniestra.
Breve, precisa, dramática, la sujeto del texto, registra la ciudad desde su cuerpo de actriz y voyeur, testigo de la historia psicótica y cruel de un país que como ella, no puede mirar su pasado sin herirse, sin miedo, sin pensar que va a reeditarse, de diferentes formas, pero que está vivo, latiendo con su historia y su histeria, fluyendo narcotizado, enfermo, impreciso como un libro lleno de emisiones sin envío, de envíos sin respuesta, de huellas aún no vueltas a recorrer, de historias no pensadas siquiera en restaurar.
Poesía alegórica del país y su debilidad y su fuerza en la tormenta de los últimos años, el texto es la cicatriz que lo repasa sin piedad en una arqueología que precisa hundirse en el barrial del margen para emerger sin sorpresa como un/ a testigo inclemente y real.
Noviembre de 2011.