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PENDEJADA PURA

Por Juan Manuel Vial
Suplemento Cultura, Diario La Tercera. 26 de enero de 2008



Son pocos los que han luchado tan decididamente como Gonzalo León por convertirse en un escritor de fuste. Vea usted: el hombre abandonó la ingeniería, estudió periodismo, emprendió un buen número de lecturas malditas, deambuló en calidad de zombie por las noches santiaguinas, despotricó por escrito contra otros autores, se sumergió en el mundo de las drogas, hizo apología de la borrachera y, corriendo riesgos aun mayores, habitó lugares francamente cochambrosos, en los que predominaba el desorden, la inmundicia y las cucarachas. Sin embargo, después de semejante dedicación, León todavía tiene dudas estruendosas al respecto, a juzgar por un párrafo muy decidor de Pendejo, la novela autobiográfica que acaba de publicar: “Quizás por esto no sé si hoy me gustaría ser escritor. Por el momento solamente escribo, lleno páginas, transcribo historias, que no sé si me pertenecen. ¿Las historias personales son de mi propiedad? Al parecer sí. Pero si en ellas hay más gente involucrada, ¿lo siguen siendo?”.

Según se lee en la contratapa de Pendejo, este libro sería la última parte de una trilogía que se inició con la novela Pornografíapura (2004) y continuó con Punga (2006), una recopilación de crónicas. No obstante, el valor del conjunto parece ser meramente nominal, así como casual y descuidada es la escritura de León: en Pendejo abundan las faltas de ortografía, el mal uso de las comas, la acidia narrativa, los chistecitos fomes, las inexactitudes bárbaras (Pinochet jamás fue Presidente de la República) y, sobre todo lo ya dicho, aquella actitud de adolescente maldito que ha caracterizado al autor en sus obras anteriores, pose literaria que, a estas alturas, sólo puede ser efectiva ante un auditorio de abuelitas mojigatas de provincia.

El protagonista de Pendejo, un gordo que se llama León, narra sus aventuras escolares, universitarias y profesionales desde que llegó a Viña del Mar a los tres años de edad, hasta que se mudó definitivamente a Santiago luego de haber estudiado un año Ingeniería Civil en la Universidad Federico Santa María. Una vez en la capital, León se matriculó en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, y allí, entre parranda y parranda, cursó la carrera completa y se recibió, lo cual le permitió trabajar un tiempo en revistas Apsi y Análisis, publicaciones que dejaron de requerir sus servicios con bastante prontitud, como él mismo cuenta sin pelos en la lengua. Y aquí hay un mérito literario, probablemente el único, además de la brevedad, que el lector encontrará en Pendejo: Gonzalo León tiene la capacidad y la frescura para reírse de sí mismo sin contemplaciones.

Ahora como no hay mucho más que decir acerca de Pendejo, tal vez sea útil seguir hablando de su autor. Hoy por hoy, y desde hace tiempo, León escribe una crónica dominical en La Nación, ejercicio en el que se ha ido perfeccionando hasta conseguir aciertos. Es la crónica periodística, por lo tanto, el género en donde este personaje de sí mismo se mueve con mayor comodidad; la crónica escrita al vuelo, la crónica de caminante, la crónica del observador de momentos, la crónica efímera. Y por favor no vaya el lector a creer que este reseñador está siendo irónico, puesto que hay varios colegas de León que posan de grandes cronistas, cuando la verdad sea dicha, la pluma no les da ni para anotar asientos de poca monta en su registro contable. Pendejo cuenta con un sonoro epígrafe de Enrique Lihn, que, pese a no guardar relación alguna con el contenido de la novela, sí es útil de citar ahora mismo, pues permite al lector, justo al cumplirse dos décadas de la muerte de Lihn, apreciar si en algo han cambiado las cosas aquí: “Vivir en Chile no ha sido nunca, culturalmente hablando, vivir bien; en el día de hoy significa, quizá, la ruina. Las reducciones han llegado al límite. Un solo crítico, ninguna revista, dos salas de conferencia, un lugar de reunión, nada”. La pregunta está planteada.

 

 

 

POR QUÉ ESCRIBIR UN LIBRO TITULADO PENDEJO NO ES SIEMPRE
UNA PENDEJADA

Por José Leandro Urbina

 

Gonzalo León escribió una novela corta y la bautizó Pendejo. Así nomás abre la puerta para que se cuelen todo tipo de significados que nos obligan a pensar en un rango que va desde el niño chico hasta el idiota, sin faltar su pequeña dosis de pelo púbico dejado en algún intento frustrado en un baño o en el rincón pecaminoso de un topless. Pero hay más, en las páginas que siguen, sin pelos en la lengua, León pasa revista a una juventud vivida bajo el régimen militar, con un acercamiento minimalista y humoroso.

P áginas raramente impregnadas de cierta tristeza y banalidad naturalizada, donde el mundo pareciera ser para siempre la mediocridad cruel impuesta por una galería de personajes de talento dudoso. Y al mismo tiempo, en este mismo espacio, se desarrolla la épica escrita por Gonzalo León de cómo Gonzalo León, o León o Gordon Lyon, pasó por ingeniería en la Universidad Santa María y por la Democracia Cristiana, como militante, mirando mientras otros tiraban, llegando tarde a su cita con la historia, quedándose apenas con el “chao, gracias” final de Los Prisioneros que terminaban de cantar en la concentración final por el No que sacaría de La Moneda al general Pinochet y dando una vuelta confusa por las calles de Santiago para volver a Viña “sabiendo que por unos segundos fuimos protagonistas de algo histórico o, como le gusta bromear a Dante, de algo antihistórico o nunca antes visto”. Es también la épica de cómo nuestro héroe viñamarino abandona el hogar materno y viaja a la ciudad para convertirse en periodista y finalmente en un escritor publicado.

Todo esto y mucho más nos cuenta el autor- narrador- personaje en noventa y cinco páginas en las que domina el presente con su efecto de cercanía y se salta hacia el pasado o el futuro configurando una narración sin mucho misterio pero tensada por los tonos que emplea Gonzalo León para elaborar uno de los tantos posibles himnos generacionales que termina en uno de esos geniales clímax de las viejas películas roqueras cuando el héroe que lo ha pasado mal y ha sido impugnado por su actitud rebelde entra en la sala a mandarse el concierto final (o inicial) y sus profesores, padres y hasta los policías del pueblo bailan al compás y lo celebran, porque después de todo es un buen muchacho. El libro finaliza con un:

“Con el valor que me va quedando, me pongo de pie y camino hacia la sala, en donde me esperan Johnny, el Roto Quezada, JP, Hugo Cárdenas, Yoko Ono, mi madre y el padre de Dante en representación de mis ex amigos de colegio”.

Y la frase de cierre: “Intento decir algo inteligente, recurrir a la originalidad, pero en verdad no sé qué cresta se puede decir sobre un libro recién escrito”.

Este silencio acechante es el margen con el que siempre juega Pendejo. Desde sus comienzos balbucientes en que trata de explicarnos por qué esta novela es novela pero no es novela: “La historia de esta novela, al igual que muchas otras, podría resumirse en dos: una verdadera y otra falsa, es decir, una que parece creíble y otra que nos gustaría creer”. Un párrafo más abajo el relato se larga: “Vivo en Viña del Mar desde los 3 años, cuando mis padres decidieron ser vecinos de mi abuelo materno, en la población Empart, adyacente a la Quinta Vergara”. Desde allí parte el viaje hacia el libro final (o inicial). Entre medio, un camino lleno de pequeñas aventuras, un narrador que cruza un mundo invadido por personajes en cierta medida autistas, un poquito patéticos y, al mismo tiempo, sin muchas pasiones.  Aunque el deseo parece estar allí, siempre aparece en el lugar inadecuado. Se llega a percibir una casi indiferencia ante el sexo que parece haber sido despojado de su ingrediente erótico para convertirse en un ejercicio mecánico de mantención.

La única pasión que parece desarrollarse y perdurar es la de escribir, y la de describir. En muchos momentos de Pendejo, el narrador parece un observador extranjero, un observador que se admira de lo habitual, que recorre con extrañamiento los distintos mundillos santiaguinos sin parar de comentar.

León, el personaje y narrador, es torpe, se mueve torpemente en un espacio que siempre está tratando de entender. León, el escritor, mantiene a su personaje en la aventura callejera, siempre falto de recursos, entrando y saliendo de trabajos que le resultan inmanejables, cayendo en esos estados de pobreza en los que siempre alcanza para una cervecita más o para la caricia más profunda de una puta.

León ha pasado por la escuela de escritores estadounidenses y se percibe al mencionado Easton Ellis o al no mencionado John Kennedy Toole, pero en realidad a veces sospechamos, mientras leemos Pendejo,  el lado ruso de León, el personaje, que podría tornarse en una especie de Rodión Románovich Raskólnikov y eliminar a alguna vieja con plata suficiente para ir al Mall del Sexo.

Pero no pasa,  llegamos hasta el final y  nos encontramos con que este pequeño libro, sin gran estridencia, le toma el pulso a su manera a la sociedad chilena. La manera de León, me atrevo a afirmar, será más efectiva que muchos sesudos ensayos, porque en su aparente no sentir, en esa especie de anestesia que recorre su universo, está el sentir de muchos que recién empiezan a sacudirse la modorra dictatorial y que, cuando les toca decir algo inteligente sobre lo que terminan de expresar -como a Gonzalo León, León o Gordon Lyon-, se les acaban las palabras.

 

 

 

 

 

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PENDEJADA PURA.
"Pendejo" de Gonzalo León.
Por Juan Manuel Vial.
Suplemento Cultura, Diario La Tercera. 26 de enero de 2008.
POR QUÉ ESCRIBIR UN LIBRO TITULADO PENDEJO NO ES SIEMPRE UNA PENDEJADA.
Por José Leandro Urbina