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Calamina
Calamina, de Gladys González. La Calabaza del Diablo. Santiago, 2014
Por José Luis Bobadilla
http://mulablanca.com/calamina/
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No me parece que exista en la actualidad una poesía más saludable que la que se escribe en Chile. Esto se debe sin duda a varias razones. La primera, su larga y variada tradición, que al menos en el siglo XX se ha desplegado con firmeza y propuestas diversas. En el inicio, por ejemplo, está Altazor de Vicente Huidobro, pero también la obras de Pablo de Rokha y Pablo Neruda. Residencia en la tierra, o los apartados “Alturas de Machu Picchu” y “Que despierte el leñador” del Canto general, son sin duda monumentos infranqueables para la literatura en lengua española. Como una respuesta a lo anterior apareció la obra de Nicanor Parra, quien introdujo la ironía, la contención, el mundo popular, la lengua hablada, en medio de un territorio sembrado de seriedad y proliferación. Luego llegaron otros poetas que abrevaron de todo lo anterior y lo expandieron. Entre ellos están Gonzalo Rojas, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Gonzalo Millán, y más recientemente la obras de ruptura de Juan Luis Martínez y Raúl Zurita.
Con un pasado así, resulta sorprendente que los jóvenes no se hayan sentido aplastados y hayan continuado con propuestas nuevas. Grupos como el del Foro de Escritores impulsado por Martín Gubbins y Felipe Cussen, o el grupo de la poesía Novísima de Héctor Hernández Montecinos y Paula Ilabaca, son solamente una muestra de un territorio más vasto en donde coinciden la poesía escrita, sonora y visual, además del intercambio de todas estas experiencias con otras disciplinas humanas. Hay en la poesía chilena un componente de rebeldía que resulta del todo necesario para dar continuidad a un proceso que evidentemente no quiere cerrarse.
Lo anterior es posible, y es otra razón más de la salud de la poesía chilena, a que este país ha logrado hacer circular poemas por todos los medios posibles, desde los más novedosos y próximos a las tecnologías de avanzada, hasta las vías más antiguas y convencionales. Existen muchas editoriales chilenas, independientes e institucionales, que se agrupan para promover a sus autores. Estas asociaciones no son ingenuas. Por el contrario, se han planteado infinidad de preguntas y han buscado resolver su existencia y necesidad, como puede notarse en el libro Encuentro chileno de editoriales independientes. Propósitos y experiencias (Inubicalistas, Valparaíso, 2013) que reúne las opiniones de veintitrés editores, casi todos ellos autores también.
Pero el tema principal de este texto no es la poesía chilena en general sino específicamente la que escribe Gladys González (Santiago, 1981). Su obra hasta el momento es breve y sus poemas contenidos. Ha publicado Gran Avenida, Aire Quemado y Hospicio, libros que posteriormente se reunieron en otro, Vidrio molido, que representa una especie de trilogía. Muy recientemente apareció Calamina, su último libro. Al igual que los anteriores es apenas un puñado de poemas. Algo que particularmente valoro, pues esto acusa la intención de publicar salvo lo necesario.
La calamina es una aleación de cinc, plomo y estaño. Al parecer, a pesar de su resistencia, este material es también relativamente flexible. La calamina es la lámina con la que muchas casas pobres se arman. Todos la conocemos, la hemos visto oxidada y para que esto suceda, el viento y la lluvia deben actuar sobre ella. Tomando esto en cuenta, el título nos sugiere ya un ambiente, no es, desde luego, el de grandes residencias, centros comerciales o edificios de departamentos. Los poemas de Calamina, se ambientan en espacios ruinosos y apagados, lo que podría caer en la denuncia. Sin embargo, González contiene meticulosamente sus intenciones, a través de un lenguaje templado como sucede en este poema que de algún modo evoca otro, “El bicho” de Manuel Bandeira:
Pequeños espacios
Los caminos de la bahía
llevan a pequeños espacios de dolor
que permanecen silenciosos
un hombre
está tirado en el suelo
como un animal destripado
los pantalones abajo
sus genitales congelándose en la lluvia
un perro sostiene su cabeza
como si de ese hombre alcoholizado
dependiera su mundo
Como puede notarse, el tratamiento es el que podría haber intentado William Carlos Williams. Hay aparentemente una descripción, pocas palabras, una imagen delineada, sin embargo, el poema resulta conmovedor porque esa imagen es la de un hombre “abandonado”, que de un modo oscuro nos invoca a todos los hombres. Es un “animal destripado”, tan desprotegido como el perro, otro animal, que lo acompaña. Al final, el mundo está lleno de seres vivos frágiles, rotos, solos.
El tratamiento del poema anterior no es mismo de otros incluidos en Calamina. A pesar de sus pocas páginas, apenas treinta y dos que reúnen quince poemas, los recursos son distintos, aunque poseen el mismo lenguaje controlado, silencioso, como sucede en estas líneas de “Orquídeas”, en donde una voz en primera persona cuenta que encuentra una vieja carta no leída. Esta vez la imagen no viene de algo que vemos a quemarropa, si no de algo que se evoca. Nos enteramos, por ejemplo, que hubo una mudanza: “orquídeas desvanecidas / que cubrían los recuerdos de mi ausencia / luego de la mudanza // la escalera sin vida / la ropa interior bajo la almohada / tus viajes, el murmullo del bosque / el frío de la montaña // me decías que me amabas / que era tu niña / que aún podía volver”
El poema como todo los demás del volumen, no tiene punto final, ni otra puntuación, es una deriva, que como sucede en la vida, está sumada de experiencias, emociones, recuerdos, pensamientos, ideas, que vienen y van.