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El silencio del óxido
Calamina. Gladys González. Libros La Calabaza del Diablo. Santiago, 2014
Por Lorena Amaro
http://60watts.cl/2014/03/
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Quizá ya resulte una convención hablar de la escritura como tauromaquia, pero no me ha parecido mal, para abrir esta reflexión sobre la poesía de Gladys, recordar unas palabras de Michel Leiris, palabras escritas en vísperas de guerra: “lo que sucede en el ámbito de la escritura, ¿no está desprovisto de valor si sólo se limita a lo ‘estético’, anodino y falto de juicio, si en el hecho de escribir una obra no hay nada que sea equivalente (…) a lo que el cuerno acerado del toro es para el torero, única realidad que –a causa de la amenaza material que conlleva- da una dimensión humana a su arte…?” . Leiris soñaba con introducir al menos la sombra de ese cuerno de toro en sus palabras. Yo creo haber visto esa sombra en la escritura de Gladys González, una escritura confrontada desde su primer poemario con el enorme dolor del mundo. Un dolor trasvasijado en su poesía, a través de figuras marcadas, tatuadas u ovilladas –“soy un trozo de carbón / ovillado y ardiendo”, dice el poema “Vidrio molido”- pero como en ese poema, éstas son figuras que levantan la cabeza. Los poemas de Gladys desafían con gesto brutal la realidad, husmeando en paraderos “iluminados a ratos”, con claridad quirúrgica, la pobreza, y lo que ocurre con y entre los cuerpos en esa pobreza que es, sobre todo, simbólica.
Libro a libro va tallando, Gladys, los cuerpos de la tragedia. Tauromaquia y también, tanatografía en que persiste la imagen de una o varias mujeres: “la chica más linda de la fiesta / tiene una bolsa plástica en la cabeza / marcas de tinta en los dedos / sus huellas digitales / en toda la ciudad”, escribe en Gran Avenida. Y en Aire quemado: “no te quiero muerta / no te quiero / tirada en la calle / con la ropa interior / en las rodillas / las medias rotas / alrededor de tu cuello / amarradas / a un alumbrado público”. Y este último cuerpo, que se instala, enigmático, en el poema “Urgencias”, casi en el cierre del libro que presentamos hoy, Calamina: “la sirena de una ambulancia / un auto / un cuerpo mojado / envuelto en frazadas / un pasillo de urgencias médicas / una camilla / el estado de turbación / de la mente por días / las sondas que atizan / el desierto de un estómago / la flora intestinal / pudriendo las pastillas / los malos sueños…”. La imagen persistente de un cuerpo extenuado, casi siempre la prefiguración de un cadáver, da nueva significación a la muerta bella y su ciclo poético, ofreciéndonos otra vista, la que puede tener el torero ante la proximidad de la cornada.
Sin embargo, los cuerpos hacen en este poemario un ingreso muy distinto al que hay en los libros anteriores de Gladys. Hace ya once años, en Gran Avenida, ella inauguraba su mundo poético nada menos que con un deíctico: “aquí”: “aquí no hay glamour / ni bares franceses para escritores”, decía el poema “Paraíso”, para dar inicio al recorrido de su propia comedia, una que transcurre entre cabezas de cerdo, paraderos, taxis, penumbras de la calle, una comedia de amor mínima y cruel. Si les propongo que recordemos lo que entonces escribió, y ese detalle, ese aquí que situaba un yo en el memorable lugar que “no es el paraíso ni el anteparaíso”, es porque hoy Gladys nos presenta este conjunto de poemas, Calamina, en que el arribo a los cuerpos y la subjetividad tramada en ellos se hace, por el contrario, muy lentamente, como si las palabras avanzaran abriendo el paisaje, un paisaje que se encuentra no “aquí”, sino allá, en la distancia, en los cerros de la bahía, imagen inaugural de este nuevo texto: “los cerros / parecen un parque de diversiones / torcido / interminable / lejano”. La distancia es uno de los argumentos centrales de la nueva historia que nos cuenta Gladys, distancia que se vence a fuerza de fijar la mirada.
Por otra parte, cuando se publicó Vidrio molido, libro que reúne los poemarios Gran Avenida, Aire quemadoy Hospicio, se puso atención a cómo Gladys González gestaba en esos textos las fisuras de un cuerpo y los espacios habitados por él. Espacios que no son marginales, porque, como bien dice Magda Sepúlveda, “no hay mendigos, ni prostitutas, sino jóvenes de clase media (…) que no son aspiracionales” (Ciudad Quiltra). Por su parte, Eugenia Brito ha escrito sobre “lo rebelde, lo minoritario, lo punk y callejero” en esta poesía, porque efectivamente en ella se pone de relieve una forma de subjetividad que encuentra su proyección y se resiste a los modelos identitarios fijados por el neoliberalismo, desde la dureza de una voz muy particularizada. Pero en Calamina, en un giro que comienzo a advertir en el poemario Hospicio, la exploración de lo real se aguza, la observación ya no se ancla en un sujeto o una historia individual sino hasta los últimos poemas, como si el ingresar en la zona muda de la intimidad tuviera que ser, por fuerza, un viaje. Y es a ese viaje al que nos invita Gladys, en este poemario en que incluso la imagen de la portada nos convida a despojarnos de la figura humana. Del cuerpo, de la juventud, de la rebeldía. Con estos poemas, Gladys rasca la calamina de un paisaje ajeno, la bahía, el puerto, hasta hacerla brillar, rojiza, en su desgaste, en su calamidad. El de Gladys González es, aquí, un trabajo de observación, que comparo con el quehacer de algunos audiovisualistas contemporáneos: la voz poética nos invita a mirar detenidamente las escenas de un mundo más despojado y hostil que aquel que describiera en Gran Avenida, en una poesía que, a mi modo de ver, ya no será leída como “juvenil” o femenina, formas de leer que me parecen necesarias, pero que pueden limitar, acaso, la forma de pensar esta poesía.
Georges Perec, que era, lo sabemos, un escritor muy burgués, escribió: “Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse”. La poesía de Gladys, en cambio, nos muestra que vivir puede ser un deambular permanentemente en el infierno del exilio afectivo y la precariedad social, y que se aprende a estar allí, precisamente, golpeándose. A centímetros del cuerno de toro. Aceptando y reabriendo las heridas. Y esto es lo que poetiza, observando, desde un lugar que es todos y ninguno. Leo, de “Pequeños espacios”: “un hombre / está tirado en el suelo / como un animal destripado / los pantalones abajo / sus genitales congelándose en la lluvia / un perro sostiene su cabeza / como si de ese hombre alcoholizado / dependiera su mundo”. El hombre y su perro conforman una familia en el mundo de Calamina, poemario que se erige precisamente sobre la ausencia de hogar, y aquí cito, de distintos poemas, los lugares por los que transita: “en medio de la calle”, “entre la escalera”, “entre las cintas verticales de cinc”, “entre la muchedumbre de un mercado”, “en medio de la noche”, “entre el vuelo de las gaviotas”, “entre las nubes”, “en medio de la bruma”, “en medio de los pasillos”, “entre los recuerdos de la bahía”.
Escribe Magda Sepúlveda que el desplazamiento y la transitoriedad de los lugares son un eje de la poesía de Gladys González. Pero a diferencia de otros poemarios como Gran Avenida, en que la construcción del guión amoroso formaba parte de la crítica radical efectuada por la poeta, el espacio inscribe aquí, siempre, una ausencia. Situada del otro lado de las ventanas, la conciencia se fija en la bahía y sus sonidos y silencios. La lente de esta poesía es precisa, los momentos y espacios que capta se fijan, hipnóticos, para transmitirnos el despojamiento esencial de la soledad, desde esa vista panorámica del poema que abre el libro, un nocturno “interminable”, “lejano”, hasta llegar a la intimidad de esas “Urgencias” donde antes ya veíamos ese “… cuerpo mojado / envuelto en frazadas”. Una carta íntima cierra el ciclo de estos poemas, con palabras que invitan a un encuentro posible, que pareciera poder vencer la muerte que predomina en la escritura: “me decías que me amabas / que era tu niña / que aún podía volver”.
La transitoriedad, en este libro, se convierte en una condición singular de la existencia. Evidentemente significativa es la opción por la calamina como símbolo, material de construcción barato y precario con el que se techa un campamento, pero que en nuestro país acaba por convertirse en material permanente. La calamina es el techo del hogar y el transcurso del tiempo lo desgasta: “observo el atardecer / recostada sobre el techo / respirando la humedad de la tarde / entre el vuelo de las gaviotas / que se incendian entre las nubes / y las calaminas / secándose al sol / revelándose / en el silencio del óxido” (“Óxido”). Un material de construcción que se puede asociar con el trabajo de los propios materiales poéticos, con la palabra desgastada: “de qué sirve este oficio / de marcar el paso en los terminales / con el frío destazando los huesos / de refugiarse / en las citas de los poemas / que te hacen llorar / cuando te encuentras solo” (“Habitaciones”).
El “paisaje / de metales quemados” (“Óxido”)que describen estos poemas es el inconcebible paisaje de la transitoriedad convertida en estado permanente; su óxido refiere también a una condición existencial, que va más allá de una voz particular. Se observa en las ventanas del puerto y sus pequeñas luciérnagas o en el cuerpo que yace, frágil, en un pasillo médico, otra postal entre las muchas que figuran en Calamina, libro de postales de lo que Gladys llama “una temporada en la bahía” (“Maletas”), en alusión ahora ya no al paraíso del Dante, ni al anteparaíso de Zurita, sino al infierno de Rimbaud.
Gladys, hace unos días me enviaste la Obra reunida (Inubicalistas, 2013), de Ximena Rivera. De esa poesía escrita en el puerto tomabas el epígrafe de tu libro, un libro sobre la soledad, el afuera, esos lugares entre y en medio de. Sobre el paso del tiempo, el óxido del techo y de la palabra. Sobre la materialidad de un cuerpo yacente, quizás muerto. Los versos que escogiste de Ximena Rivera fueron éstos: “…es probable que lo irreparable / continuamente aplastado / salte delante de nosotros / con esa necesidad que tiene / de imprecarnos con dureza”. ¿Te das cuenta, Gladys? Ximena escribió también sobre el peligro de lo real, sobre su salto incontenible. Yo te quiero dar, de vuelta, otros versos de ella, muy emocionada y agradecida de que pusieras en mis manos tu poesía y también la suya. Dice Ximena: “Me gustaría hablarte, / pero antes de nombrar palabra alguna / es necesario que miremos juntos / el desierto”. El desierto, las calaminas, la bahía. En tu poesía despojada de adornos, en tu poesía despojadora, habita también, quizás, la posibilidad de ese salto del que hablaba Ximena, ese salto al vacío que es el otro.