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“Calamina” de Gladys González
Santiago: Libros La Calabaza del Diablo, 2014
Por Alida Mayne-Nicholls Verdi
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La palabra calamina gatilla muchas cosas en mí; es más que un despertar de recuerdos. De partida me lleva de regreso a mi infancia en Iquique, al sabor salado, al color del óxido, a crecer en un lugar que parece antiguo o de plano viejo, agujereado, tal como las calaminas que no solo cubrían techos, sino que eran también paredes, un material ubicuo. Por eso, cuando vi el título del nuevo poemario de Gladys González y esa portada con la calamina que parece extenderse más allá de los límites de la hoja, ese conjunto de sensaciones, recuerdos, estímulos, volvieron a mí. Solo que no se trata de Iquique, sino de Valparaíso. Y al leer los versos de Calamina hoy, después de ver los cerros arder, solo puedo pensar en la intensidad de la poesía, de sus imágenes y su crítica, de la capacidad de ver más allá de los materiales oxidados.
Desde el epígrafe, el poemario es inquietante: “es probable que lo irreparable / continuamente aplastado / salte delante de nosotros / con esa necesidad que tiene / de imprecarnos con dureza”, tomado de Ximena Rivera. Nos sitúa de inmediato en el tono del poemario: el puerto que allí encontraremos no es una postal, tampoco una atracción para turistas. Lo dice claramente el primer poema, “Nocturno de bahía”: “los cerros / parecen un parque de diversiones / torcido / interminable / lejano”; parece, pero no lo es. Si desde la distancia –física, geográfica, cultural, afectiva- pensamos en el puerto como un parque temático, Gladys González nos conduce tras los viejos techos de calamina a ver lo que hay detrás de las apariencias.
El recorrido por el que nos conduce Gladys, es a través de poemas breves, de versos muy cortos, que muchas veces parecen insinuar más que afirmar; o bien, permiten darnos cuenta de que la existencia no se agota en discursos, sino en pocas palabras bien encontradas. Hasta el momento, parece desgarrador, pero lo hermoso es que detrás de las calaminas, hay luces encendidas, hay vida, un “pequeño mundo cálido” que la voz poética desea poder compartir también. Su añoranza nos hace ver que la hablante vive un exilio interior, y que también hay distintos tipos de exilio, como el de esta zona irreparable y aplastada; aunque una espera que pueda ser más que reparada, porque esa palabra –más aún ante las presentes circunstancias- suena insuficiente.
Es extraño cómo algunos de los poemas hacen pensar en los cerros devastados, como “Insomnio”, la imposibilidad de conciliar el sueño, porque no hay paz; pero el poema llama a encontrar el hogar en la gente: “antes de dormir / ella escribe en su oído eres mi casa”; dulces versos. En ese sentido, las calaminas de Gladys González no quieren conformarse. Si por un lado la hablante dice que “todo lo que he ido encontrando / va quedando atrás / murallas craqueladas / que se desploman / mientras avanzo”; también hay un deseo puesto en el después: “y despierto en las mañanas / con deseos de que el invierno / pase pronto / para recostarme en la playa / bajo el sol / con los ojos cerrados / sintiendo el calor de la brisa”. Por supuesto, este invierno –el de los versos y el poemario, también el de los cerros- no tiene que ver con una estación de tres meses de duración; el invierno es más grave y más profundo; y dejarlo atrás es más difícil, pero también más urgente.