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Labbé y los degenerados*

Por Gonzalo León

*Una parte de este texto será publicado en revista Punto Final



 


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LADO A

He leído con atención el fallido prólogo que Carlos Labbé escribió para la antología “Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011”. Digo fallido porque hoy el prólogo circula como opinión, el primer gran error de esa antología, porque si bien en las palabras de Labbé hay una crítica a la selección y a los motivos que la inspiraron, nunca es bueno censurar. Punto para Labbé. Lo mejor, y esto lo digo como editor de algunos de los que participan de este panorama (Toro, Zúñiga), habría sido poner ese prólogo junto a otro, un posfacio tal vez, como el que el mismo Labbé incluyó en “Lenguas”, antología de similares características que reclutaba a los “narradores” (algunos no lo eran) de la generación de los que hoy son +30 (Apablaza, Valenzuela Prado, Oportot, Ríos, etcétera, etcétera). Pero ese posfacio lo había escrito el escritor español Enrique Vila-Matas, y era un elemento decorativo, porque no iba a la escritura de esos jóvenes. En este sentido, Labbé da un paso hacia adelante y habla con agudeza de la escritura de estos jóvenes pistoleros:

“… víctimas de la omnipresencia mediática, culposos por su pasividad crítica, los personajes de esta lectura prefieren ser escritos por lo otro, por su narrador personal favorito que los autoriza únicamente a describir las experiencias no especulativas, no ilegibles –creemos– del desengaño amoroso, de los conflictos familiares y de la angustia irrepresentable de la influencia literaria”.

Me parece lúcida la opinión y de verdad entiendo menos su exclusión del libro. Los jóvenes de hoy, los escritores, no los que protestan en las calles y han dado clase a los adultos de cómo hay que comportarse y hasta dónde hay que transar, son verdaderas víctimas de la literatura, de la cultura pop que ellos dicen seguir como única religión. Lo que está bien en Estados Unidos está bien para ellos, lo que David Foster Wallace escribe es palabra del Señor. Sin embargo, eso no tiene que ver con una generación de jóvenes escritores que no son capaces de ver a su país, sino todo lo contrario. “El movimiento estudiantil”, escribe erróneamente Labbé, “que por estos días ha forzado la cerradura de los espacios públicos –espero que tenga entre su manojo la ganzúa del cerco– dice insistentemente que son ideológicas, políticas y públicas sus demandas para que este lugar monológicamente diverso que llamamos Chile saque de las puertas tanta aldaba que hay para entrar a los salones, los cuales entonces se volverán galpones y parques polifónicos”.

El punto que parece no entender Labbé es que existen dos planos: el de la utopía (por el cual luchan los jóvenes en las marchas) y el de la realidad (del cual escriben casi todos los escritores jóvenes). Si no es capaz de hacer esa diferencia, bueno, habría que esperar la novela de Camila Vallejo, el libro de cuentos de Giorgio Jackson o las crónicas del insoportable Francisco Figueroa. No existe una única manera de escribir sobre tu país. Escribir referencialmente es un camino pero también hay otros, como señala la académica y escritora argentina Elsa Drucaroff en su ensayo sobre la Nueva Narrativa Argentina publicado hace un mes y llamado “Los prisioneros de la torre”; ella dice que ha seguido una “mancha temática” que consiste o se traduce en que toda la Nueva Narrativa Argentina ha sido escrita sobre los treinta mil muertos de la dictadura. Para demostrarlo señala, en una investigación minuciosa (leí el ensayo y entrevisté a la autora), que en muchos cuentos y novelas aparecen desaparecidos, fantasmas y crímenes. Drucaroff percibe esta “mancha temática” desde la primera generación de post dictadura hasta la última, desde Forn y Caparrós hasta Schweblin y Coelho. Es algo que no se puede eludir, porque está en la sangre de ellos mismos, que es también la sangre de los caídos.

Entonces siguiendo con el razonamiento de Drucaroff, cuando estos jóvenes, los nuestros, escriben de un país sometido por Estados Unidos, por sus costumbres, por su habla, lo que hacen es retratar este Chile, esta realidad de la cual los otros jóvenes, los que salen a las calles, se oponen. Pero este Chile aún está, ciertamente en proceso de cambio pero permanece incólume como muchas cosas que son difíciles de cambiar en un país rígido, una nación que se niega a cambiar fácilmente, aunque no al cambio como eslogan. Por eso no le pidamos al narrador chileno y más encima joven que se adelante a los hechos y sea una especie de vate. Eso es una maldad.

Habría que aceptar mejor que así como Chile está plagado de malls, cadenas de retail, commodities, los jóvenes reflejen ese lenguaje en sus textos. Han crecido con un Chile mirando hacia el país del sueño americano. Y más que libertad en sus novelas o cuentos, yo distingo una sensación de esclavitud muy fuerte. Si leemos bien estos textos, nos daremos cuenta de hasta dónde hemos caído; qué tanto hemos perdido nuestra identidad, o cuánto nos hemos despolitizado. Estamos de rodillas frente al imperio. Y no es una construcción de estos jóvenes, ojalá lo fuera, así podríamos decir que es sólo una estética, y no que nosotros, los adultos, hemos construido un país en donde todo está a la venta: desde glaciares, parques naturales, reservas hidrológicas, todo se vende en esta patria gallarda y altiva. Las generaciones más viejas –yo a diferencia de Labbé me hago cargo– hemos permitido esto, así es que señalarlo como algo ajeno y que hay que denunciar me parece como aprovecharse del cúnico, como diría el Chapulín Colorado.

Carlos Labbé puede estar bien en su preocupación por las escrituras que están proponiendo estos jóvenes pistoleros, pero no en el tono. Parece que le hace falta una pastilla de chiquitolina para frenar sus ínfulas, sus ganas de levantar o bajar el dedo a quien sea. La revista Granta a nadie ha hecho grande, ni entregado un cajón de manzanas desde el cual hablar. Eso es pura pretensión.

LADO B

¿Qué es lo importante entonces de esta discusión? Quizá el hecho de que por primera vez en mucho tiempo se habla de una generación de escritores jóvenes. Diego Zúñiga, Pablo Toro, Maori Pérez, Antonio Díaz Oliva, Juan Pablo Roncone, Felipe Becerra, Daniel Hidalgo, Simón Soto, Francisco Díaz Klassen, en fin son muchos, todos ya con un primer libro publicado. No sé si haya tenido que ver con las manifestaciones estudiantiles, pero lo cierto es que la presencia mediática de estos “jóvenes pistoleros” se consolidó a la par de cada marcha, de cada caceroleo, de cada declaración de Camila Vallejo.

Luis López-Aliaga, maestro de algunos de ellos, diría que los libros van por otro lado y que, en la práctica, la mayoría de esos chicos estaba escribiendo antes de que Camila Vallejo levantara la voz. Eso como fenómeno es indiscutible. Lo netamente literario, o el juicio que tengamos de cada uno de esos libros, es otra cosa. Yo hablo de una cantidad nada de despreciable de jóvenes no sólo escribiendo y publicando, cosa que ha existido en mayor o menor medida desde la llegada de la “democracia”, sino de una presencia en los medios que la hace percibirse, aparentemente, como una “generación”.

No recuerdo tal cantidad de escritores menores de treinta años desde principios de los noventa, o desde el fenómeno de la Zona de Contacto, por lo que su surgimiento no es “normal”. Normal, como reitero, es que haya jóvenes escribiendo, pero si sumamos los libros publicados este año, nos llevaremos una grata sorpresa. En este punto habría una necesaria pregunta por hacer: ¿qué actitud tomar ante estos jóvenes briosos? Y antes de contestar, mejor sería observar qué actitud han tomado estos jóvenes. Un amigo me dijo que era natural que los jóvenes tuvieran hambre: de reconocimiento, de premios, de fans, de chicas lindas. Y ante eso debería decir, como el viejo que soy, que todos pasamos por esa etapa. Pero aparte de eso, ¿hay algo más? Porque si no hay nada más que decir, dejemos la columna hasta acá.

Antes, unos meses antes que me instalara en Buenos Aires, uno de estos escritores me dijo que había sugerido nombres a la persona que estaba haciendo la mentada antología y que bueno, si no aceptaba sus sugerencias, él se bajaba de la antología. Lo cierto es que su nombre está en la antología y no me consta que haya tenido que amenazar a la persona en cuestión. Pero lo que me provocó curiosidad fue que él pensara que tenía que imponer nombres. Y tal vez eso es lo más extravagante de esta “generación”: ellos dicen por sí mismos que son una “generación”, como si por el solo hecho de tener la misma edad los convirtiera en una.

Ortega y Gasset dijo más o menos esto, pero con los años el tema de las generaciones ha dejado de ser una cuestión de edad o biográfica. Pero además si nos fijamos en lo que decía Ortega y Gasset, el recambio generacional ocurre cada quince años: “De treinta a cuarenta y cinco se está en la etapa de gestación o creación y polémica, con el mundo recibido de la generación anterior; de cuarenta y cinco a sesenta, en la etapa de predominio y mando”. O sea, existen generaciones, de acuerdo a Ortega, desde los treinta años hasta los sesenta, por lo que llamarse una generación antes de esa edad, basándose en lo biográfico, resultaría absurdo. Porque, siguiendo con el razonamiento del filósofo, “los niños y los ancianos apenas si intervienen en la historia: aquél todavía no, ésta ya no”.

Martín Kohan dijo algo interesante sobre los circuitos de legitimación en el último FILBA en Buenos Aires, y era que uno no se legitimaba, sino que lo legitimaban los otros. Esto lo podríamos aplicar también a las generaciones. En otras palabras, quienes legitiman a las generaciones más jóvenes no son los más jóvenes, sino nosotros, los más viejos.

Más allá de decir que la cosa generacional basada en la edad es algo, por decir lo menos, frívolo, es bueno tomar en cuenta lo que sucede en otras partes del mundo. En Argentina, por ejemplo, cuando se habla de poesía y de sus distintas generaciones, se diferencia a la de los ochenta como más asociada a lo neobarroco y a la de los noventa a lo objetivista. A veces los que tenían edad para estar en la de los ochenta eran objetivistas y viceversa, lo que demuestra que lo biográfico es insuficiente.

Entonces cuando se habla de escritores jóvenes hay que tener mucho cuidado, porque qué significa realmente ser un escritor joven. Cómo podríamos catalogar a Witold Gombrowicz, que tenía una predilección por todo aquello que fuese joven, inferior, incompleto. De ahí su gusto por Argentina, su amistad con los jóvenes: en este país encontró que todo estaba por hacer; en cambio en Europa estaba todo hecho. ¿Acaso Gombrowicz no fue un escritor joven? ¿O Bukowski, o Fogwill, o Claudio Giaconi?

Cuando estudiaba en la Universidad de Chile, recuerdo que junto a unos compañeros de curso fundamos una especie de grupo de lectura, cuya existencia fue más bien breve, pero cuando nos juntábamos a leer nuestros escritos, no sabíamos eso, y ahí estábamos Alfredo Sepúlveda, Patricio Tapia, Camilo Ortiz, Ernesto Ayala como invitado espacial y yo. El grupo tenía un nombre ridículo pero ad hoc: El Club de Tobi. Un día surgió una discusión estúpida por Alberto Fuguet. Luego de eso abandoné el grupo, y desde ese día he intentado no participar en clubes, ni en generaciones, ni en lotes, ni menos en patotas o antologías. Creo que ese día dejé de ser joven.

Si tuviera que darles un mensaje a esta patota de escritores jóvenes, éste sería: Suerte, muchachos. Aquí les paso mi posta. Corran rápido o corran bien, pero corran que para eso son unos jóvenes degenerados.           


 

 

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