Esta conversación sucedió en el bar Roma del barrio porteño de La Boca, un día después del intento de magnicidio a la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner. Fue difícil abstraerse a este hecho porque ese día, declarado feriado por el gobierno, había una marcha de apoyo a la vicepresidenta en la Plaza de Mayo.
—Gonzalo León: ¿En qué momento empezaste a pensar en poesía? —Víctor López Zumelzu: Cuando yo era más joven escuchaba hip-hop, pero el hip-hop chileno en particular tenía que ver con una poesía callejera, vinculada al sonido y a la combinación de las palabras. Quizá la poesía apareció por algo que no comento mucho. Ese algo es el hecho de que yo soy soldador; de hecho, un amigo poeta me dijo una vez que eso tenía que ver con lo que yo hacía poéticamente: juntar materiales dispersos que no tienen una relación específica absoluta. Además creo mucho en el sonido como canal de contenidos, en cuanto a que se puede hacer una poesía a través de trazos, fragmentos y susurros, que a la vez no dé cuenta de una verdad sino de la coparticipación del lector.
—¿En qué momento ese soldador que escucha hip-hop devino escritor de poemas, no en poeta aún? —Siempre leí poesía. Recuerdo que en un minuto me dije: “Ah, pero yo también puedo hacer cosas parecidas”. Creo que ese es el primer giro cuando uno decide ser artista o escritor, ese “yo también puedo”. De hecho, recuerdo que estaba leyendo un libro y tuve aquella sensación. Así empecé a jugar, a construir imágenes, y el tipo de imágenes tenía que ver con lo que estaba leyendo. Esto sucedió antes de la universidad. Y cuando comencé a hacerlo me dio cierto placer, y siento que ese placer también tenía que ver con la capacidad de encontrar un discurso íntimo, muy propio; se trataba de una literatura generada, por así decirlo, para consumo personal, sin tener conocimiento de toda la tradición que existía antes (de la chilena, sobre todo).
Por otro lado siempre he sido panteísta, lo cual quiere decir que uno escribe un fragmento de un poema mayor, y que cada compañero de generación está escribiendo otro.
—La otra vez escribiste en Facebook de tu primera experiencia en un taller de poesía con Elvira Hernández… —Antes hablé de mi experiencia previa a Elvira, que le dio una metodología a mi escritura. Elvira es muy importante para mí porque con ella aprendí que uno no solamente escribe sino que puede generar una obra. En ese sentido Elvira fue la primera que me hizo pensar en un libro, algo intrínsecamente unido a un concepto y a un pensamiento. Antes yo solamente escribía letras, que leían amigos y recitaban como si fuera hip-hop. Pasar de eso a generar una escritura, que a su vez deriva en un concepto, es otra cosa. Elvira marcó al poeta que ahora soy; recuerdo que, al darme su primera lectura, borroneó de un plumazo una buena cantidad de poemas que yo llevaba fotocopiados y que no tenían sentido porque carecían de voz unitaria.
Ella me enseñó, y yo le aprendí, que uno no es simplemente alguien que está con un parlante. Uno es un creador, uno sabe de qué hablar. Saber de qué hablar tiene que ver con una legitimidad de lo visual, una legitimidad discursiva. Ella me hizo darme cuenta de que uno podía crear una idea en un fragmento de tiempo y esa idea se concretaba, o podía llegar a concretarse gracias al trabajo, en un libro. Antes de Elvira yo pensaba en un libro como una reunión de poemas sueltos, tal como podía hacer un pintor amateur, que pinta objetos pero carece de una noción de unidad porque no hay una idea detrás.
—¿Seré yo o desde Los surfistas tus libros tienen la característica de tratarse de un mismo poema escrito o desarrollado en diferentes variantes? —Eso se da en varios libros míos como en Erosión, Los surfistas y Guía para perderse. Y quizás esto pasa porque siempre he creído en la posibilidad de que una temática o una voz poética se vaya desarrollando a lo largo de los poemas. También tiene que ver con una lectura mía del Altazor, de [Vicente] Huidobro, donde en cada página cambia el estilo. Me di cuenta de que podía generar una poética completa y, a la vez, armar un poema gigante; incluso los poemas fragmentarios podían ser parte de ese libro en el que uno cambia de ritmo, de tiempo, de época. Me sería muy difícil cambiar de ritmo y no de tiempo o de época.
—En tus inicios hubo dos cuestiones que están vinculadas a Buenos Aires: Los surfistas, que obtuvo el Premio Vox/Diario de Poesía, y Elvira Hernández, que vivió acá y publicó La bandera de Chile, fue tu primera maestra. ¿No ves estas cuestiones como una prefiguración de tu estadía porteña por casi once años? —Es una buena imagen porque el primer libro argentino que tuve me lo regaló el editor de Tierra Firme, José Luis Mangieri, cuando vine en 2005 al Festival de Poesía Salida Al Mar. Y el libro que me regaló fue, precisamente, La bandera de Chile. Eso abrió un campo para mí porque, además, ese libro no estaba publicado en mi país.
—Las primeras veces que te escuché leer, hace ya 19 años, me parecía imposible desligarte de cierta tradición chilena —diría, incluso, que había una modulación nerudiana en tu forma de leer—. A lo largo del tiempo esa modulación ha ido cambiando. ¿A qué crees que se debe? —Mi ida de Chile tiene que ver con huir de un sistema poético mucho más cerrado, donde el poeta tiene una única voz y donde los demás teníamos voces que impregnaban una totalidad. Creo que en Argentina encontré una multiplicidad y, gracias a ella, se fue perdiendo la voz mesiánica, esa voz que intenta representar a un otro pero se da cuenta de que no puede representar siquiera a su propia sombra.
Era importante pensar la escritura desde lo fragmentario, en el sentido de que uno es un fragmento de cosas. Creo que la poesía latinoamericana me influenció mucho en los últimos años. Ahí comencé a cambiar las modulaciones, a interesarme por otro tipo de sonido, otro tipo de forma e incluso otro tipo de palabra. Pero como latinoamericanos tenemos una limitante: escribimos en una lengua que nos recuerda que fuimos colonizados. Sin embargo, nos es imposible escribir o pensar en los idiomas que se hablaban antes de la Conquista de América.
—Hay un aspecto presente en casi toda tu obra que me llama la atención, y es lo familiar: la novia, el hermano, la madre… Uno podría preguntarse si eso es poesía familiar pero esa categoría no existe. Más allá de eso hay una intimidad que abres. En el caso del libro dedicado a tu hermano (Erosión), lo que excede a la figura de tu hermano es la pérdida. —Lo que a mí me interesa es la desintegración. (Uno de mis álbumes favoritos es, por cierto, Desintegration, de The Cure.) La poesía es pensar en la propia desintegración, entendida en términos amplios. Me refiero a que en esa desintegración suceden muchas cosas y muchas partículas de cosas. Mi idea de familia es metafórica: mi padre no es mi padre, mi novia no es mi novia. Lo que hablo de mi familia es más una imagen de país que está diluida, perdida, y que en un punto constituye una fantasía romántica. Eso me interesa porque hay mucho romanticismo en Chile sobre nuestro pasado; de hecho la gente de derecha, cuando justificaba su voto de rechazo en el plebiscito, decía que era para volver a ser grandes. ¡¿Pero qué significa eso?! Por eso me interesó la idea de desintegrarlo todo, porque no sólo el presente nos lleva a la desintegración total sino que esa desintegración también puede ofrecer otras cosas: nuevas vistas, nuevas aperturas y, también, un espacio a la intemperie.
—Ya que hablas metafóricamente, ¿de qué es metáfora el surfista? —Yo apelaba a la espera total porque en Chile me parecía imposible ser un buen surfista. Nunca llegaría una gran ola. (O sí, pero hasta 2019 con el estallido social.) Cuando escribí ese libro, en 2003, no se vislumbraba la posibilidad de una ola porque los poderes –tanto de centro-derecha como de centro-izquierda– habían consensuado mantener un statu quo. La posibilidad de que la gente joven pudiera subirse a algo y que ese algo implicara cambios políticos, no existía.
—Hay dos libros tuyos que son el mismo, o casi: Erosión y Mi hermano. Pero me parece que la metáfora de la erosión es más precisa y efectiva porque implica un desgaste que viene con el tiempo y los agentes de la naturaleza. Y Mi hermano es mucho menos metafórico… —Ese título me lo dio el editor de Mansalva, Francisco Garamona, y me parece que vos estabas cuando me lo dio. Me dijo que no se entendía Erosión y que había que ser más directos. Fue él quien le dijo a Chicho López, editor de Vox/Lux, que ese tenía que ser el título y así fue para la edición argentina. A mí me gustaba (y me sigue gustando) más el otro, el original. Aunque en España el libro haya aparecido como Erosión / Mi hermano.
—Pero hay ahí un conflicto entre la metáfora y la designación explícita porque Erosión trata ya de tu hermano. También en tu último libro, Viento, hay designación, aunque como título tiene que ver más con Erosión. El viento erosiona las cosas. —Voy más por la metáfora. Cuando salió Mi hermano en Argentina, yo ya lo había soltado como libro. A decir verdad me pasa mucho con las reediciones, y tiendo a decirles a los editores: “Bueno, pónganle el nombre que quieran”. Lo mismo pasó con Conozco al mundo por su forma, que salió en España con el título general de Si esto fuera dinero o sexo (título de uno de los poemas), preferido por el editor de Liliputienses. “Si le ponemos sexo”, me dijo, “vende”. Es ridículo y suena hasta estúpido, pero yo acepté. Creo que me importa sólo el título original; después no me interesan las modulaciones que pueda tener.
—Hay una cosa que me gusta mucho en tu poesía y es su apelación al romanticismo. Me refiero a la fuerza de la naturaleza, a hablar por la naturaleza, que los Lake Poets inauguraron. Hay tópicos, además, que se repiten en la poesía romántica y que se encuentran en tu poesía… —Obviamente viene del romanticismo, pero también de mi lectura de la poesía griega. Guía para perderse en la ciudad, para mí, es una forma de elegía igual que Erosión, donde está más perfeccionada. Pero Guía… tiene que ver mucho con los poetas griegos, que primero escribían el paisaje, la naturaleza; ahí estaban las lagartijas, las aves, y eso también creaba un discurso, una sonoridad, que a mí me interesa. A la vez tiene que ver con la realidad porque yo vivía en el sur, en el campo, donde convivía con corderos, gatos, perros y gallinas.
—Igual que Wordsworth y Coleridge que convivían con la naturaleza… —Claro, es una convivencia real. Yo criaba una gallina, a la que después mi papá agarraba para cortarle la cabeza porque había que comer. Con el cordero y el chancho pasaba lo mismo. Me acostumbré, de hecho, a criar una mascota con la conciencia de que no me iba a durar mucho.
—Para los románticos, la naturaleza era la percepción. En tu caso, ¿cómo es la relación con la naturaleza? —Me interesa como recurso vitalista, en el sentido de que la naturaleza es capaz de escribir una biografía propia y posee una entidad casi humana. No sólo me parece alegórica en un poema sino que carga, como te decía, con una entidad y un discurso (como la montaña en Zurita). Uno sabe la carga simbólica que tiene esa montaña. O los ríos en Miguel Arteche, o el campo en [Jorge] Teillier. Nosotros, a diferencia de los poetas del romanticismo, tenemos una naturaleza que está cosificada con el discurso. Creo que lo que uno tiene que hacer es descosificarla, aunque hoy encontremos una naturaleza como cuerpo femenino, objetivada y explotada, y a la vez con una naturaleza en trance por el extractivismo en América Latina y sus métodos de producción.
—A la vez, hay una serie de poetas urbanos con los que te formaste en Chile. Hablo de Sergio Parra, de Germán Carrasco, de Víctor Hugo Díaz… —Creo que la ciudad y la naturaleza son complementarios, porque lo que me dieron los poetas que vos recién nombraste fue un tono, una forma de decir. Y lo único, como poeta, que se puede copiar, robar o secuestrar es el tono, la voz. Carrasco lo diría con fachadas continuas. Yo lo diría con campo, con abejas, con lagartijas, con lo que ocurre a través de una dicción, de una forma. En este punto creo que Carrasco liberó el habla poética en Chile. Pero, además de los poetas que mencionaste, me gustaría agregar a Malú Urriola, Nadia Prado, Harry Vollmer, Jaime Retamales…
—Un tiempo anterior al frío tiene cierta semejanza con A partir de Manhattan, de Enrique Lihn, en el sentido de que mientras Lihn ocupa la palabra subway para señalar que el metro del que habla es el de Nueva York, tú usas el vos para referirte a la nacionalidad de la mujer amada. ¿Pensaste en Lihn para decidir dónde fijar la lengua en esa serie de poemas? —Aunque Lihn sea siempre un faro, creo que mi reflexión poética se dio por la cotidianeidad de la lengua argentina, que tiene una poética propia, y también porque mi estadía en este país ha significado leer la tradición argentina. Hacerlo significó adquirir, asimismo, palabras argentinas y un imaginario que no me era propio. Con el tiempo, de hecho, me he sentido mucho más un poeta latinoamericano que chileno o argentino porque tengo incorporadas distintas hablas poéticas.
—Es decir que, a diferencia de Lihn y parafraseando ese famoso poema incluido en A partir de Manhattan, ¿tú sí saliste del horroroso Chile? —Creo que sí, y eso sucede cuando uno se abre a la posibilidad de otros lenguajes. El de la poesía argentina es completamente distinto al de la poesía chilena; la argentina maneja más la prosodia que el lenguaje fracturado de la chilena, la cual genera una poética desde otro lugar más sonoro y político. Eso me dio muchas herramientas, como también me las dieron la poesía peruana o la brasileña. De hecho, tengo un libro inédito donde trabajo con la poesía cubana. Uno, en América Latina, tiene que abrirse a distintos campos de lectura porque la literatura de esta parte del mundo es una lengua expandida, capaz de resonar. Ejemplos de ello sobran: Wilson Bueno, que escribía en portuñol, es traducido y leído en Chile. Existen literaturas latinoamericanas que parecen muy lejanas pero que están más cerca de lo que aparentan.
—Por último: hay una postura tuya que me interesa porque es muy jugada y tiene que ver con la poesía política. ¿Es posible hacer hoy poesía política? —[Theodor] Adorno pensaba que, con la industria cultural, la política había influenciado en el arte y había generado un tipo de relación más mercantil. Yo pienso lo contrario: el arte fue el que entró en la política y generó una relación más performática. La mayoría de los discursos políticos —tanto de izquierda como de derecha— tienen este carácter y apelan a una performance ideológica donde se intentan generar grandes relatos. Creo que la poesía, con sus disonancias y sus formas, ya no integra esos grandes relatos ideológicos porque posee otras subjetividades que esos relatos no permiten por ser cada vez más propagandísticos y lineales. Me parece que la poesía siempre está un punto más adelante y que los grandes relatos son nostálgicos y carecen de grandes proyectos sociales.
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Víctor López Zumelzu (Curacaví, Chile, 1982) es poeta y gestor cultural. Vive en Buenos Aires desde 2012. Ha publicado Los surfistas (Vox, 2005), Guía para perderse en la ciudad (Ripio, 2010), Erosión (Alquimia, 2014), Mi hermano (Vox, 2015), Un tiempo anterior al frío (Lux, 2019), Conozco al mundo por su forma (Aparte, 2020) y Viento (N Direcciones, 2022), por los que ha obtenido el premio a mejores obras por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura y el Municipal de Literatura de Santiago. En los últimos años ha incursionado en el mundo del arte desde la crítica y la curaduría.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Una entrevista a Víctor López Zumelzu
“Me interesa la desintegración”.
Por Gonzalo León
Publicado en https://periodicodepoesia.unam.mx/ 5 de junio 2023