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CALAMINA O EL TECHO -NADA PRECARIO- DE LA POESIA

Por Mariela Dreyfus


Texto leído en la presentación del libro de poemas Calamina (Santiago, La calabaza del diablo, 2014) de Gladys González.
El evento tuvo lugar en el sótano de la librería McNally-Jackson del Soho, Nueva York, el 29 de mayo del 2015.

 


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Gladys González (Santiago de Chile, 1981) aparece muy joven a finales de siglo pasado en el panorama de la poesía chilena. Desde entonces mantiene una consistencia admirable en su ritmo de producción; sus libros de poesía publicados hasta este momento son: Papelitos (2002, 2003); Gran Avenida (2004); Aire quemado (2009); Hospicio (2010); Vidrio molido (2011), y Calamina, el libro que nos ocupa, 2014. En todos los casos, se trata de conjuntos más bien breves y perfectamente tramados, de modo que se pueden leer -de hecho se leen-, como un solo discurso, un solo poema largo, en el fondo, disfrazado de secciones.

La concisión verbal de González, su apelación a un lenguaje que se inclina hacia la transparencia, va de la mano con el uso de formas poéticas breves, apretadas casi, nudos de sentido donde reverberan la misma mirada y las mismas preguntas clave. El lugar de los cuerpos, la manera de mostrarlos en toda su fragilidad, en su hábitat regular ubicado en zonas marginales colindantes con el peligro, es un tema y hasta una obsesión en la poesía de González, por ejemplo. Sus poemas iluminan también, visibilizan, nuevas formas de experimentar las relaciones interpersonales; de algún modo se arriesgan a proponer otros modos de vivir la comunidad.

El intento de González en este libro por revelar esas zonas ocultas del transcurrir cotidiano se intuye desde el epígrafe mismo de Ximena Rivera que lee: “es probable que lo irreparable / continuamente aplastado / salte detrás de nosotros / con esa necesidad que tiene / de imprecarnos con dureza”. Dos rasgos caracterizan el marco escénico donde van a proyectarse en adelante esas tomas veladas que de pronto saltan a ocupar un lugar privilegiado en la pantalla, en definidos –y definitivos- primeros planos: la precariedad y la intemperie, agua de lluvia por todos lados, delineando en su fluir una amenaza. El lugar de los hechos es una bahía, así descrita en el segundo poema de la serie, “Pequeños espacios”: “los caminos de la bahía / llevan a pequeños espacios del dolor / que permanecen silenciosos” (13).

Algo muy entrañable se gesta al interior de esas casas de calamina de la bahía. El dolor existe pero también el calor, la casa es refugio-madre-útero, allí los cuerpos tienen todavía el poder de abrigarse pegados uno junto al otro bajo una misma frazada, a la luz de una vela puesta sobre una botella azul de licor cubierta, por toda pantalla, con un cono de papel periódico. Como en un bodegón decimonónico, la pobreza se vive con la misma dignidad de una acuarela de Van Gogh. Es magistral el modo en que el ojo de González ingresa y nos recrea esos espacios minimalistas de lo íntimo, a punto de rasgarse la tela que sostiene al núcleo familiar por sentimientos tan encontrados como el deseo, la solidaridad, la compasión. Parafraseando el título de un poemario de mi paisano Abelardo Sánchez León, es posible decir que en la marmita poética de González, en este momento de su trayecto llamado Calaminas, en cierto modo se fraguan Poemas y ventanas cerradas, se recrean escenas que ocurren: “cuando las puertas de las habitaciones / se cierran / y todos comparten / ese pequeño mundo cálido / del amor / de la fidelidad / me encierro en mi cuarto / y pienso / si alguna vez / me tocará algo / de esa luz anaranjada / bajo la puerta”, como en este pasaje del poema titulado justamente “Habitaciones” (15).

He hablado de escenas para referirme a la poesía de Gladys González, he mencionado espacios, iluminación, primeros planos, el ojo-cámara que viaja por entre los recovecos de una habitación con camas en desorden, olor denso. He hablado como quien habla del cine y del teatro, de la mirada y de la voz. Y es que en la poesía de González, esa mirada intimista sobre seres y objetos, tan cara a la configuración de su universo poético, es fundamental también para delinear y definir su voz. La mirada que se posa en el detalle –un pliegue, un ángulo- es siempre cálida, delicada, cómplice. Con atención registra instantes claves de la vida conyugal –y comunal- a la orilla del mar, los habitantes protegidos por materiales precarios, como esa lámina de latón a la que se alude en el título del libro.

La voz por su parte no es objetiva, de facto; no ejerce un punto de vista fijo sino que más bien escamotea con gracia toda obviedad. Tampoco juzga ni prejuzga; no hay palabras que no sean otras que las del decir poético, aquellas que convierten en belleza el peso de la vida en las barracas. En suma, es una voz que se detiene y entretiene en recrearnos esa suerte de jirones de conversación que son también los poemas, fragmentos de una experiencia que nace de por sí torcida, como los cerros que rodean la bahía, o dislocada, recortada del centro, outsider.

Calamina, vocablo que viene del latín vulgar, a su vez derivado de cadmea en el latín culto. Alude a esa aleación metálica de zinc, plomo y estaño, que se usa como material para la construcción de viviendas de bajo coste, con planchas corrugadas que hacen –pueden hacer- las veces de paredes o techos. Lo menciono porque me interesa también en este libro el método de construcción, es decir, el modo en que González amalgama sus materiales, va organizando las imágenes de su saga como si fuesen fragmentos o tomas de un film que poco a poco se articula. Esta presentación fragmentaria, de a pocos, coadyuva a generar una tensión que avanza in crescendo y se desplaza de los exteriores marítimos de la bahía innombrada al centro mismo del hogar. Conforme se descorren esos visillos que más bien son cortinas hechas de una tela barata de flores o quizás incluso de un plástico color celeste, el panorama se desgaja aún más, los materiales se vuelven trazos, o más bien “retazos”, como lee este otro pasaje del poema “Habitaciones”: “suspiro hondo / y lo que escribo / parecen retazos de algo desconocido / que pretendo intuir / dibujando en el vaho de mi reflejo / que va atravesando / en medio de la noche / los túneles iluminados / de la ciudad” (16).

Estas porciones de realidad que nos regala González a un ritmo incesante, con una dicción precisa y luminosa, son quince en total; quince poemas a veces cortos, otras dando la vuelta a la página, conservan todos la misma forma: títulos en mayúsculas, seguidos de versos en general angostos, alineados uno tras otro sin usar mayúscula alguna, puntuación alguna tampoco de principio a fin; lo más que concede la autora a favor de la coherencia interna es la división en estrofas, si acaso.

Como en intensos flashes, cuidando el juego de contrastes con exactitud de relojero, los poemas de Calamina nos invitan y llevan también a un vaivén emocional que es como el ciclo de las mareas. De la melancolía a la celebración, esta voz o concierto de voces recorre la gama de sensaciones con las que se va tramando una vida, un puñado de vidas sobre la cruda tierra. En esta intención de registrar los climas no sólo geográficos sino afectivos en la costa del Pacífico sur, la desnudez de su experiencia que bordea los extremos, los poemas de González, ciertos pasajes o versos, logran tocar con intensidad dramática ciertas fibras de la emoción, de la empatía, -y cito del poema “Urgencias”: “olvidar el sabor amargo / de un invierno pobre, oscuro y frío / congelado como una postal / entre los recuerdos de la bahía” (30).

A diferencia de lo que ocurre en el teatro brechtiano, estos gestos no nos distancian de los hechos sino que más bien provocan en nosotros, en mí al menos, ganas de darles a esos pobladores un abrazo “emocionada, qué más da, emocionada” (esto es Vallejo). Abrazo entonces a Gladys González, bajo este sólido techo de la McNally’s, le doy la bienvenida y agradezco su presencia en el cielo de la poesía en nuestra lengua.



 


 

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"Calamina" o el techo -nada precario- de la poesía.
Por Mariela Dreyfus