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Una reseña para Macedonio

Por Gonzalo León
Publicado en revista Punto Final. 12 de Octubre de 2016

 


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Hace doce años cuando Alejandro Zambra reseñó bastante mal un libro de crónicas que había publicado por ese entonces, un amigo me dijo que las críticas nunca se respondían. No hice caso porque las palabras de Alejandro las consideré más que injustas tiernamente ofensivas y sorprendentemente mal argumentadas, me acusaba de adolescente dos o tres veces, así que,  incontinente, escribí una carta al diario, señalando lo que era evidente: el lugar de comentarista de libros Alejandro lo estaba usando para calentar el asiento de futuro narrador. En ese tiempo no tenía cómo saber que él estaba escribiendo narrativa, sabía en cambio que era poeta, que había autoeditado  Bahía inútil, que habíamos vivido en el mismo barrio y que escribía en una vieja silla de ruedas. Al leer mi carta, que yo consideraba ponderada y aguda, mi amigo me llamó por teléfono para decirme nuevamente que las críticas no se respondían.

Tiempo más tarde me enteré que el escritor peruano Sergio Galarza, ante una mala reseña, fue a pegarle al crítico a la redacción del diario, al menos eso se decía. Como es probable que un escritor tenga alguna vez una mala reseña, me pregunté si no responder es la única respuesta posible. En Rosario encontré en la reedición facsimilar de la revista Papeles de Buenos Aires (Biblioteca Nacional, 2013), publicación fundada por los hijos de Macedonio, Adolfo y Jorge de Obieta, en los años 40, otra alternativa; en la última página se consigna una carta del propio Macedonio, dirigida a Lázaro Riet, seudónimo de Enrique Amorín, quien había criticado mal su libro  Papeles de Recienvenido. En una respuesta brillante, le da la razón en algunas partes, agradece la mención, pese a los malos adjetivos, porque le da existencia: “Los dos estamos en lo mismo: en cobrar existencia. Yo paso todo el invierno en quitarme el frío. Y todo el año en quitarme la existencia. A ello Vd. me ayudó”. Luego, en un gesto de crueldad y lucidez infinitas, le pide ayuda: “También opina que el libro es innecesario. ¿Pero qué hago yo ahora? O Vd. no es un crítico necesario o si lo es debe darme el remedio. ¿Cómo hago para que no exista, si ya está publicado? Ayúdeme Vd. a financiar su inexistencia de presente”.

Todos los escritores que hacemos alguna clase de ejercicio intelectual nos ha tocado incomodar a los colegas con lo que uno ha escrito o dicho. A decir verdad entre decir algo de un colega y escribirlo, prefiero esto último, así que cuando lo digo me estoy citando. No tengo problemas con la autoreferencia. He practicado con mucha mayor asiduidad la crítica aquí en Buenos Aires, así que tengo un par de anécdotas.

Al primer colega que reseñé mal fue a Marcelo Birmajer, y lo hice con respeto; así y todo cuando lo vi en el barrio –quiero aclarar que no lo conozco– me miró muy feo. Luego vino algo similar con otro autor y la última vez fue hace unas semanas. Yo había hecho una nota extensa en la que abordaba el género epistolar en Argentina y comentaba algunos libros a la vez que entrevistaba a esos autores, la idea era que explicaran cómo habían trabajado con el género, pero a uno de esos autores no le cayó bien un comentario y se estuvo quejando un buen rato. Ahora que lo pienso, tenía razón.

Más allá de las experiencias personales, de las buenas y malas reseñas, coincido con Ricardo Piglia cuando señala que todo el asunto se resume a establecer un modo en que se lea una obra: “Está claro que es necesario pelear para que el modo en que ese texto sea recibido esté garantizado”. Aunque claro, al escritor de vanguardia no le interesa ser leído con los criterios establecidos y “los modos de leer que se amparan en lo ya clasificado”. En cualquier caso no considera tan importante escribir como leer. Citando a Gombrowicz define a “la literatura como un uso social y un modo de leer”. La vanguardia entonces “construye una tradición y destruye otra”; cuando se habla de tradición se habla de “un cierto contexto de lectura desde el cual se lee”. La vanguardia es para Piglia ruptura.

Piglia considera a Macedonio Fernández como quien primero encarnó ese ideal de novela argentina, caracterizado por ser una novela de futuro, una promesa renovada siempre, y lo hace en Museo de la novela de la Eterna, que está construida con una serie de prólogos que anuncian esa novela. Estos no son más que “la construcción del saber necesario para poder leer la novela tal cual Macedonio quiere que sea leída”. El peligro entonces no está en ser mal reseñado, eso importa poco, sino en no ser leído como uno pretende serlo. En lo personal, las peores reseñas que he recibido han sido las buenas, porque de las virtudes que me han atribuido soy consciente de que no poseo ni he poseído ninguna. Por eso cuando releí la reseña de Alejandro Zambra y vi que había escrito que sólo la infinita autoindulgencia había hecho que ese libro se publicara, pensé en lo de innecesario atribuido a ese libro de Macedonio, y concluí que, mirado en perspectiva, había sido una muy buena reseña, inmerecida por lo demás, así que  agradezco la mención y lo saludo. Cuentas claras conservan la enemistad.



 

 

 

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