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Leer con voz propia

Por Gonzalo León



 

 


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Cuando todavía era un chico rebelde, me jactaba de no leer. No sólo decía que no leía libros, sino tampoco diarios ni revistas, en resumen aseguraba no leer nada de nada. Con el tiempo esta sentencia se transformó en realidad no sólo para los que me rodeaban, que creyeron a pies juntillas mi confesión, sino también para mí. Entonces dejé efectivamente de leer, tanto tiempo como que se puede estar sin leer, si uno es o se cree escritor. Fueron unos meses en los que no toqué ningún libro, los miraba desde la cama con extrañeza, como si fueran objetos apilados en el suelo. Sólo en 2003 compré una repisa para ellos, antes no podía, iba contra mis propósitos.

Durante esos meses los libros me llamaban, como si una fuerza magnética me llevara hacia ellos. Resistí tanto como pude, y en esos meses levanté un discurso mediocre: para ser escritor hay que tener experiencias, nada más. (Discurso que sería recordado por muchos.) La lectura era para personas que querían discutir de literatura, pero que no hacían literatura, pues imitaban la de otros, lo que, según yo, no era nada. En ese tiempo confundía escritura con literatura, pose con discurso, rebeldía con estupidez. Creo que esos meses fueron los peores de mi vida, porque sólo podía discutir de una sola cosa con los “amigos escritores”: mi experiencia. Ahí empezaba y terminaba todo. Encerrado en el yo era bien difícil que las experiencias traspasaran a los demás, por lo que secretamente comencé a leer nuevamente.

La repisa exhibía impunemente lo que leía, y como por esa época se me ocurrió dar un taller en mi casa, ya no pude ocultar el hecho de que había vuelto a la lectura. No era una gran biblioteca, pero sabemos cómo empiezan: con un libro, luego con un estante y así sucesivamente. Éste era el comienzo. Y lo que leía, si más no recuerdo, era Tennessee Williams, Alfredo Gómez Morel, Susan Sontag, César Aira y mucha poesía chilena y argentina. No era que sólo leyera esto, sino es simplemente lo que recuerdo. De todos modos me seguía avergonzando comentar en público mis lecturas durante ese taller. Y no era que antes no hubiera leído: en los noventa había devorado a Bukowski casi entero, buena parte de Hemingway, casi todo Fitzgerald, Steinbeck, Jane Bowles, Truman Capote, algo de Faulkner, Carver a medias, muchas obras de Skakespeare, Julian Barnes, Hanif Kureishi, en fin lo anglo lo había leído, al igual que parte de la poesía de Lihn y otros chilenos, pero en ese año 2003 no estaba al tanto de lo que pasaba en el llamado mundo de las letras, a excepción de poesía chilena. No sé por qué me interesaba; sin embargo, me sucedía todo lo contrario con Roberto Bolaño. Tal vez no era por él, sino por la gente a la que le gustaba.

Después comprendí que cuando uno interrumpe la lectura, lo que hace es interrumpir un flujo, la alimentación de la propia escritura. En otras palabras estaba cometiendo “escritoricidio”: estaba matando al escritor que tenía adentro, o al menos dejándolo sin alimento. Sé que puedo estar diciendo cosas muy obvias, y recuerdo que en esos meses para mí también era obvio que tenía que leer; sin embargo, una cosa es lo obvio y otra lo que terminas haciendo. El hito que dio por cerrada esta etapa fue cuando escribí muchos años más tarde sobre Bolaño en el suplemento Cultura de La Tercera. Me sorprendió que muy pocos se hubieran dado cuenta de que sólo había leído la poesía de Bolaño pero ninguno de sus libros de narrativa, por lo que decidí contarlo en público, ante los chicos del taller de un amigo. Ellos, que hoy son escritores en ciernes, hicieron una pataleta gigantesca. Intenté argumentar con mi viejo discurso, ése en el que ya no creía, pero el tiro me había salido por la culata.

De eso han pasado casi cinco años y hoy las cosas han cambiado como nunca imaginé. Luego de seis meses en Buenos Aires viajé a Santiago con ganas de comentar lo que había leído, incluso de discutir cierto canon de la narrativa argentina, pero me encontré con personas sin ganas de discutir mis lecturas ni tampoco las suyas. A nadie le importaban mis “descubrimientos” como yo secretamente les llamé al cronista Alfred Ebelot, a ese delirante “novelista” Leónidas Lamborghini, a ese “arquitecto” Héctor Libertella, ni menos la manera en que trabajaba el diario Gombrowicz o el género epistolar Copi. Y eso que hablo de los que están en cierto canon. A Raúl Escari, ni a Fernanda Laguna ni a Ricardo Strafacce ni los menciono.

Parece que llevo siempre la contra: cuando todos leen, hago una pausa; cuando el resto hace una pausa, yo leo. En todo caso, y esto es importante para mí, nunca leeré lo que el resto lee; porque sé que si uno come las mismas cosas que el resto, lo más probable es que tu contextura sea similar. Lo mismo pasa con la lectura. Muchos leen las mismas cosas, y no: la lectura es parte de la escritura. Uno cuando lee está completando la escritura de otro. En otras palabras uno cuando lee también escribe. De eso habla ese cuento de Bolaño incluido en “El gaucho insufrible”. Pero quizá no sea tan malo leer las mismas cosas como comentar las mismas cosas, decir lo mismo de ciertas obras y autores, como si la voz propia no existiera. Borges elevó a la categoría de gran literatura aquella que antes estaba subvalorada, no porque fueran textos de viajes o aventuras, sino por cómo los terminaba de escribir en su lectura. Y eso en esta temporada es lo que he intentado hacer. Leer con voz propia.



 

 

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