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La pobre y triste edición independiente
Por Gonzalo León
Publicado en revista Punto Final 4 de enero de 2017
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Hace poco menos de un mes terminó otra edición de la Furia del Libro, la gran fiesta de la edición independiente; sin embargo, deliberadamente decidí que mi viaje anual a Chile no coincidiera con esta fiesta, porque –primero– no veo que haya nada que festejar: no hay logros visibles, es decir no se edita mejor, lo que hay es mejor factura, que es una técnica, que a veces ni depende del editor, sino del imprentero y del dinero que se disponga. Lejos de producir discusiones sobre políticas que abarquen toda la cadena de producción del libro, esto es, autor-editorial-libro-distribución-crítica-lector, la edición independiente –hablo de las que están nucleadas en la Cooperativa de Editores de la Furia– ha decidido eliminar los últimos eslabones de la cadena dentro de sus preocupaciones: autor, lector, crítica. Una vez conversando con el presidente de la Cooperativa, que también es director editorial de La Calabaza del Diablo, me dejó muy en claro que el autor estaba fuera de las preocupaciones de la organización, que había otras instancias para ello, como las distintas asociaciones de escritores, y que la Cooperativa estaba para el libro chileno, como si el libro chileno se produjera en ausencia de autores.
Pese a esta pequeña objeción, en ese momento la explicación me sonó ligeramente sensata. Lo ligero como tomarse las cosas livianamente, restándole importancia. Pasado un tiempo, me di cuenta de que eso era lo que pasaba con las políticas impulsadas desde la Cooperativa: al autor se le restaba importancia, cosa que contradecía el mismo espíritu de esta edición, que se vanagloria por editar bien, o a aquellos que, más allá de consideraciones de mercado, merecen ser publicados. Si no hay buenos autores, ¿cómo se puede editar bien? Es más, si no hay autores interesantes, que propongan cosas nuevas, ¿cómo es posible una edición independiente?
Hay experiencias editoriales, como la argentina y otras, que sirven para observar que si no se piensa en toda la cadena, cualquier iniciativa en torno a la industria del libro, sea ésta chilena, uruguaya o mexicana, está destinada al fracaso. En un mercado editorial donde la presencia del Estado es débil, la subsistencia es imposible si no se pone énfasis en todos los eslabones, y esto lo pude ver particularmente el año que termina, afectado por una crisis en el consumo interno, que llevó a que las librerías argentinas vendieran en promedio un 20% menos. Algunos editores reaccionaron casi inmediatamente a la asunción del nuevo gobierno y ajustaron o adecuaron sus planes de publicación, no había nada qué esperar de un gobierno que venía a disminuir su presencia en cultura: si el kirchnerismo había entregado fondos a productoras y editoriales desde los ministerios de Relaciones Exteriores, Educación, Presidencia, de Planificación y de Cultura, este gobierno no iba a hacer lo mismo. Las compras de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip) así como los subsidios a la edición independientes del Fondo Nacional de las Artes (FNA) se redujeron; el Programa Sur de apoyo a las traducciones del ministerio de Relaciones Exteriores estuvo frenado; Planificación no entregó estímulos ni a la industria del libro (antes había beneficiado a Eloísa Cartonera y a otros pequeñas editoriales) ni a la del cine, es más, se dedicó a perseguir a la productora de Andrea del Boca por ser beneficiaria de unos fondos. En suma, había que hacer algo, y los editores independientes estuvieron a la altura. Los que confiaron en el apoyo estatal jugaron a una ruleta rusa.
Resulta evidente que la sociedad argentina es mucho más cambiante que la chilena, donde la estabilidad permite que una editorial independiente no tenga que ajustarse mucho en un lustro. En este sentido la chilena es una sociedad privilegiada, cosa que lleva a preguntarme qué hubieran hecho editores chilenos en Argentina o España (con un mercado deprimido por ya ocho años), ésa es una interrogante, lo que sí puedo decir es qué hacen en Chile: le piden dinero al Estado, postulan a fondos, quieren más fondos, mientras sus fondos editoriales son débiles. Mariano Rocca, editor emblemático de Tusquets Argentina, dijo que para que una editorial sea sustentable su fondo editorial debe contar con ciento cincuenta títulos circulando en librerías. No sé si en Chile los editores han sacado el cálculo de cuántos títulos deben tener para ser sustentables sin apoyo estatal, pero no creo que el cálculo sea dañino.
No estoy en contra de vivir del Estado o de que el Estado financie en parte algunas ediciones, lo que me complica es que esto se convierta en un modo de subsistencia, es decir, en un modelo de negocios, porque si un título te lo va a financiar el Consejo del Libro y La Lectura o una parte importante del tiraje te lo va a comprar la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (Dibam), no entiendo cuál es el riesgo de ser un sello independiente. Pero como no estoy aquí para juzgar a nadie, lo que me molesta en serio es que bajo el cuasi eslogan de que “nosotros publicamos lo que vale la pena leer” todo se remita a una cuestión de negocios. Quiero decir, si la gran acusación contra las trasnacionales es que se olvidan del autor y sólo les importa el negocio, ¿cuál es la diferencia entre las editoriales agrupadas en la Cooperativa y trasnacionales como Planeta o Random House? Otra similitud entre ambas es que no les importa la crítica, a no ser que un libro sea bien reseñado, pero no está la concepción que plantea ese gran editor y ensayista italiano Roberto Calasso de mirar a la edición como género literario. Los editores independientes chilenos no pasan de ser unos “mercanchifles” que dan un poquito de vergüenza ajena cuando vienen a la Feria del Libro de Buenos Aires, porque vienen a vender no a regalar. Salvo contadas excepciones, uno se pregunta, con todo el cariño que les tengo, ¡¿por qué?!
En Buenos Aires he visto al querido editor de Das Kapital, hoy flamante concejal por Ñuñoa, dándole clase a un poeta mexicano sobre cómo debía escribir; también he visto al presidente de la Cooperativa firmar ante mis ojos un contrato de edición con el tremendo escritor Alberto Laiseca, que murió sin ver esa novela publicada, es decir nada importa, y he visto también a otros editores en la feria, todos buena gente, pero tengo el deber de decirles que se están farreando la oportunidad de construir no un mercado (¡el mercado ya existe, muchachos!) ni establecer la circulación de libros (que cualquiera lo puede mejorar), sino de trabajar y respetar a los autores, que son en definitiva quienes les dan de comer. La organización de la Cooperativa no puede ser un fin en sí mismo: uno se organiza para algo, para hacer cosas, para cambiar el mundo o por último para resistir.
Estos amigos editores se enredaron en esta organización, y eso los ha hecho no estar a la altura de los desafíos que implica la edición independiente de hoy: por lo que se ve cuando vienen y en sus Facebook, muy pocos leen experiencias y reflexiones de otros editores, como de Kurt Wolff (el editor de Kafka), y del propio Calasso. En vez de eso, viajan a Frankfurt, la feria más importante a nivel de negocios de la industria del libro, hasta donde muy pocas editoriales independientes argentinas viajan con tanta asiduidad, y así y todo, sus sellos son más conocidos que los chilenos. No por tanto viajar amanecerá más temprano. El editor no sólo tiene una mirada sobre el mercado, sobre la circulación del libro, sobre lo que significa la literatura de tal o cual nacionalidad, el editor también debe tener una mirada crítica de la literatura, establecer un canon y estar dispuesto a justificarlo en palabras, en algún texto. ¿Conocen a algún editor chileno que se tome esta molestia? Y no se la toman, porque el autor y los textos han pasado a ser pretextos de una mirada que pone el ojo exclusivamente en el negocio.