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Crítica, la nueva generación

Por Gonzalo León
http://laagenda.buenosaires.gob.ar
25 de febrero de 2016

 




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Antes de que Madame de Staël, a finales del siglo XVIII, inventara el término literatura ya existía la crítica: en la Inglaterra de esa época, Samuel Johnson la ejerció con gran ingenio y mordacidad, ganándose el odio de un autor que no encontró momento más propicio para la venganza que a la muerte de Johnson, lo que demostró, según James Boswell, biógrafo de Johnson, no sólo la cobardía del autor sino el inmenso temor que infundió en vida; él no era muy dado a meterse en polémicas, porque consideraba que de hacerlo no tenía nada que ganar y algo que perder, aun así ante la mínima posibilidad de que Johnson respondiera muchos callaron más allá de su muerte. Pero además tenía, según cuenta Boswell en Vida de Samuel Johnson, una predisposición natural hacia la crítica, cosa que se notaba en lo severo que era con sus propios amigos, de los que sólo él podía hablar mal de ellos: si aparecía otra persona y los atacaba, él siempre los defendía. Creo que el ejemplo de Johnson puede iluminar este territorio nebuloso y oscuro que hoy es la crítica a propósito de tres libros publicados por autores de casi la misma edad (cuarenta años) en los últimos dos años y medio:  Los gauchos irónicos, de Juan Terranova (Milena Caserola, 2013),  ¿Qué leer?, de Maximiliano Tomas (Reservoir Books, 2015) y  Los infames. La literatura de derecha explicada a los niños, de Maximiliano Crespi (Momofuku, 2015). No es fácil ejercer este oficio ya que, como plantea Crespi en su prólogo parafraseando a David Foster Wallace, “en el ámbito de la crítica, la indulgencia y el desprecio suelen ser las dos caras del mismo limosneo condescendiente”, o si lo queremos poner en otros términos, la crítica se encuentra teñida por cuestiones personales, ideológicas, de poder y también de instalación. Algunos dirán que la crítica se ejerce con todas esas cuestiones y no dándoles la espalda; puede ser, pero lo que sucede habitualmente es que termina siendo una suma de esas cuestiones y muy poco de atenta lectura. Digo esto porque Johnson fue más allá de todo eso: no aplaudía a sus amigos, ni tampoco a los que pensaban como él (de hecho el aborrecimiento de las ideas políticas de Milton “permaneció siempre invariable. Ello no le impidió profesar su calurosa admiración por el gran mérito poético de éste”), obtuvo una pensión de la monarquía y mantuvo cierta independencia de la corona inglesa y apabullaba con sus conocimientos, por lo que la autoridad y su instalación como crítico surgió naturalmente.

¿Pero cómo abstraerse de estas cuestiones? Dos buenos ejemplos son los libros de Terranova y de Tomas. De hecho en ambos se encuentran definiciones muy parecidas. En el prólogo de Los gauchos Terranova confiesa: “¿Se puede salir de la lista como paso primario de lectura? No creo. Sí es posible tensar sus posibilidades, decir algo más, intentar complejizar los nombres, armar un mapa”. Y Beatriz Sarlo en la contratapa de¿Qué leer? escribe: “Maximiliano Tomas traza el mapa a medida que recorre este territorio. Lee en tiempo presente. Lo mueven la curiosidad y la urgencia”. Es decir uno se presenta como cartógrafo y al otro lo presentan de ese modo, con la incertidumbre de que el mapa pueda ser inútil en un futuro no tan lejano. En este sentido no hay pretensiones. Y si bien el título del libro de Tomas induciría a pensar qué no hay que leer, cosa que hace, no es el tono que atraviesa el compendio, porque no se detiene en ello y porque propone reflexiones en torno a muchos temas, como que no basta con escribir bien: “Eso, a esta altura, no alcanza. Demasiada gente escribe bien hoy en día”. Hacia el final comenta una expresión del crítico español Ignacio Echevarría: “La crítica no es tanto un arte de la comprensión como un arte de la respuesta. Presupone un diálogo, y eso excluye de partida la adoración y la condescendencia”. Para Tomas entonces pensar la crítica en términos de una manifestación a favor o en contra es simplificar las cosas, aunque definitivamente elogiar un libro es mucho más sencillo que hablar mal de él; de hecho la crítica negativa, aparte de ser más arriesgada, “sirve como brújula en una industria desbocada de novedades como lo es la del libro, atiza discusiones y polémicas sobre obras y autores, trabaja el ego de los escritores y los obliga a ser menos condescendientes con sí mismos y con los lectores”. ¿Qué leer? opera como una guía de lectura con el modo de leer que tiene Tomas, que no está cruzado solamente por la experiencia literaria, sino también por anécdotas, opiniones, es una especie de reunión de crónicas sobre crítica que abarcan mucha narrativa argentina pero también extranjera y no ficción.

A diferencia de ¿Qué leer?Los gauchos irónicos está centrada en un presente muy presente y muy argentino: ocho textos críticos sobre autores menores de cuarenta años y tres textos más que abordan las antologías en la literatura argentina (un vicio a esta altura), literatura e internet y la juventud en la literatura argentina. Terranova tira nombres: Luciano Lamberti, Carlos Godoy, Carlos Busqued, Mariano Dörr, Pola Oloixarac, Iván Moiseeff, Pablo Katchadjian, Federico Falco, Félix Bruzzone. Sin embargo el título del libro de Terranova llama a equívocos porque no hay un prólogo ni una tesis que recorra estos textos y que hablen sobre la gauchesca o por qué son éstos y no otros gauchos irónicos. Creo que editorialmente se optó por un buen eslogan de entrada más que enunciar lo que es: un minucioso trabajo sobre la monstruosidad en la literatura argentina contemporánea. Monstruosidad que ya había registrado Elsa Drucaroff en Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes de la postdictadura(Emecé, 2011), pero aquí la monstruosidad proviene del texto y no de una tesis que lo abarque y explique, en eso se nota mejor que hay un escritor ejerciendo la crítica, de atenta lectura. Los monstruos están en los cuentos de El asesino de chanchos, de Lamberti, “que mejor resuelve el aquí y ahora en el que se presenta la tradición argentina y la influencia de la literatura norteamericana”, es decir una tradición que después de Borges se pensaba resuelta aparece con un problema, con otra cabeza saliéndole por el hombro; en los poemas deEscolástica Peronista Ilustrada, de Carlos Godoy, están todas las formas del peronismo, todos los lugares donde se le puede ver, lo que da la sensación de que más que un movimiento es un engendro del que no se puede escapar, una especie de Godzilla que ataca a la Argentina; Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, “se presenta no tanto como un remix del bestiario medieval o una apelación a la taxonomía dieciochesca, sino como una novela-animal o una novela-bestia”; Musulmanes, de Mariano Dörr, es novela escrita en formato de diario donde el narrador “consigue triunfar sobre el monstruo”, que no es otra cosa que la cocaína; El Martín Fierro ordenado alfabéticamente y El aleph engordado, de Pablo Katchadjian, los procedimientos –ordenar alfabéticamente y engordar– son modos de bestializar textos canónicos; los dos textos sobre Pola Oloixarac y Federico Falco no son tan conocidos, el primero es ‘Actividad paranormal en la Esma’ y es como una versión de película de género de terror del ex centro de detención, tortura y muerte que da miedo no por lo que narra sino por la visión que entrega la autora, y el segundo es un poemario llamado Made in China, en el que Falco al igual que Godoy con Perón trabaja la figura de un líder nacional, en este caso Mao, y lo exporta a las categorías de actor, santo popular, consejero matrimonial, etc; 76, de Félix Bruzzone, es un conjunto de cuentos que hablan del golpe de estado, pero la monstruosidad no está situada en el pasado sino en el presente, en los restos dictatoriales, ex militares miembros de escuadrones de la muerte que se pasean impunemente.

En contraste con el libro de Drucaroff, que sostiene la tesis de que toda la narrativa que se ha escrito desde 1983 está hecha de uno u otro modo sobre los treinta mil desaparecidos, Terranova sabe que los textos canónicos de la literatura argentina hablan de barbarie e intuye que el presente de esta literatura debería ir por una deriva similar o por un desarrollo de esa barbarie: la monstruosidad aparece así de manera natural, como algo a desarrollar quizá de manera inconsciente o incorporada, luego están sus gustos, las preferencias que determinan ese recorte, ese mapa.

Pese a que tanto Maximiliano Tomas como Juan Terranova se despegan de ciertos discursos de la academia –uno por formación, el otro por elección–, hay en ellos una atenta lectura. Después de ellos se hace difícil comentar el trabajo de Maximiliano Crespi en Los infames, porque aquí más que un mapa hay un loteo de un territorio que divide grosso modo al libro en cuatro secciones:
–una introductoria donde anuncia lo que será el libro y por donde van sus gustos o afinidades, aparece la teoría del realismo infame, que vendría siendo una especie de vanguardia, o el realismo que vale la pena leer,
–luego vienen las dos secciones mayores que bien podría ser una: lo que está mal y que no habría que leer y lo que está bien y que habría que leer 
–y finalmente una sección que es un texto que recuerda a Los gauchos irónicos, porque recoge a algunos autores seleccionados por Terranova (Falco, Godoy, Lamberti) e intenta una operación similar: periférica, marginal a lo existente, sólo que cuando Terranova palpitó el presente, Crespi lo vio pasar y luego lo registró a modo de coda que refuerza la selección de lo bueno y de lo que hay que leer.

Gombrowicz escribió que a un hombre lo define aquello que ama; si aplicamos esta sentencia a Los infames, veremos que lo que ama es la siguiente lista de autores: Aurora Venturini, María Pía López, Diego Erlan, Mauro Libertella y Flavio Lo Presti, además de guiños a Pablo Natale, Martín Zícari y Gabriela Cabezón Cámara. Pero centrémonos en los que menciona a propósito y les dedica más tiempo y espacio, creo que no es aventurado afirmar que el recorte que hace de la narrativa argentina contemporánea (Venturini murió a los noventa y dos años, difícilmente puede caer en la categoría de contemporáneo) resulta caprichoso, aunque si se examina bien las estéticas que destaca lo que predomina es el relato familiar. Escribe Crespi: “No hay mayor novela política que la novela familiar. La percepción de lo histórico se elabora en términos de narración familiar” y “La novela familiar no se cierra en lo literal; dice más de lo que dice, pero lo dice alusivamente”. Lo que uno se pregunta es cuántas novelas familiares habrá que leer para percibir lo histórico. Después de Kafka que manejó con maestría el relato familiar y de García Márquez que lo supo vender, no sé qué más podría dar este tipo de narrativa. Eso sin nombrar las múltiples novelas y cuentos que se escriben y publican no sólo en Sudamérica, sino en todo el mundo. Aclaremos: lo familiar también es lo que más nos suena.

Si en Terranova hubo riesgo en los nombres que lanzó y un concepto claro, en Crespi no sólo hay carencia de riesgo y de conceptos claros, sino de la prosa pugilística que cree tener: sus golpes apuntan al objetivo pero no dan de lleno en él, lo rozan y a veces sencillamente revolean por el aire. Pero cuando hablo de conceptos enredados, me refiero a cómo están presentados en su texto, no a que no los sepa o no los pueda manejar en una discusión en algún bar o en alguna cátedra. Hace diez o quince años leía los textos de un crítico de arte muy renombrado en Chile y nunca los entendía, pensé que me faltaban lecturas para entender lo complicado, así que leí más, pero a medida que leía, más enredados me parecían esos textos; un día después de hablar con el crítico en cuestión y de entenderle todo lo que hablaba, deduje que en una de ésas era disléxico. Le pregunté al escritor Roberto Merino, que conocía bien al crítico, y me dijo que sí. No estoy diciendo que Maxi Crespi sea disléxico, no lo sé, tampoco es pecado serlo: mi hermano lo es y conozco a otro escritor chileno que se empezó a tratar la dislexia a los treinta y cinco años, lo que estoy diciendo es que si la selección es caprichosa y los conceptos y la prosa que maneja se enredan en un ovillo, la pregunta que surge cuál es su modelo de crítica.

Pese a esta incógnita, el libro ofrece una serie de formas, procedimientos y preferencias: el relato poco afirmativo o dubitativo le gana al afirmativo; como procedimiento, aborda los textos narrativos dividiéndolos de manera mecánica en fábula y ficción; como formas, sigue creyendo en pleno siglo XXI que el relato familiar es disruptivo porque, quizá como decía Freud hace cien años, “lo siniestro sería aquella suerte de espanto que afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”, y se manifiesta contra la lógica de mercado y también contra el imaginario progresista y políticamente correcto. Cree que es posible, tal como hiciera Sartre con Flaubert en El idiota de la familia, analizar una obra desde el psicoanálisis, el marxismo, etcétera. Pero ese libro es inmenso y tomó un gran trabajo. De Sartre se puede precipitar, a través de un simple juego de palabras, en el desastre. Pero estas formas, procedimientos y preferencias son nada al lado del loteo de este territorio que es la narrativa argentina. Allí vuelve a dividir ahora en tres parcelas, todo Crespi lo disecciona y divide y examina y después de mucho dividir/cortar consigue su objetivo. Opera como un taxidermista. ¿Pero consigue su objetivo? Veamos las tres parcelas que propone: la primera se trata de “un realismo reaccionario, de apariencia residual y de fabulación fatalista. En él lo que habla es siempre la voz del Amo”, que a su vez está dividido en un realismo objetivista cuyo representante mayor sería Damián Tabarovsky y otro de vertiente evangélica cuyo representante mayor sería Selva Almada; luego vendría un realismo populista que “oscila, trémulo, entre opciones refinadas, canónicas y consagradas pero potencialmente caducas como las de Hernán Ronsino o Andrés Neuman, estertores de semblante rejmaniano, tibio y lavadamente costumbrista (como puede leerse en narrativa de Ignacio Molina) y elaboraciones barriales demagogas, idílicas y viscosamente sentimentales, como las que firma Juan Incardona”, por si fuera poco en esa misma categoría pone un anexo para Martín Kohan y Leopoldo Brizuela, quienes entre otros moralizan “desde un procedimiento de verosimilización etnográfica”.

Por contrapartida estaría el realismo infame, que es el objeto del libro, que “viene a decir lo indecible, lo intolerable al propio realismo: que no basta ya con inscribir el régimen de la ficción fuera de la indecisión de ‘lo verdadero o lo falso’ (en ‘una decisión de no verdad’), sino que la propia relación con el mundo y con los otros muchas veces está pautada, no en razón de lo visto y lo sabido, sino en función de lo invisible y del no-saber”. A último momento añade a su carro de compras de lo malo a Germán Maggiori y a Marcos Herrera y en un terreno bien de frontera a Oliverio Coelho y a Iosi Havilio. ¿Son buenos, son malos, hay que leerlos? ¿Quién sabe? De este modo los malos autores son más que los buenos, pero a la hora de hacer la ecuación dentro de la literatura argentina no es capaz de sutilezas del tipo que hizo Alejandro Rubio en el final de La garchofa esmeralda (Mansalva, 2010) cuando escribió: “La literatura argentina está mal escrita. La literatura argentina procrea argumentos nulos, personajes malos, imágenes malas, diálogos malos, ideas malas… Esto en un primer nivel, el más superficial, el que redunda de una visita con suficiente dinero a Yenny”. Pero Rubio avanza en una tesis cuando plantea que “lo primero que piensa un autor argentino es cómo demoler al adversario que eligió”, incluso, se entiende, antes de escribir; la literatura argentina, concluye entonces, “trata de guerra (con su campo semántico: posiciones tomadas, ataque, contraataque, defensa, táctica, estrategia, persecución, saqueo, paranoia, cadena de mandos, aniquilación, victoria, derrota) y de mierda (con su campo semántico: bolsas cargadas de caca o semen, asados con sus correspondientes chinchulines, cultura pop, sadomasoquismo, pornografía, logorrea, piorrea, viejos desdentados en geriátricos que les cambian los pañales para adultos)”. Para Rubio todo está mal en el sistema que rige a la literatura argentina, hasta lo bueno, entonces no hay redenciónposible. Crespi que tanto critica a los escritores que ofrecen una redención, una esperanza, una utopía, ofrece una redención precisamente con el realismo infame. Desde ese punto de vista la imagen que levanta es la de un pastor evangélico enumerando todos los males del mundo pero evangelizando a través de su palabra.

Pero volvamos a cuando Rubio plantea que “lo primero que piensa un autor argentino es cómo demoler al adversario que eligió”, es evidente que al adversario que eligió Crespi fue a Damián Tabarovsky, que como editor publicó además a Selva Almada y como ensayista escribió Literatura de izquierda (Beatriz Viterbo, 2004), en donde recuerda que “el mercado y la academia funcionaron como marca cultural de la Argentina de los 80 y los 90” y que “la crítica que se publica hace 25 años fue escrita desde esos lugares”, Crespi, por parte, cree que mercado es una cosa y academia otra. De hecho, al ver el epígrafe de su libro, La literatura de derecha explicada a los niños, se confirma la impresión del adversario al que eligió: derecha e izquierda enfrentadas. Y al declarar la guerra surge, siguiendo la lógica de Rubio, la mierda y todo su campo semántico: “bolsas cargadas de caca o semen, asados con sus correspondientes chinchulines, cultura pop…”.

No hay duda además de que hay un afán por instalarse en un determinado lugar de la crítica argentina. No le interesan sus contemporáneos, aunque los menciona. Pero cuando se refiere a dos modelos de críticas surge cierto pudor: para él, Sarlo sería la crítica del pasado, de la tradición (“A Sarlo no le interesa la vibración del presente porque lo que del presente la hace vibrar es el amor al propio pasado”), y Ludmer sería la crítica preocupada por el futuro, por lo-que-viene-después, él, Crespi, caería justo en el medio, es decir en el presente. Sin embargo, a diferencia de sus contemporáneos, es incapaz de tomarle el pulso al presente: inevitablemente corre tras los acontecimientos, porque lo suyo es poner primero una teoría al servicio de una crítica que deja a los textos criticados en calidad de fósiles, listos para el arqueólogo o el antropólogo.

Más allá de estos cuestionamientos, creo que la gran diferencia entre estos nuevos críticos, y deseo que Maximiliano Crespi siga haciendo crítica y siga publicando libros de crítica porque mientras más libros haya más crítica surge y eso siempre es bueno, es la búsqueda de autoridad. Ni Terranova ni Tomas aspiran a tener autoridad para ejercer la crítica. Pese a esto hay algo que los tres no ahondan y es la función que la crítica tendrá en el futuro. Todos los lectores somos productores de canon al seleccionar, comentar y obviar textos, sin embargo ese poder que tenía antes la crítica especializada está democratizándose más, y hoy no tiene el poder exclusivo de sostener una obra, desde hace años compite con el mercado, pero además con el boca a boca, los libreros, las opiniones de los pares, la escena de la edición independiente no sólo en Argentina, sino en muchas partes del mundo, que cada vez fija más agenda, esto es, qué hay que leer. Desde este punto de vista un cartógrafo más o un pastor menos vienen a dar más o menos lo mismo.



 



 

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Crítica, la nueva generación
"Los gauchos irónicos", de Juan Terranova (Milena Caserola, 2013), "¿Qué leer?", de Maximiliano Tomas (Reservoir Books, 2015) y "Los infames. La literatura de derecha explicada a los niños", de Maximiliano Crespi (Momofuku, 2015).
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