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Todos nazis

Por Gonzalo León
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La  primera vez que escuché nombrar a Miguel Serrano fue en un curso en la universidad: el ramo Arte y Literatura era obligatorio pero con quién tomarlo era opcional. Primero probé con una profesora que ponía énfasis en lo contemporáneo entendido como todas las literaturas occidentales que habían nacido a principios del siglo XX (Kafka, la generación perdida estadounidense, etcétera), pero no me entusiasmó mucho, ya que la profesora era más bien ignorante (dijo que Faulkner era fascista y cuando un compañero la corrigió diciendo que era comunista respondió: “fascista, comunista, es lo mismo”), así que reprobé el curso y lo tuve que volver a cursar al año siguiente con otra profesora que ponía énfasis en literatura chilena. Con ella aprendí de literatura chilena de principios del siglo XX: el criollismo y la generación del 38, que era una generación muy política donde figuraban autores como Volodia Teitelboim, que llegaría a ser secretario general del Partido Comunista y senador, y Miguel Serrano, uno de los exponentes más connotados en el mundo de lo que se conoció después de la Segunda Guerra como hitlerismo esotérico.

En esos años, principios de los 90, yo venía de una profunda desilusión política, por lo que me costaba entender que dos exponentes de una generación literaria hubieran militado en dos partidos tan opuestos. Al menos en Chile, el PC siempre había sido un partido institucional, que rechazó la vía armada por mucho tiempo, mientras que el nazismo estuvo involucrado en movimientos desestabilizadores, como la toma de la casa central de la Universidad de Chile en 1938, que terminó con el asesinato de sesenta nazis a manos de la policía en el edificio del Seguro Obrero, justo frente a la casa de gobierno. Esa matanza posibilitó que el Frente Popular llegara al poder, los conservadores perdieran y que el candidato que esos nazis apoyaban, el ex dictador Carlos Ibáñez del Campo, huyera a Argentina.

Pero volvamos a Serrano. Llegué a él por una anécdota que nos contó en clase aquella profesora: Héctor Barreto, el primero escritor asesinado en Chile. La historia, al menos en Chile, decía que Barreto estaba en el Volga, un bar del centro de Santiago, al que acostumbraban ir los socialistas y de pronto entró un grupo de nazis; los socialistas, entre los que se contaba Barreto, echaron después a los nazis, pero después Barreto y sus compañeros fueron emboscados en la calle, y luego de dispararle a Barreto lo patearon en la cabeza. Tenía en ese año, 1936, veinte años, y Serrano, que por esos años coqueteaba con la izquierda mientras su tío, el poeta Vicente Huidobro, lo instaba a ir a combatir a la Guerra Civil española, tomó una decisión fundamental: se haría nazi y elevaría a Héctor Barreto a la categoría de mito, llamándolo Jasón.

Pero ese Serrano era un pre Miguel Serrano. Fue en 1947, después de la caída del Tercer Reich, cuando empieza a convertirse en lo que será de ahí en adelante: viajó en barco a la Antártida con la esperanza de encontrar a Hitler. Según sus elucubraciones, hasta ahí el Führer y su círculo íntimo habían huido luego de la caída de Berlín. O en sus propias palabras, la Antártida era “un Paraíso terrenal para el Führer”. La figura de Hitler se convirtió en una obsesión para Serrano, tanto así que una vez lo vio en una de las vidrieras del centro Santiago: “Llevaba capa y su actitud era tan poco natural, más bien ridícula, con una mirada intensa, como tratando de impresionar a alguien, a un mundo desconocido… Tenía bigotillo pegado sobre el labio superior y las manos se crispaban una encima de la otra: tieso, como palo de escoba, para usar la expresión de C.G. Jung, quien le comparaba a un espantapájaros”. De aquel viaje a la Antártida escribió su primera novela,  Ni por mar ni por tierra, que luego incluiría en  Trilogía de la búsqueda del mundo exterior.


Hitler se convirtió en una obsesión para Serrano.


En 1953 la vida de Serrano vuelve a cambiar, al ser designado como encargado de negocios de Chile en la India, años más tarde y gracias a su gestión esa delegación diplomática adquirió rango de embajada. Durante los casi diez años que estuvo en la India conoció a muchas personalidades de la política y la cultura, como a Nehru y a Indira Gandhi, al Dalai Lama en Nepal, pero también a Herman Hesse y Carl Gustav Jung. De hecho a estos dos últimos los conoce en Suiza y escribe sendas crónicas que compila en un libro que titula  El círculo hermético. Aquí Serrano vuelve a incursionar en una narrativa que mezcla ensayo, crónica y relato. Y si bien su obra es permeable a sus creencias políticas, aún no se sitúan en lo netamente panfletario, característica determinante de sus últimos libros que no llegaban a las cincuenta páginas.

Quizá el rasgo principal de El círculo hermético es el modo en el que se apropia de Hesse y de Jung. De Jung la apropiación es más evidente, ya que toma la idea de arquetipo para desarrollar el concepto de Avatara. Mientras el arquetipo es un hombre que tiene corta vida, el Avatara es una divinidad que necesita del cuerpo de un hombre, es decir de un arquetipo. Para Serrano, Buda, Cristo, son avataras, pero también Hitler. Con Hesse la apropiación es doble: primero se quedó con una casa en la que había vivido Hesse y que había sido construida por arquitectos mercenarios de Napoleón. Y después se apropió de él a través de la anécdota: la familia de Hesse lo buscó para que diera una opinión sobre la adaptación cinematográfica del  Lobo estepario que iba a dirigir Fred Haines y a protagonizar Max von Sydow: “Yo recordaba muy bien una conversación con Ninon Auslander, la última esposa de Hermann Hesse, quien me había revelado la opinión de su marido (que también era la suya) en contra de cualquier filmación o televisación de sus obras”.

En la Feria del Libro de 2014 recuerdo haber visto una edición argentina de  El círculo hermético en el stand de Editorial Kier. Me acerqué al ejemplar, lo tomé y cuando lo iba a pagar, le dije a la cajera si sabía que ese autor era nazi. Ella me miró, me sonrió con amabilidad y me entregó la bolsa con mi libro y la factura adentro, como diciendo eso es problema tuyo. Aquella vez me quedé pensando en si era problema mío y, de serlo, cómo había llegado a ocurrir eso. Intento recordar qué pasó en ese curso de literatura chilena para que terminara escribiendo una novela sobre Miguel Serrano. Se me ocurren dos hechos y varias presencias que no estuvieron muy separadas en el tiempo.

El primer hecho fue una entrevista que le hice a Miguel Serrano en 2005 en su departamento del centro de Santiago, a pocas cuadras del mío. En esa fecha yo ya lo había leído, especialmente a fines de los 90 con un amigo fanático de él y, por qué no decirlo, simpatizante, aunque no declaradamente, nazi. Leíamos a Serrano en Valparaíso, donde él vivía y donde yo había regresado temporalmente por trabajo. En ese ínterin hacíamos excursiones a la casa de Serrano en Valparaíso, que quedaba en Avenida Alemania 666, pero nunca nos atrevimos a tocar el timbre. Nos quedábamos mirando el timbre, extáticos, prefiriendo la lectura de sus obras a conocerlo en persona. En 2005 aproveché la excusa de un nuevo libro suyo,  Maya: la realidad es una ilusión, una de sus tantas autoediciones. Su obra ya se había vuelto panfletaria, por lo que una entrevista no literaria se justificaba. Y esta vez toqué el timbre y no sólo eso, entré a su casa, conocí a su asistente gallega y lo entrevisté con sendos retratos de Hitler mirándome.

Como mi memoria visual es deficiente, recurro a la foto de la entrevista que tengo guardada en mi computadora y lo observo canoso, sentado con su abdomen luchando por hacer erupción, con el gesto a punto de decir Heil Hitler, vestido con una vieja camisa a rayas y unos tirantes para sostener los pantalones café. De esa entrevista me dijo que “Pinochet debió pegarse un tiro cuando se lo llevaron a Londres”. Pinochet en ese tiempo vivía en la más absoluta impunidad, de hecho un año antes de esa entrevista lo vi en Valparaíso, devorando un café con leche y unas porciones de torta. Al día siguiente que apareció la entrevista, Serrano me llamó a mi celular para felicitarme, y yo me quedé mudo, no sabiendo qué decir, salvo “gracias”.

El segundo hecho que me llevó a escribir algo de Serrano fue la lectura de un librito que me regaló un ex alumno de taller y que se titulaba  Desde la Atlántida: conversaciones con Miguel Serrano, de Rafael Videla Eissmann, otra autoedición. Es una lástima que no lo haya leído antes porque, si uno no se lo toma en serio, es delirante. Estructurada como la biografía de Goethe, es decir en base a conversaciones, el texto es el diálogo entre un maestro y su discípulo que da a conocer algunas de las teorías de Serrano, como que el mono desciende del ser humano, que la humanidad empezó en la Atlántida, o la historia del castillo de Wewelsburg que Himmler alquiló por cien años para instruir a las tropas de las SS en mitología nórdica. El libro lo tengo subrayado casi por completo, es de esos textos en los que te ríes tanto que no sabes qué descartar y ante la duda subrayas. Abro el libro y transcribo lo primero que veo: “La leyenda nos cuenta que es a Chile donde llegan los gigantes, tras el hundimiento de un continente glorioso, frente a sus actuales costas en el Pacífico. También llegan al Ecuador. Sólo estos gigantes blancos podrían haber derrotado a esos guerreros vikingos. Y sólo ellos habrían sido los antepasados de los pascuenses. Es decir, Chile fue una tierra habitada por gigantes, con una civilización de gigantes, también desaparecido hoy de su superficie (el verdadero nombre de Chile o Chilli habría que buscarlo en esas distancias), pues se habría sumergido en la Tierra Interior”.

En este punto ya estaba preparado o bien estimulado para escribir algo sobre Miguel Serrano, pero aún faltaba un empujoncito más. En agosto de 2013 hice un viaje a Chile junto a Francisco Garamona y Nicolás Moguilevsky. Ya a principios de ese año Francisco me había insistido para que hiciera una biografía de Serrano, más que nada por ciertas anécdotas que yo le había contado en su librería, que además es el local de Editorial Mansalva. En ese viaje aún no conseguía entender por qué me insistía tanto, si yo sólo le había contado que había visto a Serrano en Viña del Mar vestido con chaquetas de la SS, que luego con un amigo había ido hasta su casa en Avenida Alemania 666, que me había leído una parte de su obra, que lo había entrevistado, que me había llamado telefónicamente para felicitarme, que lo veía periódicamente por mi ex barrio en silla de ruedas o con un bastón. Estuve una semana con Francisco en Santiago y al séptimo día me convenció. No se lo dije en ese momento, porque quería echarle un vistazo más a Desde la Atlántida, básicamente porque hacer una biografía no me convencía, quería hacer algo pero no sabía qué. Luego de repasar ese libro me di cuenta de que escribir sobre mi experiencia con Miguel Serrano podía ser un camino. No era su vida, tampoco un análisis exhaustivo de su obra, sino una aproximación de lo que conocía tanto de su vida y como de su obra, pero desde la escritura. Una experiencia literaria puesta en el papel con los elementos de la ficción. Nunca pensé, en todo caso, que tuviera que documentarme y leer más. Así que leí y releí: analicé otros libros y otros formatos buscando algo que me diera una guía, como  Soldados de Salamina, de Javier Cercas, Cartas de la cárcel, de Céline, hasta que di en noviembre pasado con el  Diccionario crítico de símbolos y mitos del nazismo, de Rosa Sala Rose, publicado por Acantilado en 2003. El libro lo compré en la Feria del Libro de Santiago, observé el índice analítico y al ver el nombre de Miguel Serrano lo compré. La cita que me llevó a eso fue: “En 1953, durante un viaje de peregrinación a través de Alemania, la ideóloga nazi Savitri Devi, en una especie de arrebato místico autoprovocado, se pasó toda una noche tumbada en el silencio total que procura el sarcófago de piedra excavado en las Externsteine rezando por el renacimiento del nazismo. También el neonazi chileno Miguel Serrano publicó varios relatos de sus experiencias de muerte y resurrección en la Roca de la Tumba”. Lo que pensé fue si Serrano aparece en un estudio sobre el nazismo quiere decir que mundialmente fue importante y que escribir sobre él quizá no era algo tan local como yo lo veía hasta ese momento.

El libro de Sala Rose me hizo entender muchos aspectos que rodeaban a este escritor chileno: uno de ellos por qué, entre un grupo de escritores y artistas chilenos, lo seguían tantos hippies y ecologistas. En la introducción la autora explica dónde se podrían hallar algunos elementos de esa cosmovisión nazi: “La Nueva Era, el ecologismo, el esoterismo, el culto al cuerpo, el imperio mediático, el turismo de masas o la publicidad deben a la cosmovisión nazi más de lo que sería de desear”. De hecho el inventor de la palabra ecología Ernst Haeckel es considerado uno de los fundadores de esta cosmovisión: Haeckel aplicó el darwinismo social y tempranamente planteó que “las razas inferiores (como los veda o los aborígenes australianos) están psicológicamente más cerca de los mamíferos (monos y perros) que de los europeos civilizados, tenemos, por tanto, que asignarles un valor totalmente distinto a sus vidas”. Sala Rose define al nazismo como una religión política que se funda en los planteamientos de teosóficos y ariosóficos, que llevaron a que buena parte de la sociedad europea ilustrada de 1860 fuera racista. En otras palabras, el nazismo tenía preparada su pista de despegue, por lo menos, medio siglo antes de su irrupción. Baudelaire en sus  Escritos Íntimos demuestra este racismo cuando escribe que habría que “organizar una hermosa conspiración para exterminar la Raza Judía”, esto sin contar las constantes alusiones a los belgas, culpables de todos los restantes males.

Muchas personas me han preguntado si Serrano aparece en  Literatura nazi en América, la novela de Roberto Bolaño, y creo haber contestado siempre lo mismo: Bolaño no se iba a meter con Serrano, porque él se metía contigo y no te soltaba más. Era un dotado polemista. Una vez polemizó con un funcionario de la dictadura de Pinochet dándose el lujo de tratarlo de “maldito judío”. Si hubiera polemizado con él hubiera sido como lanzarse al barro y rodar y rodar, y Bolaño estaba muy preocupado de la imagen que quería construir como para quemarse tan estúpidamente. Por otro lado, estoy seguro de que Serrano debió haberse comprado Literatura nazi y buscado frenéticamente, sin consuelo, su nombre o alguna alusión.

La otra pregunta que me han hecho es por qué se habla tanto de lo nazi en Chile. En realidad creo que se habla del nazismo tanto en Chile como en cualquier parte del mundo. En Alemania acaba de salir la edición anotada de  Mi lucha, de Adolf Hitler, y permanentemente están saliendo libros: el último que me interesó fue  Su lucha, del argentino Patricio Lenard, pero también recuerdo haber conversado del tema con otro argentino, Carlos Busqued, cuando yo hacía poco había decidido embarcarme en esta aventura. Es más, creo que Busqued tenía una novela similar a la mía, al menos en cuanto a temática. No obstante, esto no me impide señalar lo difícil que es explicar la fascinación que provoca el nazismo: por un lado hay morbo, por otro deseo de justicia y que una ideología como ésa nunca más aparezca, pero también hay fascinación por lo esotérico y por el mito, cuestiones que al nazismo, y a Miguel Serrano, le sobraron. El mito es el origen del relato y lo esotérico aparece cuando las explicaciones de la lógica no alcanzan, es decir es un terreno fértil para el relato ficcional en todas sus formas: como religión, como retórica política, como literatura.

Soy consciente de que escribir un libro sobre Miguel Serrano en algunos círculos resulta inaceptable: constituye avalar su obra y ser parte, si no cómplice, de su ideología. Sin ir más lejos, el ex alumno que me regaló  Desde la Atlántida  pensaba que a mí me gustaba Serrano por una simpatía hacia el nacionalsocialismo, cuya historia en Chile escribió con mucha exhaustividad y espera poder atreverse a publicarla. Digo que me gustan estos temas que cuestionan al autor y sus creencias. ¿Puedo asegurar que en alguna parte de mi mente no hay alguna partícula elemental de la cosmovisión nazi? No puedo, aunque sí comparto lo que escribió Rosa Sala Rose que el nazismo no fue producto de un grupo de dementes o fanáticos, sino un fenómeno cultural y político que abarcó a toda Europa.

En ese sentido pensar lo nazi como fenómeno político hoy resulta imposible, porque debería existir un desarrollo similar en el continente, y la literatura sobre lo nazi, a mi juicio, no basta. En discusiones de tú a tú y también en redes sociales se suele argumentar con el adjetivo nazi: Tal decisión es nazi, tal gobierno es nazi, lo que dijiste fue… Me parece que cuando aparece el apelativo se toma livianamente y se desconoce lo que realmente significa, a veces se usa como sinónimo de intolerancia o discriminación. Una cosa similar sucede con el término glamour: leyendo a Thomas de Quincey me di cuenta de que glamour  fue una palabra inventada por los escoceses para designar a los que iban a las escuelas de Grammatica, que eran los establecimientos privados de educación. Uno tenía glamour si tenía esa educación. Hoy glamour se usa en el ámbito de la moda. Es, por así decirlo, cualquier cosa. Hoy catalogar a algo de nazi es lo mismo.

Miguel Serrano fue buena parte de su vida diplomático y no sólo él, otro nazi como Enrique Zorrilla, autor de  La profecía política de Vicente Huidobro, un libro que aborda la Matanza del Seguro Obrero, también lo fue y nada menos que en Alemania. Quizá en ciertos círculos de poder haya habido más nazis en Chile que en otros países. De hecho en los 60 llegó a mi país un ex miembro de las juventudes hitlerianas, un tal Paul Schaefer, que con el tiempo fundó Colonia Dignidad, que en dictadura prestó sus instalaciones, en el centro sur de Chile, para torturas y desapariciones. Pero las acusaciones a Schaefer fueron más allá de eso: se le acusó de pedófilo y, pese a la red de protección que tenía, terminó siendo condenado. Huyó de la justicia, estuvo prófugo varios años en Argentina, pero terminó volviendo y falleciendo en Chile. Por esa época el escritor chileno Rafael Gumucio escribió en una columna diciendo que prefería que el Premio Nacional de Literatura lo ganara un pedófilo a un nazi. En realidad la discusión era absurda, porque Schaefer además de pedófilo había sido nazi, y Serrano al menos sólo reconocía su militancia.

Por último, cabe plantearse la interrogante que de haber una literatura nazi qué forma tendría, o cómo se presentaría. Basándose en Serrano y en la cineasta Leni Riefensthal (nos situamos aquí en una posible narrativa nazi), la respuesta obvia sería toda aquella que exalte la naturaleza o el paisaje. Sin ir más lejos, Sale Rose recuerda “la veneración nazi por las montañas” y en especial por la montaña catalana de Montserrat, “sacralizada por el culto a la célebre imagen de la Virgen negra que, según la leyenda, fue hallada en su cima”. Serrano en  Ni por mar ni por tierra  (1950) y Riefenstahl en El triunfo de la voluntad (1934) repiten este procedimiento de exaltación de la naturaleza, en el caso de Riesfenstahl la presencia de la montaña es más evidente; pese a ello, llama la atención que ambos títulos sean frases hechas y que los años que separan a ambas creaciones sean tan pocos. Pero no sólo se trata de la exposición de la magnificencia de la naturaleza, sino de la apropiación de ésta para ciertos fines. La naturaleza como parte de una cosmovisión, como una estética posible.



 



 

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Todos nazis
Por Gonzalo León
Revista La Agenda, Buenos Aires 13 de Abril de 2016