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La novela inefable
Por Gonzalo León
Publicado en revista Punto Final, 11 de Octubre de 2017
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Hace no mucho César Aira dijo en una entrevista que la forma de novelita que usaba se explicaba por el agotamiento de la novela. No sé si sea exacta la cita, tampoco importa, porque es creíble y porque hace mucho tiempo se viene hablando de la agonía, pasión y muerte de la novela. Y pese a ello se siguen escribiendo, publicando y leyendo. La industria editorial, de hecho, prefiere publicar novelas que libros de cuentos, porque, según dice, el público las prefiere. Desconozco si eso sea cierto, aunque tampoco importa, porque si se agotó o murió, ese público será el último en enterarse.
La novela más que un género, es una forma que ha ido cambiando. Como todo tiempo histórico tiene sus ideas, las novelas y los cuentos también han tenido sus ideas, a veces incluso la literatura se ha adelantado a la filosofía. A fines del siglo XIX los cuentos de Guy de Maupassant instauraron la forma breve; antes los cuentos tenían la extensión de las nouvelles o de las novelitas de Aira, después de Maupassant el cuento se abrevió. Doctor Jekyll y Míster Hyde, por ejemplo, es un cuento, así como Otra vuelta de tuerca; hoy, tanto el cuento de Stevenson como el de James pasan como nouvelles y, para los más laxos, como novelas.
Pero la novela no es un libro de trescientas páginas que trata de algo y que tiene un protagonista y personajes secundarios, eso lo puede tener una novela, pero no es una. De hecho ni siquiera es un libro, porque es una forma y, como tal, es intangible a tal nivel que si se puede resumir en unas cuantas palabras sería un fracaso en tanto forma; puede que venda mucho, cosa muy factible, pero como forma literaria dejaría mucho que desear. Y sin embargo, después de Kafka, Joyce y Musil, es decir después de cien años, se siguen escribiendo historias, con la creencia de que eso es una novela. Quizá en un tiempo pasado la historia le daba la forma a la novela. Pero hoy en una época sin historia, en un presente permanente, la historia no tiene mucha relevancia. Eso no quiere decir que las novelas deban carecer de ellas, al contrario, siempre es bueno que haya una, dos o cien. Y aquí está el punto importante: el escritor no debe demostrar que es capaz de crear una historia, eso en un punto lo puede hacer cualquiera; de hecho se cuentan historias en los bares, en reuniones de amigos, en clubes sociales, pero no cualquiera puede narrar una historia, esto es, contarla de una manera única, singular, propia.
Pienso en la novela mientras escribo un artículo sobre Nicanor Parra para un medio argentino. Me causa curiosidad que Parra haya sido –desconozco si aún lo sigue siendo– un lector de las novelas de Kafka y Macedonio Fernández. En Conversaciones con Nicanor Parra, de Leonidas Morales, demuestra su admiración por estos autores. De Macedonio cuenta que incentivó a su hermana Violeta para que escribiera una novela al modo de Museo de la novela de la eterna porque, según él, hasta ese momento la novela no había empezado, faltaba “una novela hecha por poetas. Pero una novela, cómo te dijera yo, donde no ocurre nada”. Parra creía que si en una novela sucedía algo estaba en el plano de la historia, y desde la poesía se podía encontrar esa forma que prescindiera de la fábula. Precisamente Marcelo Cohen –vuelvo a citar su último libro de ensayos, Un año sin primavera– dice que lo inefable es lo que no se puede decir y que lo contrario a eso es la fábula, lo que sí se puede decir. Estamos entonces ante una novela inefable, es decir, poética.
Juan José Saer intentó hacer esto, llamando a “rechazar lo habitualmente considerado como novelístico y novelesco, integrando por el contrario a la dimensión de la novela todo aquello que el academicismo determina de antemano como no novelable”. Pretendía acercar la poesía a la novela. No sé si lo haya logrado, aunque después de leer Zona Saer, el ensayo de Beatriz Sarlo sobre su obra, parece ser que sí, tanto así que lo postula ahí como el sucesor de Borges para ocupar la centralidad en la literatura argentina.
Pienso en este ensayo sobre Saer pero también en quien fuera su amigo, Ricardo Piglia, ambos tienen un libro de conservaciones. Pero además pienso en Piglia y el último tomo de sus diarios, titulado Un día en la vida. Es curioso cómo este tomo –mucho más que el segundo– avanza hacia una forma de novela sin recurrir a lo novelístico y a lo novelesco. Es el diario de una época que aborda la dictadura argentina y su muerte, es decir, el tiempo en que pudo haber muerto y en el que efectivamente murió. La opresión de la dictadura argentina se siente, no por un hecho en particular, sino por la atmósfera, la paranoia, los tranquilizantes que debe tomar el protagonista, su recurrente pensamiento en el suicidio y también en la escritura de Respiración artificial, la novela que escribe durante esta época, que lo salva definitivamente, pero que tiene todo el peso de la dictadura. El registro del diario se va alternando con aquella escritura, es decir, la novela queda como anotación en un margen del diario; no está la historia de Respiración artificial, y si existe está como preocupación: “No sé qué historia debo contar y tampoco encuentro el tono”. Tal vez –y planteo la duda porque aún no termino el tomo– estemos ante la gran novela del escritor trasandino fallecido este año.