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Anticuerpos contra la solemnidad
Cocainómanos chilenos, de Gonzalo León.
Mansalva 2012,
108 páginas
Por Ramiro Quintana
http://www.lanacion.com.ar/
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Gonzalo León (Valparaíso, 1968) coloca en el centro de Cocainómanos chilenos, su libro más reciente y el primero publicado en la Argentina, los registros escriturarios de un hombre que deambula por la periferia, víctima del pánico, apocado por el hálito de la muerte. La extranjería del narrador es doble: por un lado, acaba de llegar a Buenos Aires proveniente de Chile, su país de origen, y todo, desde la experiencia urbana hasta los matices lingüísticos, lo interpela, poniendo a prueba su capacidad de asombro y obligándolo a ejercitarse en la traducción; por el otro, ante el vitalismo festivo que exudan sus amigos porteños -la mayoría de ellos pertenecientes a cierta bohemia cuyo punto de encuentro es una librería ubicada en El Salvador y Gascón-, él experimenta un desfase radical: el de quien siente que su fin es inminente ("Mi rutina es mi agonía", manifiesta de entrada). Maldita predicción gitana o paroxismo de la hipocondría, lo cierto es que el narrador, cuyo nombre el lector desconoce, no duda de que morirá al cumplir cuarenta y tres años, edad de la cual lo separa un brevísimo lapso. Se siente condenado; todo lo que haga, piensa, contribuirá a su inexorable ruina. Entonces: "Miedo a vivir, miedo a morir".
Hospedado en la casa de su amiga Laguna, editora de Belleza y Excentricidad, el narrador comienza a referir -desde su situación límite que se resuelve, claro, en una perspectiva limítrofe- los recorridos sobre todo nocturnos que hace por la ciudad, siempre con sus amigos como díscolos cicerones. La visita a una tanguería donde el baile se le representa como una coreografía sexual; la fiesta de casamiento de sus amigas Verónica y Victoria; incontables asados, aquí y allá, que al final le hacen anhelar los pescados y mariscos de Valparaíso; los festejos de la noche de Año Nuevo en un piso ciento catorce del barrio de Villa Crespo, es decir, tan pero tan alto que "los fuegos de artificio hay que mirarlos hacia abajo". No obstante, mientras sus amigos se divierten, el narrador repite que no quiere bailar.
Aquello que él escribe va conformando, pues, una especie de diario poco convencional o, si se quiere, de novela hecha a partir de notas y anécdotas emulsionadas al desgaire. Porque si bien el narrador, antes de emprender el viaje, se había prometido a sí mismo que no fabularía, que estaría con los pies bien puestos en la tierra, pronto descubre que "en Buenos Aires habitan todas las posibilidades de una narración". Y de tal descubrimiento surge esta escritura que pareciera permitírselo todo menos la solemnidad. Es más: el texto se afana en generar anticuerpos contra la solemnidad. "Nos reímos de la desgracia ajena, que perfectamente podría ser la nuestra", puntualiza en un momento el narrador. Por eso, el tono que impera en Cocainómanos chilenos es el de una jocosidad trágica, con sus morbideces y exabruptos.
Dicho esto, merece sin duda destacarse la libertad compositiva de Gonzalo León, no obstante lo desparejo que resulta el libro. Porque no faltan en él pasajes ocurrentes donde campean la inventiva y el desenfado, pero también los hay de muy otro tenor; o sea, aquéllos en los que la prosa cae en un cromatismo desleído o se asemeja a un craso inventario de trivialidades, lo cual la vuelve inofensiva. Sucede que León parece dar menos importancia a los resultados que a las "posibilidades de la narración", y así, experimentando con la escritura, se aleja de la parálisis, se reinventa.