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La vida y el afán de forma. Sobre Pequeñas cosas de Gladys González

Por Ismael Gavilán
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En la convulsa, fragmentada y esquiva escena poética chilena de principios de siglo, cuando irrumpe intensa y polémica una generación de jóvenes autores que concibe como suya la vieja y novedosa exigencia de aunar vida y poesía –donde al parecer no basta el poema como condensación experiencial, sino como una explosión de lenguaje que pretende dejar caduca toda forma en aras de una singularidad vivencial- se hace imperioso invocar el instante y su rebelión contra todo aquello que huela a sistematización, categorización o equilibrio. La poesía como discurso juvenil, rupturista y disconforme. Menos una poesía de la experiencia que de una protesta por poseerla.

En esta escena la figura de Gladys González (Santiago, 1981) aparece con un vigor retórico e imaginativo personalísimo, siendo ella misma desde el principio: una efigie y una manera de mostrar la poesía en un maridaje indistinto que vuelve, en apariencia, difícil separar una de la otra. Sin duda que todo ejercicio poético que se precie -al menos desde que el poeta moderno posee autoconciencia en tanto sujeto adscrito a una construcción simbólica de sí mismo en la debacle de su contexto- inventa o al menos posibilita la construcción de su propio mito, de su propio relato mítico bajo las premisas epocales que le subyugan o provocan, no tanto para complacer o quedar en paz con esas mismas premisas, sino para criticarlas, subvertirlas o, simplemente, padecerlas en protesta por la ausencia destructiva de lo que la memoria guarda fragmentaria, ya como pérdida paradisiaca, ya como nostalgia infernal. Si pensamos que ese relato mítico es una elaboración figurada, de cariz alegórico alrededor de algún acontecimiento o asimismo un sujeto que aglutina tanto elementos originarios de la realidad como otros procedentes del imaginario colectivo, puede tal vez comprenderse la poesía de Gladys González –como lo ha señalado la crítica de Cristian Gómez, Lorena Amaro y Martina Bortignon cuyos trabajos, a mi parecer, constituyen lo más perspicaz que se ha escrito respecto de esta poeta- como una sugerente elaboración de un mito personal que combina elementos biográficos, ficticios e imaginados en una densa trama textual que hace de la  personae  de sus poemas un sugestivo protagonista que, de alguna manera, se adjudica registros de malditismo y una sensibilidad urbana muy característica.

Es así que, en una primera lectura, aquella  personae  sin duda establece concordancias temáticas, espaciales y hasta verbales con buena parte de lo escrito por los poetas de su misma hornada. En este sentido la poesía de Gladys González, como la de sus congéneres, pone el foco de su atención en el descalabro del paisaje urbano en tanto analogía del descalabro personal, obteniendo así lo mejor de sus logros expresivos. Y si bien aquello es rastreable para cualquier lector que efectúe un ejercicio antológico de los poemas habidos entre 2000 y 2010 -por poner un marco temporal arbitrario, pero reconocible-, esa aseveración podría haberse dicho de muchos/as jóvenes poetas de aquellos plazos sin mayor distinción y menos con alguna especial diferenciación. ¿Leemos entonces para constatar un sentir epocal –el Chile de principios del siglo XXI-?, ¿acaso como prematuro adiestramiento arqueológico de una pretendida sociología juvenil devenida, hoy por hoy, mera documentación, “fuente”, “texto etnográfico” y, con ello, pasto para análisis culturalistas o sociológicos?, ¿cómo volver entonces a leer la poesía de un instante que registra a ese mismo instante sin hacer caducar sus referencias? Creo que la singularidad de la escritura de González, con el correr de los años, en vez de difuminarse, se ha consolidado de manera tal que mencionar su nombre y sus poemas implica, por antonomasia, referirse menos a esa personae que habita lo mejor de su escritura que a un estilo, a una forma, a un modo de aprehender el lenguaje y hacerlo brillar en la opacidad de las tragedias íntimas y hasta mínimas que hacen del cotidiano una ordalía de sobrevivencia en esta poesía.

Es por eso que la publicación en 2015 de  Pequeñas cosas  bajo el sello Libros del Cardo, viene a ser no tanto una recopilación total de los poemas de Gladys González –sus  collected poems- ni tampoco una simple reedición de  Vidrio Molido, volumen que en 2011 nos otorgó una primera recopilación de sus poemas, sino un acontecimiento significativo para la bibliografía de González y, por añadidura, para su aprehensión lectora que nos ha permitido apreciarla en sus particulares matices de sentido. En  Pequeñas cosas  no solo se reúnen los poemas de Gran Avenida  (2005), Aire Quemado  (2009) y  Hospicio (2011), sino también se agrega el último breve volumen publicado en 2014,  Calamina. Dada la escasez casi secreta de  Vidrio Molido, la presente edición era más que necesaria: se volvía urgente.

Recorrer las páginas de  Pequeñas cosas  es recorrer por un lado, una especie de biografía ficcional de una personae  enmarcada en una estética de la precariedad que nos insta a contemplar espacios, acciones y, sobre todo, peculiaridades de un sentir que no podemos identificar sin más como “urbano” o “citadino” entre avenidas alumbradas con luces de neón, bares extraviados, veloces e inciertos viajes de madrugada en taxis casi fantasmales o viejos wurlitzers como mudos y anacrónicos testigos de un abandono cruel y melancólico: espacios, seres y enseres que dibujan una trama lacerante y juvenil, pero también de cierto esteticismo  décadent  que a ratos evoca una herencia simbolista o aún modernista a lo Paul Verlaine o Pedro Antonio González, pero sin aquel glamour del prestigio arrumbado de querer saberse a sí mismo un discurso literario. En los poemas de  Pequeñas cosas  la realidad, al menos en sus manifestaciones más álgidas, quebradas o afligidas, se ha vuelto fiera y no desea, paradójicamente, ser identificada como ficcional, sino que, por el hecho mismo de plasmar los crueles recovecos de lo real, desea mostrársenos como una experiencia de primera mano donde el abandono, la soledad, el dolor y la muerte se convierten en un gesto que nos indica lo brutal de la vida que atrapa, pero que también engolosina con su vértigo. Poemas como “Trozos de mercurio”, “La chica más linda”, “Pavimento”, “Manual de instrucciones”, “Vidrio molido”, entre un puñado de textos tomados al azar, muestran ese vaivén que poseen los espacios de la noche como ángeles tutelares de la desolación, donde al parecer toda inocencia ha caducado, todo arraigo se ha desvanecido y donde la  personae  que habla, transita y padece, muestra un pertinaz espíritu autorreferente en su asunción sacrificial del dolor propio y ajeno. Una buena parte de la crítica que ha abordado la poesía de Gladys González ha hecho énfasis en algunos de los aspectos recién enumerados. Y ciertamente el vigor de su plasmación verbal ha hecho también que esta poesía sea admirada, leída y vista como una referencia relevante de lo escrito en los últimos quince años en nuestra escena poética nacional. Tal es su poder evocador y la sugestión de su retórica, tan privativa.

Pero por otro lado y de modo simultáneo a todo esto, pocas veces nos detenemos como lectores a apreciar las cualidades no solo evocadoras de significados posibles que esta poesía nos propone. Me refiero especialmente al modo en que somos capaces de desentrañar, aún en mínima medida, la configuración material con que esta poesía logra sus triunfos expresivos más relevantes. Es indudable que al leer lo mejor de  Pequeñas cosas  asistimos al modo en que esa misma biografía ficcional que tanto nos atrae con su empatía, avatares y vivencias se articula feliz de poema en poema y de palabra en palabra, encarnando un lenguaje que se acera sutil en estocadas cada vez más punzantes con un delgado, pero filoso arsenal lingüístico que no sólo representa a esa estética de la precariedad antes enunciada y que, ciertamente, anhela mentar la vida a través de la experiencia, sino que se manifiesta como tal en un manejo de lenguaje que posee una sabiduría rara vez vista en la poesía chilena actual.

Vida y lenguaje son inseparables: uno es al otro como el cuerpo al espíritu, como la voz a la boca, como el sonido a los oídos. En poesía aquello es de Perogrullo, pero a veces olvidamos aquel lugar común tan redundante y sin embargo primordial. Como nos recuerda Wittgenstein “imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida”. Y las formas de vida, imaginadas en  Pequeñas cosas, son posibles en tanto el lenguaje con que aparecen adquiere densidad y configuración por la propia virtud de su enunciado. Si leemos solo a nivel léxico, por ejemplo, los poemas de este libro reflejan una austeridad como pocos. Rara vez aparecen sustantivos imaginarios o abstractos, por el contrario la primacía la constituyen aquellos sustantivos que muestran una materialidad explícita y convincente: botellas, cenizas, agua, cama, calle, vidrio, acera, huesos, escarcha, ampolleta, mesas, noche, llave, navaja, calamina, papel, etc. Por otro lado las eventuales familias semánticas que pueden rastrearse en los poemas permiten deducir ámbitos de cierta inmediatez documental, sin duda, pero también una pasión por los objetos, por los pequeños objetos cotidianos que forman parte sustancial de la peculiaridad del poema según el caso. Una especie de minimalismo si se desea, pero no con el afán de mostrar al objeto en sus coordenadas a modo de una preciosista naturaleza muerta. En absoluto. Esto permite, asimismo, apreciar una diferenciación radical respecto a los usos que una poeta como Gladys Gonzales hace del lenguaje: su proceder se encuentra en las antípodas de cualquier “redentorismo” o anhelo mesiánico. Las grandes palabras –aquellas cargadas por la historia y el deseo- se muestran esquivas en esta poesía. La grandilocuencia extática es ajena a los procedimientos que vuelven únicos a los poemas de  Pequeñas cosas. Más aún en esta poesía las cosas, los enseres cotidianos mentados en lo sustancial por palabras conocidas y tenues, tienen como fin mostrar una humanidad cercana y asequible en su dolor, humanidad que nunca se halla ajena a un sentir derivativo y mucho menos autónomo: en estos poemas la expresión verbal no se regodea en sí misma, está siempre acompañando, circunscribiendo, señalando o indicando los límites de la experiencia, permitiendo más bien que ella se plasme como real pues no existiría fuera de las palabras. Ahora bien, esta condición, desde otra perspectiva, evidencia algo muy llamativo: la maestría de la adjetivación que nunca exalta hacia horizontes irreales al referente al que caracteriza. Esto me parece singular, pues esta poesía hace de la economía metafórica una de sus riquezas expresivas más certeras: la vida puede ser “tranquila”, el espejo puede estar “empañado”, el temblor de la piel ser “intermitente”, la habitación estar “vacía”, el rostro humano ser “brillante”, la cama estar “tiznada”, etc. Estamos lejos de la afectación verbal que atraviesa a una parte no insignificante de nuestra poesía en su afán de mostrar, en su patetismo, el fantasma de la verosimilitud. De aquel modo,  Pequeñas cosas  carece de una retórica estentórea que se habría tentado con gestos altisonantes si hubiese deseado hacer de una sintaxis abultada o resquebrajada su expresión primordial. Acá, menos es más como en toda poesía genuina y de hábil fuerza vital.

Sin duda a nivel léxico, semántico y adjetival, la poesía de Gladys González trabaja con conciencia fina y puntillosa: su forma de verbalizar también asume como consecuencia una elección cuidadosa de las acciones que configuran su mundo. En el mundo de  Pequeñas cosas, lo que acontece es muy puntual, los verbos que se reiteran una y otra vez indican, la mayoría de las ocasiones, una acción contemplativa, pero para nada pasiva en su accionar: “observo”, “sentada”, “espero”, “respiro”, “dibujo”, “veo”, “busco”, “escondo”, “oigo”, “deseo”, “pienso”. Por un lado, son verbos adscritos a un sujeto que habita por lo general el poema como su protagonista. En otras ocasiones advertimos verbos que personalizan la materialidad de los espacios. Así hay “habitaciones”, “bares”, “patios”, “casas” o espacios interiores indefinidos donde la acción descansa en la caracterización de esos mismos espacios atribuyéndoles dinamismo o expectación.

Me parece que todo lo anterior es relevante para un lector que desea navegar en la interioridad de los poemas que lee. Pero no se trata de hacer meras enumeraciones a nivel morfológico. Aquello es puro pretexto para indagar con un poco más de fundamento la voluntad constructiva de estos poemas. Y cuando me refiero a eso, pienso sobre todo en la versificación que articula  Pequeñas cosas, pues el material con que trabaja nos permite apreciar el tipo de verso que elabora: un verso breve que rara vez supera el endecasílabo, en el que tenemos una alternancia interesante entre versos solitarios en frases autónomas con un sentido completo y el uso reiterado del encabalgamiento, característica que permite hilar un ritmo que se desenvuelve llano, incluso pulcro, con pocos ripios y que seduce con su música conversacional para nada fatigosa y carente de pretensiones naturalistas –la tentatio de reproducir el “habla” para marcar un énfasis que muy rara vez funciona como un procedimiento eficaz-. Acá no encontraremos nunca voces tomadas del “natural”; todo lo contrario, hay una artesanía versicular que, si bien es cierto, no rememora la tradición más convencional del verso medido, hace del ritmo de la voz su flujo sinuoso, donde cada palabra y cada adjetivo posee una tarea específica, una función rítmica y alusiva. Esa misma función permite apreciar que en buena parte de estos poemas nada sobra o muy escasamente, por omisión, pero nunca por la expresión desmedida. Leer en voz alta los poemas de  Pequeñas cosas  es un ejercicio que se vuelve fundamental. Cada verso en su cesura pone sus propios límites, sus propias fronteras, no solo léxicas, sino también de sentido y eso contribuye a no asfixiarse con la carencia de signos de puntuación. Lo que en la métrica tradicional es la sílaba y el acento, en poemas de verso “libre” como estos es la peculiaridad rítmica de las palabras en su concatenación del fraseo junto a su orden acentual. Para apreciar lo anterior, debemos aprender a conocer lo importante de la enseñanza del blues en la poesía de Gladys González, pues no es un añadido gratuito o un mero marco “cultural”: es más bien una parte fundamental de sus recursos para entender los recovecos menos evidentes de su escritura. Por ello, oír a Ella Fitzgerald o a Billie Holliday nos indicaría el camino hacia la comprensión del significante de esta poesía. Su materialidad fónica no es mera reproducción, es una reminiscencia de atmósferas y de ese sentir tan caro a una sensibilidad melancólica –es decir pensativa y sufriente- que los alemanes tan magistralmente denominaron como sehnsucht.

Creo que lo más valioso de la poesía de Gladys González es que aborda esta sensibilidad como solo ella sabe hacerlo: en sordina, como un sutil bosquejo, pero con detenimiento y maestría. Así, una poesía como la de  Pequeñas cosas  no es relevante por solo evocar una situación epocal que se explicita gracias a sus referentes, sean estos históricos, sociales o circunstanciales, sino también es significativa por su propio modo de decir, por su peculiar modo de enunciar. Tal como lo quería Lukács, la vida es forma en tanto se quiere como arte; así la poesía de Gladys González es forma en grado sumo, voluntad constructiva, pero también evocativa. Y eso, sin duda, la diferencia, enhorabuena, de parte relevante de su generación.


Quilpué, otoño de 2016



 



 

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