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La audacia y el cálculo

Por Gonzalo León
Publicado en http://laagenda.buenosaires.gob.ar/ 5 de septiembre de 2016

 


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Cuántas veces un escritor o cualquier buen lector se ha quejado de que no tiene tiempo para leer todo lo que le gustaría o debería leer. A estas alturas esta queja ha pasado a ser un cliché o un buen libro de autoayuda literaria, como en su momento lo fue 1001 libros que hay que leer antes de morir. Sabemos que cualquier guía de lectura a la larga fracasa, porque no se trata de lo que hay que leer, sino de leer lo que queremos leer, por disfrute, por afinidad, por onda, por casualidad. La consabida anécdota de Borges, un gran lector, sirve para ilustrar esto: se acerca un admirador a decirle que le encantan sus libros, que no puede dejar de leerlos, y Borges, manteniendo la lucidez y la compostura, responde algo así: Pero cómo, ya terminó con los buenos. Para Borges que una persona lo leyera implicaba que ya había terminado con los libros y autores que, para él, eran indispensables. Una mirada a la Biblioteca Personal que armó para la Editorial Hyspamérica y que se vendían con un prólogo suyo en los kioscos de Buenos Aires da una idea de cuáles eran esos buenos autores: Cortázar, Kafka, Chesterton, Buzzati, Ibsen, Eca de Queiroz, Lugones, Gide, Wells, Graves, Dostoievski, Swift, Melville, Conrad, Gibbon, Wilde, Flaubert, Schwob, Voltaire, De Quincey, Quevedo, James, Rulfo, entre otros.

Lectores como Borges hay pocos. Cuenta Brian Boyd, en el segundo tomo de su biografía de Vladimir Nabokov, que cuando el autor ruso preparaba el célebre “Curso de Literatura Europea” le pidió consejo a Edmund Wilson: “¿Qué escritores ingleses (novela y cuentos) sugerirías? Debo tener al menos dos. Voy a tener que apoyarme en los rusos, al menos en cinco rusos anchos de espalda, y probablemente elegiré a Kafka, Flaubert y Proust para ilustrar la narrativa europea occidental”. Nabokov había crecido en una familia anglófila, pero eso no le daba la suficiente tranquilidad para enseñar ese curso en una universidad estadounidense. Por otro lado, sus prejuicios contra las mujeres escritoras no lo ayudaban, sencillamente no las leía. En aquel curso enseñó a leer de manera muy puntillosa, preguntando en los exámenes increíbles detalles de las novelas que trataba. Borges también tuvo sus prejuicios: le tenía pavor a cualquier arte peronista o que pudiera convertirse en populista y decía que no podía hablarse de literatura española, porque en más de un siglo los libros buenos de esa tradición eran muy escasos. En ese sentido coincidía con Lugones que consideraba que la literatura española era “una pequeña literatura regional, como la búlgara”.

Muchos escritores han seguido un programa de lectura, a veces lo ordenan por literaturas: estadounidense, francesa, contemporánea, argentina, latinoamericana, del siglo de oro, etcétera. Pero seguir un programa, al igual que una guía, resulta absurdo porque a veces los libros encuentran a sus lectores. Tennessee Williams en su cuento ‘Algo de Tolstoi’ narra la historia de un chico judío y una chica gentil, que luego de conocerse por mucho tiempo se casan y se van a vivir, tras la muerte del padre del chico, a la librería paterna, pero las cosas marchan mal, y la chica se va a Londres, donde se convierte en una importante actriz. Pasan los años y regresa a la librería, pero su ex marido no la reconoce y ella le cuenta entonces que viene por un libro que trata de un chico judío y de una chica gentil que luego de conocerse por muchos años deciden casarse. Sin inmutarse el ex responde: “Hay algo que me suena en la historia. Creo que la he leído en alguna parte. Me recuerda a algo de Tolstoi”. Un programa de lectura elimina el imprevisto.

En este punto creo que es menos interesante analizar lo que un escritor lee que lo que descarta o no lee. En una entrevista, Mario Levrero dijo que no había leído a Marcel Proust y que esperaba leerlo cuando tuviera sesenta años. André Gide, que además de escritor era editor de la Nouvelle Revue Francaise (NRF), rechazó el primer tomo de En busca del tiempo… sin haberlo leído y en la correspondencia que mantuvo con Proust trató de enmendar el error, congraciarse con él y publicar los tomos siguientes: “Haber rechazado este libro será el más grave error de la Nouvelle Revue Francaise; y además (pues tengo la vergüenza de ser en gran medida el responsable de ello) uno de los pesares, de los remordimientos más mortificantes de mi vida”. ¡Pobre Proust, ¿cuánto prejuicio ha resistido su obra?! Yo mismo me niego hasta el momento a leer esos tomos; en mi defensa puedo decir que he leído los cuentos de Los placeres y los días, sus artículos periodísticos y sus cartas. Es una pobre defensa, lo sé.

Pero no sólo he descartado En busca del tiempo…, sino también en otro momento a Roberto Bolaño. Sucedió hace casi diez años cuando me encargaron una columna para un suplemento literario chileno y escribí ‘Cómo escribir sin Bolaño’. Mi idea era despegarme de él y demostrar que era posible escribir no sólo sin la figura viva, presente de Bolaño, sino sin haberlo leído. Aunque sí había leído su libro de poesía, pero no sentía ganas de introducirme en su mundo, quizá porque lo había visto a finales de los 90 en la Feria Internacional del Libro de Santiago y no me había caído nada bien. Tenía una actitud de superioridad y se mostraba muy competitivo, como si escribir fuera una carrera. Bolaño era un escritor que calculaba, y creo que a eso se debe ese deficiente ensayo sobre literatura argentina, ‘Derivas de la pesada’, en donde hace un mapa de lo que hay que leer. Habla del Gran Canon encarnado en Arlt, del Contracanon personificado en Osvaldo Lamborghini y del Canon del Mercado encarnado en Soriano. De más está decir que resulta innecesario hacer un ensayo con cuestiones tan básicas; toda literatura puede dividirse en esas categorías, a no ser que se quiera hacer un cálculo de cómo voy yo ahí o cómo me sitúo frente a eso.

No sé si en todos, pero sí en muchos de los movimientos de Bolaño está presente el cálculo: sus amistades literarias, el hecho de que su obra marcada por lo latinoamericano puedan hallarse novelas argentinas, mexicanas y chilenas. Lo opuesto al cálculo es la pasión, y me gusta más este eje de la vida, los sentimientos y las afinidades. Por eso después de leerlo llegué a la conclusión de que no me interesaba, y que quizá debí haberlo descartado de plano, pero bueno, me sirvió para ver qué modelo de escritor no quería ser. A veces los prejuicios son el olfato que tenemos y que nos guía en nuestras lecturas. Sin embargo, los prejuicios están igualmente motivados por el cálculo y por la pasión.

Otro prejuicio que he escuchado a modo de chanza ha sido el que solía lanzar Ricardo Strafacce en contra del realismo: “Si no sos Proust, no me cuentes tu merienda”. También está la incomodidad, ya no como prejuicio (aunque algo de eso hay), que le provocaba a César Aira leer novelas en presente: “Tanto es lo que protesto contra la narrativa escrita con los verbos en presente que ya se empiezan a reír de mí”. En su ensayo Continuación de ideas diversas aborda esto, pero más interesante es cómo se refiere a la lectura y la acumulación de conocimiento: “La lectura, el estudio, la asimilación de saberes, datos, ideas, ese ‘camino de perfección’ intelectual, incesante, que uno lleva adelante porque sí, sin un objetivo práctico… se lo está haciendo en beneficio del joven que uno fue, para dotarlo de las virtudes y de las capacidades que tanto le habrían aprovechado entonces”. Aquí Aira parece que cuestionara la utilidad de la lectura o, para decirlo de otro modo, parece que cualquier lectura, por su carácter anacrónico, se tratara de una experiencia con textos que fueron publicados hace un mes, un año o cien años, y que a su vez fueron escritos hace aún más años; en síntesis el lector lee el producto de un escritor inserto en una sociedad pasada y muy raras veces contemporánea. Aira trata esto más extensamente en otro libro de ensayos, Las tres fechas. Y mientras tanto, el saber y los libros se acumulan a una velocidad muy superior a la de nuestra lectura.

Mi compatriota y colega Roberto Merino escribió no hace mucho una columna titulada “Chao a los libros” donde cuestiona al libro como fetiche. Cuenta que hasta su adolescencia leía como su abuelo, esto es caminando por la calle, hasta que un día chocó con un árbol y dejó de hacerlo. Luego se refiere al fetichismo performático que hay detrás de la afición por la lectura, escenificado en cafés, parques o peñones aislados, “con sus libros abiertos como si fuesen la entrada a un mundo del cual sólo el lector en cuestión conoce la contraseña. Otros en Facebook ponen fotos de libros como si se tratara de fetiches o de secretos revelados y sus amistades se apuran en inscribirse con likes y corazones, aunque los libros sean de autores tan desesperantemente fomes (aburridos) como Apollinaire o tan limitados como Jacques Prévert”. Merino ensaya una resistencia hacia este modo de lectura y quizá por eso confiesa que los libros le dejaron de interesar como antes. Recuerda que el único muerto en una réplica del terremoto de San Francisco en 1985 fue un hombre que fue aplastado por su biblioteca: “Para encontrarlo tuvieron que remover un par de toneladas de conocimiento empastado”. Morir aplastado por la lectura.

Mi editor me contó que en una entrevista que le hizo a Hanif Kureishi, el genial autor inglés de El buda de los suburbios y de Soñar y contar, éste le dijo que había dejado de leer a los cincuenta años. Este caso es, sin duda, extremo, pero quizá eso pasa cuando se sigue a pie juntillas un programa de lectura por muchos años y el placer de la lectura se elimina, y todo se vuelve una obligación por leer y saber. Leer para demostrar que se sabe. Hace pocos años entendí por qué leía: empecé a sentir que cuando no lo hacía me deprimía, así que leía cualquier cosa, no era necesario que lo terminara, aunque era mejor que eso pasara, así evitaba tener que empezar de cero (mi página en blanco). Lentamente me fui formando una rutina que continúa hasta hoy. Cuando estoy cuatro o cinco días sin leer nada, es señal que algo malo me pasa. Pero también descubrí que la lectura no es una cura milagrosa; no se trata que mientras uno más lea, más sano mental o anímicamente estará. La lectura sólo es la manifestación de un deseo; si tengo que abandonar un libro, lo hago con toda libertad. Prefiero eso a saltarme páginas. Sin embargo añoro esos años en que leía menos y era más ignorante. Había una libertad en no leer.

Ricardo Romero, autor de Historia de Roque Rey, en otra columna titulada “La persistencia del hábito” define la lectura como una pregunta que uno se está haciendo permanentemente: “¿Por qué estoy leyendo esto?”. Si uno sabe la respuesta, es porque tiene que hacer una reseña, una nota sobre la lectura, una columna sobre por qué leer, un ensayo que aborde todos los aspectos de esta experiencia; la persona que se hace esta pregunta, como señala Romero, es un experto en lectura o alguien que se gana la vida en eso. Pero como es inevitable que al lector lo mueva el deseo, pide “jaquear o hackear esas prácticas, olvidar las preguntas que rellenan el silencio de todos los días”. Y es el deseo lo que habilita a cualquier escritor a leer mal, como dijo Piglia que hacía Borges, y al leer mal, propuso un modo de lectura nuevo, que venía con una escritura vieja. Quizá esa sea la diferencia entre un gran escritor y un buen escritor: proponer un modo de lectura nuevo y a la vez persistir en el hábito.

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Gonzalo León es escritor y periodista. Ha publicado novelas, libros de crónicas y de cuentos. Su última novela es Cocainómanos chilenos (Mansalva). En Twitter es @gozaleon.



 

 

 

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