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El giro de la poesía chilena

Por Gonzalo León
Publicado en revista LA AGENDA, Buenos Aires, octubre 2023


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Tres libros de poesía chilena reciente le sirven al autor para pensar una tradición siempre intensa y cambiante, que ha dado
algunas de las plumas más dotadas del continente.

 

La poesía chilena presenta, como todas las tradiciones, distintas modulaciones, que son maneras de entender y aplicar ese arte. Sin embargo, por lo que se ha caracterizado esta poesía es por esas grandes voces, como Neruda, De Rokha, Huidobro, Mistral, que no solamente cantaban a todo y a todos (y por tanto trataban de explicar el mundo en un afán totalizante), sino también porque eran grandes relatos. Esto puede verse aún en Raúl Zurita, el último poeta trasandino que sigue esta senda. Pero en general las voces de la poesía chilena se han atenuado un poco y los poetas no aspiran a explicar el mundo. Esto no necesariamente habla de mediocridad, aunque puede serlo, cuando los versos no llegan más allá de una intimidad que sólo interesa al autor, pero eso sucede en todas las tradiciones.

Si la poesía chilena antes tenía ese afán totalizante y ahora carece de él, también hay algo que predomina entre los poetas de la generación (pongámosles fechas a esto) de los 80, es decir de los poetas que empezaron a publicar en esa década. Ellos fueron los últimos en escribir con Enrique Lihn, Rodrigo Lira, Juan Luis Martínez vivos; la generación que los precedió había escrito sin Neruda. Pero la de los 80 (Malú Urriola, Nadia Prado, Víctor Hugo Díaz, Jaime Retamales, Alexis Figueroa) tomó conciencia de que una parte de la tradición se estaba extinguiendo, es decir fue una generación bisagra, que tomó la calle como marca poética, porque la oposición a la dictadura de Pinochet (y la resistencia contracultural por extensión) consistía en copar las calles y los libros de estos poetas abordan, cual más cual menos, ese elemento, que es político. No es, como se ha dicho, sólo lo urbano (como en Fervor de Buenos Aires), hay un contenido que llena lo urbano: una resistencia.

Si bien la generación de los 90 (Germán Carrasco, Andrés Andwandter, Verónica Jiménez Dotte, Matías Rivas, Gustavo Barrera Calderón, Yanko González) se sintió más libre (porque ya no había dictadura) y abandonó el elemento político, lentamente ese elemento ha ido reapareciendo, como si fuera imposible desvincularlo con una tradición fuertemente anclada con eso. Pensemos en La aparición de la Virgen, de Lihn; en La bandera de Chile, de Elvira Hernández; en Libro de guardia, de Bruno Vidal; en varios poemas de La ciudad, de Gonzalo Millán; en 1985, de Soledad Fariña. Pero esa tradición era la dictadura, quizá lo que vemos en los últimos libros de Germán Carrasco y Andrés Anwandter, por ejemplo, es algo más vinculado a un estallido social, que no sólo tiene como fecha 2019, sino que puede rastrearse antes.

Cripsis (Tadeys, 2023), de Germán Carrasco, es un fiel reflejo de lo que trato de decir. Puede ser el libro más político de los que he leído de Carrasco, más que Brindis, La insidia del sol sobre las cosas, Calas, Clavados, Multicancha (aunque este era bien polítco, pero al haber sido publicado en México, este aspecto pasó medio desapercibido). Cripsis es un libro político en el sentido de que es poesía sobre el tiempo que le ha tocado vivir al autor, y desde ahí reflexiona sobre su arte, sobre los amigos muertos (en un claro y mantenido homenaje en el tiempo al poeta Héctor “Chico” Figueroa), sobre el camuflaje de la naturaleza o la cripsis, sobre la pandemia, sobre esta etapa o fase del capitalismo, sobre las cancelaciones, sobre el ser y la nada.

Aquí ya no hay ninguna ciudad que ocupar (como la imagen repetitiva o jazística de las fachadas continuas en La insidia del sol…), ahora está una época como lugar poético. Y lo hace Carrasco, como suele escribir sus poemas, con una cadencia, con una musicalidad, que bien se puede apreciar en estos versos: “Con la lluvia caía /polen y agujas /o plumas /deshechas /de aromos //y sílabas /garrapateadas: /manuscritas infantiles /caían, insectos //por montones, /caían versos /del poeta menor /de la antología //y de las grandes obras /que, aburridas de ser /grandes obras, /desarmaban todos /sus grafemas /en confeti”. Los versos caen como notas musicales que van formando una melodía.

Sin embargo, lo que está detrás de esta melodía es una pulsión, que avanza o se expresa por dos vías. Primero, por una forma de concebir el poema o la poesía: “Se me olvidaba que lo primero es afirnar el oído”. Y en este plano se observa una obsesión musical en el poeta chileno: afinar, luego escribir. Y la otra vía es la de ver esta pulsión como un deseo por dar cuenta de su tiempo, no como época sino como transcurrir de instantes, semanas, años. En este terreno epocal (o contemporáneo) se aborda la esclavitud a la que son sometidos los trabajadores precarizados de empresas como Uber Eats o Rappi. El poema ‘Al robot de Marechal’ arranca con “Robot amaneció como las huevas”; aquí vale aclarar que robot en su significado etimológico deriva de la obra del escritor checo Karel Capek (1890-1938) en la que designa unos autómatas que trabajaban de obreros y hay que entenderlo como esclavo. Luego el poema de Carrasco continúa: “Decidió entonces huir en esa moto /que había comprado para Uber Eats /y se mandó a todo chancho por la ruta /a fumar hachís, a tomar peyote”.

La cuestión epocal es a la vez una historicidad desplegada, que no es sólo la de la voz sino de la propia tradición poética del país trasandino. Hay un poema de título muy largo pero que hace referencia a John Keats, donde esta voz da cuenta de esta historicidad: “Supongamos les dice ella que hay 25 bellacos /dentro de la cabeza de un poeta /y todos se atropellan por expresarse /y que ese poeta no sólo permite que lo hagan /sin volverse loco /sino que además logra que esos 25 pillos /se conviertan en un coro de ángeles /sin que el poeta acalle a ninguno /ni uniforme sus voces”. Más que hablar de modulación de un poema o, como diría Samuel Taylor Coleridge, de “dicción poética”, está hablando de una tradición, al referirse a ese grupo de 25 bellacos (obviamente son poetas o lecturas) que se agolpan al momento de escribir. Y es que al momento de escribir, el poeta dispone de una biblioteca entera que le susurra el oído (Borges, obvio), con el fin de seducirlo, embaucarlo, confundirlo, todoesojunto.

En esta biblioteca hay autores chilenos contemporáneos como Gustavo Barrera. Aunque mientras en Carrasco es “las personas son casas y edificios”, en Barrera Cuerpo perforado es una casa, que es el título de un libro suyo. También, dentro del marco de esta biblioteca, en ‘Al robot de Marechal’ resuena el poema ‘El burro’, de Roberto Bolaño, por la salida medio beatnik que tiene el poema hacia la mitad (“a fumar hachís, a tomar peyote”). Pero esta biblioteca excede lo chileno y hay citas al Hamlet, de Shakespeare, y a cierto romanticismo inglés. Otro elemento que está también presente es el cuerpo, que habitualmente se encuentra más en poesía de mujeres: “todo lo que caía cubría el agua /que mi cuerpo abría /como un rompehielos”. De este modo en Cripsis se mezclan historicidad, tradición, musicalidad, cuerpo en un cóctel potente y atractivo, que hacen que la lectura prácticamente no se detenga.

Así como hay cadencia y musicalidad en la poesía chilena contemporánea, también está lo opuesto, es decir una dicción poética más cortada, como si cada verso fuera un fin en sí misma, y la cascada de la que habla Carrasco no fuera posible o, si se quiere, transcurriera en cámara lenta. Un poema de amor (Tácitas, 2023), de Matías Rivas, es eso. Si bien este libro podría ser un poema de amor (es decir lo que enuncia) o varios poemas, lo interesante aquí es el tema. En los tiempos de tinder y del narcicismo extremo, ¿se puede hoy escribir un libro sobre el amor?

Primero, Rivas parece haber una continuidad con dos libros anteriores: Tragedias oportunas y Un muerto equivocado. En el primero ya se vislumbraba la relación de pareja, pero en Un poema de amor no se trata de una relación de pareja, sino del sentimiento de una o varias voces, que van poniendo en cada verso una historia, pensamientos, deseos insatisfechos y cuestionamientos. El amor no es entregarse a un frenesí, es dolor, duda, rutina, lujuria, etcétera, y en cada una de esas emociones está el amor. No se ama sin sufrimiento, tampoco sin dudar ni menos sin lujuria. Tampoco se ama sin rutina, como dice este poema: “Evita decirme cómo lavar los platos. /Considera que el tiempo viene en contra. /Crecen los niños y el silencio pasa bajo la mesa”. La rutina o periodicidad en el trato, que en términos de imágenes nos lleva a los clichés, es usada por Rivas para hacer un giro de sentido, y que en algunos casos provocan una sonrisa: “Es probable que mis deseos sean obsersivos e inmundos, /pero son lo único que tengo”.

Si en Tragedias oportunas había una vulgaridad representada en la pornografía, la prostitución, en la calle o el afuera, en este libro Rivas se vuelca a una ascética intimidad desde un inicio: “No recuerdo tu amor sino el deseo”. Y desde ahí los versos dan cuenta de una acumulación de impresiones, emociones, que no tienen que ver necesariamente con LA mujer amada, sino con lo que tiñe ese amor. En este primer poema, ese verso tiñe el resto del poema, donde no está la mujer. De hecho, más que amor lo que se siente es una profunda soledad.

¿Quién sabe realmente lo que se siente cuando se ama? ¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de un amante?, parecen ser las interrogantes que Rivas trata de responder, inútilmente, es decir desde la poesía. Aquí entonces casi no hay declaraciones, no hay lo que se entiende por amor romántico, pero hay amor, o lo que el poeta entiende por amor, y eso basta. Y aquí un ejemplo de esa soledad: “Nada le pedí a la nada misma. /Sondeo la oscuridad /en una pieza vacía”.

En otras partes del libro sí está presente la relación, pero lo es partiendo por un cliché que Rivas prefiere saltar rápido, para así decir: “Antes de que me fuera, sin embargo, me dijiste /‘quiero que me hagas lo mismo /que a esas perras cuando te las tiras’. El deseo de imprimir en el cuerpo del otro /una herida fue suficiente”. En este punto hay algo que vale aclarar bien (aunque me equivoque ésta es mi percepción): Un poema de amor no se trata de un solo amor, ni de una sola pareja, son varias parejas, varios sujetos sintiendo esto en diversas intensidades y modulaciones. Y en este sentido, recuerda a la primera novela de Néstor Sánchez, Nosotros dos, donde se nos muestra Buenos Aires con los ojos de distintas parejas: en pensiones, en el hipódromo, en el bar Los Angelitos (cuando era un puterío); cada una de estas parejas son relaciones diferentes y por extensión únicas. Rivas, después de medio siglo, parece haber hecho al otro lado de la cordillera una operación similar a la del genial narrador argentino.

Apiachere (La Calabaza del Diablo, 2023), de Juan Manuel Silva Barandica, quien pertenece a una generación más joven que Germán Carrasco y Matías Rivas, es el último de los libros que abordaré. Si en Rivas el libro arranca con una expresión que cuestiona el amor, en Silva Barandica el libro, pese a que no se trata únicamente de eso, arranca con la muerte del padre en una suerte de mantra, que inevitablemente recuerda dos inicios de novelas: El extranjero, de Albert Camus, y Cobro revertido, de José Leandro Urbina (que hace una cita del francés). A diferencia de ellos, no es mi madre ha muerto, sino: “Mi padre murió el año pasado”. Que es el mantra que repite en cada estrofa. Poema y mantra sirven para colocar al lector con una predisposición especial, ya que a partir de ahí resulta imposible no evaluar todos los poemas en función de ese inicio. Y como era de esperar, el padre aparece en el libro cuando uno menos lo espera: “Mi padre era bueno como un reloj deportivo” o “Esto iba a ser grande /como el Voyager, /que alguien /quisiese entender /lo que haces, /como mi padre, /pero no”.

Hay algo que Silva Barandica maneja muy bien y es el coloquial, cierto lenguaje malhablado que limita con el garabato, y lo usa, como otros poetas chilenos (Parra, Redolés, Bertoni), como apelación al humor que siempre hace pensar. Aunque en este poeta hay una deriva, porque en varias ocasiones el coloquial sólo está presente en los títulos de los poemas: ‘Chantas culiaos, los tengo cachaos’, ‘Cachen, se lo piteó’, ‘Si quiere celeste, que le cueste’, ‘El hoyo del queque’. ‘Demetrio y medio’. Si bien hay quienes podrían pensar que hay cierta liviandad en ello, la verdad es que resulta todo lo contrario: hay una intención por seducir al lector, porque lo que viene después de esos títulos no tiene nada de liviandad. Es una poesía que se despliega verso a verso.

Apiachere no se trata de un ejercicio del coloquial, tampoco la poesía de Parra o Redolés se trata de eso. ¿Entonces de qué se trata Apiachere? En ‘Demetrio y medio’ parece dar una vaga respuesta: “No poder decir /lo que debiese ser dicho. /El deber y el poder /solo difieren en tres /letras”. En ‘No sabría decirle’ es más claro en cuanto al procedimiento que siguió para estructurar los poemas: “Párrafos que tomé /de un mensaje en el refrigerador. /Frases con las que compramos /la droga y la comida. /Palabras que provocan /vulgares sonoridades al reunirse /y que distribuyo para aparentar algo /que no son ni soy”. Y eso es lo que parecen los poemas: collages, donde hay partes de alta cultura y de cultura pop.

En este punto me atrevería a plantear que lo que desarrolla Silva Barandica es una poesía pop, en el sentido de lo que definió Oscar Masotta como arte pop, esto es “no es ni un realismo de los objetos, ni un realismo de contenidos. La única ‘realidad’ aquí son los lenguajes, esto es, esos productos de la acción social, esos circuitos semánticos, esas reglas de restricciones y de prohibiciones, que laten en el corazón de la vida social”. Silva Barandica apela a esos lenguajes, como varios poetas argentinos (Bignozzi, Thénon, Laguna, Arteca, Fisher, sólo por nombrar a algunos). Apela a la música, a las artes visuales, pero también al naturalismo y al fútbol. De hecho, algunos de sus versos parecen grafitis y otros, como ya dije, collages. Y en este sentido, es un libro más argentino y un libro más cerrado que Trasandino, del propio Silva Barandica.

Llegando al final de este breve panorama, obviamente hay más libros de poesía chilena que se han publicado este año que ya termina. Pero creo que los de Carrasco, Rivas y Silva Barandica sirven no sólo para hacerse una idea de lo que se está publicando tras la cordillera, sino para imaginar cómo esta tradición se ha ido modulando en una estética radicalmente distinta por la que fue conocida en el mundo.



 

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