Hace algo más de un mes recibí la invitación de Gonzalo León a presentar su libro sobre el estallido social La caída del Jaguar (Hormigas Negras & La Calabaza del Diablo). El libro se editó primeramente en Argentina y habrá una reimpresión en Chile, me explicó. Agregó que le interesaba mi mirada como historiador, una entrada diferente a la del libro, que es crónica, literatura.
Yo acepté, fundamentalmente porque siempre disfruté leer sus crónicas. Fui, de hecho, uno de los viudos de La Nación Domingo cuando el diario dejó de salir. Me gustaba esa escritura en que un periodista cubría diversas situaciones, realidades, sujetos, y en ello pasaba a convertirse en un personaje dentro de las narraciones, de modo que uno terminaba siguiendo sus peripecias. No dejaba de informar, de interrogar la realidad, de desmenuzarla, su pluma aportaba en todo eso, pero había un plus, y eso era el personaje, que incomodaba, que se metía en líos, que no trabajaba sólo, sino que con un destacado fotógrafo que aprendimos a conocer también en cada relato.
Acepté. Pero con una duda. Se me pedía opinar como historiador, y esa solicitud, para mi ante una crónica, y una crónica del estallido, no era algo fácil de identificar. Primero, porque buena parte del trabajo de los historiadores se hace leyendo crónicas. Si uno hace historia social política de los años veinte, ahí está González Vera y su libro Cuando era muchacho. Si hace historia política de los sesenta, setenta, tiene a Eugenio Lira Massi, cronista tan importante que El Mercurio, días después del golpe de estado lo puso en primera plana con el titular ¨ubicar y detener¨, pues era señalado como uno de los sujetos más peligrosos de Chile, junto con Carlos Altamirano, Luis Corvalán, Oscar Guillermo Garretón y Miguel Enríquez. Para estudiar México, cuando viví allá, me había tocado también revisar, por ejemplo Entrada libre: crónicas de la sociedad que se organiza de Carlos Monsivais, con sus relatos sobre el movimiento estudiantil de la UNAM y los efectos sociales del terremoto mexicano de septiembre de 1985. Es decir, para los historiadores, y para mí, las crónicas son, por una parte fuentes, y por otra, un aprendizaje constante. Porque el historiador sabe que su pega es narrar, y aunque no somos escritores, queremos serlo, queremos acercarnos a eso, aunque en nuestro intento llenemos los escritos con notas al pie y la infaltable bibliografía citada con abreviaturas latinas.
A la crónica uno no le exige cobertura y precisión absoluta de datos, como sí se lo pide al periodismo de investigación. Tampoco categorías de análisis debidamente referenciadas, ni nada parecido. Uno a la crónica le pide, principalmente, que emocione, que te haga sentir los momentos, las subjetividades, que permita dialogar con lo que uno piensa, y con las experiencias vividas. Uno pide reflexión y análisis, pero de esa que contienen las síntesis poéticas, ese lenguaje que extrema sus posibilidades simbólicas y las imágenes que permiten expresar en sencillo, cuestiones sumamente complejas.
Por todo esto, mi opinión como historiador, no creo que sea tan distinta a mi opinión como lector. Y como alguien que vivió el estallido y los últimos 30 años, más que como alguien que estudiara ese estallido o los últimos 30 años. En eso, debo decir que el libro de Gonzalo León tiene los elementos que se le piden a una buena crónica con una cualidad muy particular, que es el retorno del viejo personaje de sus crónicas, pero marcado por la distancia y el tiempo que lleva viviendo en Argentina. Es un personaje que ha cambiado, que está conmocionado con lo que sucede y que se reencuentra con el Chile de hoy redescubriendo los últimos 30 años. Es la mirada de un chileno, que viene de afuera, con el fin de introducirse en su Chile, que ya no es igual al que dejó, para reconocerlo y narrarlo. No sólo se narra, también se explica. Hay lectores no chilenos a los que hay que contarles lo que fue esa imagen de jaguar de Latinoamérica, detallando este caso de ejemplo temprano y extremo de neoliberalismo absurda y mentirosamente orgulloso de si mismo.
En ese sentido Gonzalo León tiene que traducir al extranjero la particularidad chilena, un modelo socioeconómico que se ha instalado en nuestra cultura y que en las grandes diferencias con el resto del continente exige un esfuerzo mayor al intentar explicar los procesos y su enraizamiento a nivel de la cotidianidad. Porque cómo le explicamos a alguien que entiende natural que la universidad sea gratis el que para nosotros lo natural es la deuda universitaria, es más, que seguimos llamando universidades públicas a esas grandes instituciones con las que nos endeudamos, con los bancos de por medio, y por las cuales las casas de cobranza nos persiguen por varios años. No es fácil. Esa condicionante, muy bien abordada por León, hace que toda la parte de explicación y análisis de la gran mentira del Jaguar sea impecable y una tremenda síntesis, pues se construye sobre esta exigencia que implica el rol de traductor cultural que hace Gonzalo León al explicar Chile a los no chilenos, que en última instancia se ven perfecta y minuciosamente reflejados en esa explicación.
El narrador es alguien que quiere entender, que asume su distancia con el Chile que dejó, que cambió y que despertó. En eso recorre las calles, conversa con gente, vive los días de cotidianidad alterada por la represión constante y se conecta con un pueblo que vivió esos días aprendiendo a enfrentar esa represión. El autor sale a la calle y se encuentra con que los chilenos ya andamos equipados con tapabocas, gafas protectoras, agua con bicarbonato, y una actitud como si todo aquello fuera normal. Y ahí están los muchachos y muchachas con escudos, piedras y una sofisticada organización ya perfectamente internalizada. Toda esa cotidianidad es impactante por el hecho de ya haberse constituido como cotidianidad. El autor estudia para entender todo esto, no con los libros o artículos que para entonces todavía no salían, sino con videos de prensa alternativa, con las redes sociales, conversando con los otros personajes que van apareciendo y mostrándonos esa suma de subjetividades que estallan, convergen, se enfrentan, en esas semanas del último trimestre del 2019.
Y ahí está la brutalidad que nos trae de vuelta los recuerdos de la dictadura, de esa violencia de los agentes del estado que pensábamos que ya no estaba, o al menos no en el centro del país a ese grado. Porque las banderas mapuche en las marchas nos dicen, en realidad, que esa represión sí estaba, en el sur, con heridos y muertos ante una extendida indiferencia de una capital que todavía no despertaba a esa realidad. Eso tiene que ver justamente con una de las tantas preguntas del libro, por qué las banderas mapuche terminaron siendo símbolo del estallido social del país completo. Y así es como avanza el libro, con preguntas y múltiples viajes y conversaciones que se siguen en busca de respuestas.
Entre tanto, hay vueltas al pasado que nos traen algunas viejas crónicas de León que dialogan con el presente. Acá el cronista, al modo del historiador, usa su archivo de obra personal para traer luces que iluminen esta idea de que no eran treinta pesos sino treinta años. Y el país ha cambiado, las marchas han cambiado, Santiago ha cambiado, y quizás sólo Piñera aparece tan terriblemente igual, como si no hubiera aprendido nada, y lo que es peor, como si nosotros no hubiéramos aprendido nada, porque el tipo retornó al poder siendo hoy el mismo que ayer, pero recargado con balas, balines y una policía criminal a la que dio toda la confianza una y otra vez. Si hay un personaje en que el libro se detiene varias veces para ir armando un perfil detallado, ese es el actual presidente de Chile. León dice cosas sobre Piñera como las siguientes: ¨está convencido de que aún los que no trabajan para él, trabajan para él¨, ¨Piñera no cree en el ridículo, por eso ha caído tantas veces en él¨, o ¨Piñera ha sido el último en darse cuenta de que el jaguar ya no es jaguar o de que estaba extinto¨ y si se me permite un último spoiler, esta tremenda síntesis sobre la personalidad del presidente:
¨Recuerdo que durante su primer gobierno le gustaba en sus intervenciones públicas hacer citas históricas y siempre erraba, es decir entendía que un presidente dialogaba con la historia y él quería hacer eso, y lo hacía en base al desconocimiento y no le importaba. Hasta en eso aparentaba, hasta en eso ostentaba, del conocimiento que no tenía. Y la gente —esto hay que decirlo— se burlaba de él, y eso tampoco le importaba.¨
Esa cita me recordó todas las veces que vi a Piñera citando un poema falsamente atribuido a Borges, poema bastante malo, por cierto. Varias veces lo corrigieron y Piñera respondía simplemente ¨no importa que no sea de Borges¨. Eso, no importa. La verdad no importa, sólo el efecto. El ostentar, de todo, hasta de lo que no se tiene, hasta de lo falso. Piñera da risa, da rabia, y da impotencia. El autor siente esa impotencia y la proyecta. Hay relatos terribles de la represión, del drama de todas las personas que la policía dejó tuertas o ciegas, del dolor de una generación que luchó contra la dictadura, que comprendió que la transición pactada dejaba muchas cosas sin resolver pero que pensó, que en materia de derechos humanos había cosas que no volveríamos a vivir, pero que las vivimos nuevamente. Y ante eso, el millonario paranoico, mentiroso y ególatra que tenemos a la cabeza del país aparece como el principal responsable. Se trata, sin duda, de un libro profunda y humanamente anti piñerista. A mi juicio, sensatamente anti piñerista.
El libro nos deja con preguntas que todos nos hemos hecho y discutido en estos meses, y acá el autor es una voz que dialoga con sujetos y realidades que formaron parte de todo lo que converge el 2019: los estudiantes, las feministas, la lucha mapuche como referente, las asambleas de cuanta particularidad habita Santiago incluyendo escritores, algunos comprometidos y otros honestamente asustados de lo que podían perder. Porque el estallido nos trajo brutalmente la imagen de la lucha de clases, donde hay grupos que se asustan por la incertidumbre y otros que expresan, en los hechos, que en realidad no tienen nada que perder. Y en el mundo de los escritores, como en el resto de los oficios, hay de todo. Creo que a todos nos pasó, enfrentarnos a ese colega con el que pensábamos que teníamos algunas diferencias, hasta que el 2019 esas diferencias de pronto fueron un abismo, ese abismo que separa los que se preocupan por los muertos y heridos de aquellos que prefieren condolerse por una estatua derribada.
La crónica de León tiene estos componentes que inevitablemente nos hacen vivir nuevamente la experiencia de estos días que marcan un antes y un después en el país y en nosotros. Mi crítica de historiador, porque eso se me pidió, es que es un libro bello, terrible y nuestro, que habla de nosotros, de lo que nos pasó, del jaguar que nunca fuimos y de los deseos ya incontrolables de ser parte de la construcción de nuestra propia historia.
Por último, decir que cuando vi los juicios y percepciones que el libro recoge en torno a la evaluación del estallido, tendí a creer que probablemente yo tenga una mirada algo más optimista que la de Gonzalo. Y acá quizás hay algo de una mirada de historiador, pero fundamentalmente de historiador político que valora los movimientos sociales pero también la relevancia de construir institucionalidad. Me parece que la revuelta tuvo un éxito de tremenda trascendencia que fue la posibilidad de botar la constitución de 1980, cuestión inimaginable en otro escenario. Y botar una constitución, para hacer otra, es algo más relevante que botar un presidente. Porque que llegara un helicóptero y sacara a Piñera en medio de la revuelta (imagen muy Argentina, por cierto) no garantizaba nada, menos con una oposición desarticulada. No sé si seré demasiado chileno institucionalista en mis apreciaciones, pero creo que más relevante que el ¨que se vayan todos¨ es la claridad de quién se queda, quién genera institucionalidad y mete mano al orden social, para cambiarlo apuntando a la justicia social, o para salvarlo con toda su carga de inequidades. Esto último todavía está en juego, pero creo que con la derrota del Rechazo en el último plebiscito, hubo un éxito de las demandas transformadoras del estallido y una derrota de las fuerzas conservadoras.
Pero estas son las cuestiones que quedan para después de la lectura: la conversación, un debate público y cotidiano que acumule todas las enseñanzas que nos deja esta intensa historia que Gonzalo León nos trae como sonidos múltiples, en una polifonía del estallido interpretada magistralmente por un chileno que viene y va cruzando los Andes, como una composición que suena triste, violenta, bella, pero, sobre todo, muy nuestra. Gracias León por mostrarnos al Jaguar en su caída libre. Nuestro jaguar perdido, que en realidad nunca existió.
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«La caída del Jaguar: crónica del estallido social en Chile», de Gonzalo León
(Hormigas Negras & La Calabaza del Diablo. 2020)
Por Víctor Muñoz Tamayo