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Los miserables

Por Gonzalo León
Publicado en revista Punto Final



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Este mes se debería otorgar el premio nacional de literatura y cual caballos de carreras los colegas ya se lanzaron para competir por el galardón y la pensión. Siempre he creído que cuando una institución da un premio lo que hace es premiarse a ella misma. No se trata de un reconocimiento por la calidad de la obra ni por la trayectoria, porque si así fuera los premios serían indiscutidos, y la mayoría de las veces no resulta así. Pero por la importancia que en el medio literario se le da a este premio y a la pensión vitalicia, una especie de jubilación, de pensar ahora podré dormirme en los laureles, esta distinción un mes antes y unas semanas después de su entrega siempre genera discusión. Habitualmente corre un caballo oficialista, otro más o menos marginal y una sorpresa, entre medio está el que quiere pasarse de listo y le dice a sus amigos que lo postulen. No se trata de ganar, lo importante es competir, que en buen chileno significa estar en la discusión.

El jurado del Premio Nacional de 1963. Eran otros tiempos, al menos en el jurado

Desde el punto de vista ético, porque si el premio se va a dar igual se puede ver desde este punto de vista, me pareció admirable la actitud de Diamela Eltit por no participar; se podrá argumentar que no quiso que su nombre se ensuciara, que pensó que éste no era el momento, pero a decir verdad nadie toma decisiones a cuatro años plazo, que es cuando otra vez se entregará el premio nacional de literatura a la narrativa. Marginarse para mí tiene una épica, y sin épica no se puede escribir, es decir llega el game over de la obra y el inicio de sus interpretaciones. De ahí que el escritor argentino Néstor Sánchez cuando dejó de escribir haya dicho que se le había acabado la épica.

Llevo viviendo tres años y medio en Buenos Aires, me he vinculado con escritores, editores, en fin un escenario similar al de cuando estaba en Chile, y los peores momentos los he pasado cuando he intentado explicar el fenómeno de los premios y las becas en Chile. Cuando le cuentas a un porteño que recibiste una beca de ocho mil dólares (unos cien mil pesos argentinos. Sólo como dato: el premio de novela de Clarín es de cientocincuenta mil) no lo pueden creer y cuando les dices que no se trató de un premio, sino de una beca que también ganaron otros cuarenta o cincuenta escritores profesionales y una cantidad superior de escritores emergentes, los ojos casi se les salen de las órbitas. Es inconcebible ese nivel de becas y premios en Argentina. Pese a ello, se escribe mejor narrativa, mejor dramaturgia y mejor ensayo que en Chile. Poesía sigo pensando que hay un nivel parejo, pero no por la tradición, sino por lo internalizada que está y por los ciclos de lectura que se realizan en Santiago, Valparaíso, etcétera, etcétera.

La última vez que se entregó el Premio Nacional a un narrador fue a Isabel Allende, la escritora nacida en
Lima en 1942. Al recibirlo recordó a los mineros atrapados

Si los fondos que entrega el ministerio de Cultura no han servido para escribir una mejor literatura, al menos, sostienen algunos, han servido para que no se escriba peor. Confieso que el último año y medio poca y nada literatura chilena reciente he leído, pero estoy atento a las novedades, a las reseñas que aparecen, y las leo de vez en cuando para encontrar algo que me deslumbre. Voy a decir entonces que la literatura chilena está mal escrita, que la literatura chilena procrea argumentos mal escritos, personajes malos, imágenes malas, diálogos malos, ideas malas. Lo pongo en cursivas porque esta reflexión es de un autor argentino, criticando a su literatura, y el gesto tiene su explicación. César Aira dijo, a propósito de la novela fundacional de la narrativa argentina, Amalia, que una “literatura se hace nacional, y es asumida como propia por los lectores de esa nación, cuando se puede hablar mal de ella, no cuando se puede hablar bien”. Aira luego hace un símil con los matrimonios o los amigos, es decir “uno puede hablar mal del otro pero no permite que lo hagan terceros. Que uno pueda hacerlo es un derecho que confirma la propiedad, la intimidad, el cariño y hasta el orgullo”.

Siguiendo el raciocinio de Aira, si los fondos concursables promovieran efectivamente la búsqueda de una identidad nacional, no debería haber temor de hablar mal de nuestra literatura ya que eso no implicaría un menoscabo, sino todo lo contrario. Y así podría decir que las literaturas de Skámeta, de Guzmán, de Marín, de Manns, de Lemebel, de todos los candidatos al premio nacional son malas, y no sólo eso, podría añadir a los futuros postulantes a la distinción en diez, veinte, cien años. Esto confirmaría el cariño que tengo por la literatura chilena. Sin embargo, como estamos en periodo de campaña y las epidermis están más sensibles, me parece que decir eso no está permitido y de estarlo, traería consecuencias.

Y como está visto que la discusión no es el fuerte de nuestras letras (todo termina a golpes, a insultos y, en el peor de los casos, como sucedió no hace mucho, con un balazo), prefiero ahorrarme malos ratos y abstenerme de participar, incluso en el premio nacional y en cualquier premio que implique la lejana posibilidad de una discusión. Este es mi retiro de las pistas. En otras palabras, estoy diciendo que no me interesa participar de la institucionalidad cultural, porque no garantiza calidad ni valores ni, lo que es más importante a mis 45 años, salud. Así es que, señor Estado, puede ir metiéndose el dinero en… los bolsillos, soy un miserable menos.




 



 

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Los miserables.
(A propósito del Premio Nacional de Literatura).
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