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La poesía de las máquinas

Por Gonzalo León
Publicado en http://laagenda.buenosaires.gob.ar/ 13 de marzo de 2017



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Desde hace veinte años, cuando internet se masificó, se ha intentado definir con mayor ahínco en qué momento la información se convierte en conocimiento. A fines de enero pasado, en una entrevista concedida a The Clinic, Martin Hilbert, asesor de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y un estudioso del fenómeno digital, dijo que la última vez que estimó la cantidad de información existente en la red se dio cuenta de que podrían hacerse “4500 pilas de libros que lleguen hasta el Sol”; dado que cada dos años y medio esa información se duplica, hoy se podrían hacer nueve mil pilas de libros. Es más, desde el 2014 se ha creado tanta información como desde la prehistoria a 2014 y hoy la información digital supera la escrita en papel. Solo desde hace cinco años la mentada Inteligencia Artificial (IA), “con sus redes neuronales que funcionan de manera muy similar al cerebro”, ha podido procesar esas toneladas de información y convertirlas en conocimiento. Si bien la IA toma decisiones y es capaz de aprender rápidamente arte, literatura o cualquier cosa, una cosa es obtener ese conocimiento y otra muy distinta es aplicarlo a la literatura.

La curiosidad por cómo funcionaba el lenguaje digital fue tan fuerte para ciertas generaciones de escritores como la curiosidad que despertó en la IA el lenguaje analógico con el cual los seres humanos nos comunicamos y escribimos literatura. Desde hace más de diez años esas generaciones han intentado imitar en novelas el lenguaje digital de las redes sociales, que es lo que inicialmente más impactó. Empezaron por los chats, y específicamente el Messenger de Microsoft, que fue una de las primeras formas de comunicación instantánea. Alejandro López hizo esta operación, pero Daniel Link, en  Carta al padre y otros escritos íntimos  (Belleza y Felicidad, 2002), fue quizá uno de los primeros escritores argentinos en llegar a una conclusión sobre lo que era el lenguaje digital y lo hizo en una anotación a modo de epígrafe: “Últimamente me descubrí intercambiando ‘textos’ –'poéticos'– con varios corresponsales electrónicos. Me di cuenta de que, una vez más, estaba prisionero en (pendiente de) una versión hipertecnológica de la conversación socrática”. Link abría así la posibilidad de que el lenguaje digital fuera la continuidad de la tradición socrática, es decir, planteaba la ruptura dentro de la tradición, dentro de este nuevo lenguaje.

En  Diario de las especies (Jus, México, 2008), la escritora chilena Claudia Apablaza intentó imitar la estructura de un blog bajo la excusa de haber olvidado cómo se escribía una novela: “Decidí hacer este blog en relación a la búsqueda de las formas de escribir una novela. Perdí la noción de ese ejercicio. Será un ejercicio matinal. Por ahora”. Lo paradójico es que, a pesar de tener todo lo necesario para ser un blog (comentarios, la periodicidad, cierta afirmación del yo, característico de los blogs de una época) falló en la estructura, ya que los blogs tienen una narrativa inversa a la del diario, por eso Diario de las especies en su intento por convertirse en un blog terminó siendo una novela. Ese resultado podría indicar lo que pasa cuando se imita el lenguaje digital. Pero Apablaza no sólo escribe un blog (novela), sino otros blogs en paralelo: “La idea de trabajar en blogs simultáneos es un acto de fragmentación de la biografía. Partirla”, lo que abre otras posibilidades, otros mundos, fuera de lo escrito a modo de novela, en esos otros blogs o escrituras posibles. Otra de las cuestiones interesantes de esta novela es que está escrita con el lenguaje de blog en la época de apogeo de los blogs, es decir, con una prosa que no pretende trascender hacia lo literario, y sin embargo estamos ante una novela. La autora trasandina se adelanta a las definiciones que más tarde darán Kenneth Goldsmith (desde las vanguardias del siglo XX) y Sergio Chejfec (desde las tecnologías de la escritura).

Los chats aparecen en  Kerés cojer?=Guan tu fak (Interzona, 2005), de Alejandro López, y no solo los chats, ya que hay todo un cuestionamiento a la categoría de identidad de este nuevo lenguaje que, obviamente, incluye direcciones de correos electrónicos, apodos o nicknames. Y en Yo, el más inteligente de Facebook (Mardulce, 2014), el sirio Aboud Saeed cuenta la guerra en su país con posteos que ocupan toda la mordacidad de las redes sociales: “Confesión número 52: Seguiré escribiendo hasta que un tanque de guerra llegue hasta el umbral de nuestra casa”. Si bien la estructura es similar a la de Diario de las especies, la operación y el contexto son distintos. De hecho se trata de posteos auténticos trasladados al lenguaje analógico del libro. A diferencia de López o de Apablaza no hay imitación del lenguaje digital, es el lenguaje digital entrando de contrabando a lo analógico.

Llegado a este punto vale la pena preguntarse si, como planteó Link en 2002, no será que el lenguaje digital constituye una ruptura de cierta tradición socrática que llevaba ya muchos años. Los blogs, sin ir más lejos, son diarios invertidos, y en tal sentido no poseen una estructura nueva, ya que incluso lo novedoso, esto es, la interacción a través de comentarios, puede ser mirada como anotaciones a pie de página.

Pero existen textos que, sin proponerse imitar el lenguaje digital son igualmente digitales que aquellos que se lo proponen? En su libro de ensayos Escritura no-creativa, Kenneth Goldsmith da una serie de nombres de autores que trabajaron de este modo, mucho antes de que existiera la red o incluso la televisión. Félix Fénéon publicó en 1906 Novelas en tres líneas, donde las historias guardan un parecido con los tuits que resulta sorprendente: “Por lo pronto, el pan de Burdeos no se verá ensangrentado; el paso del camionero sólo causó una trifulca menor”; el poeta objetivista Louis Zukofsky publicó en 1978 un poema titulado “Índice de nombres y objetos”, donde hay una serie de números de páginas que indican dónde se encuentran los poemas cuyos títulos empiezan con la letra a y con la palabra the, nombres a los que podría agregarse el uruguayo Mario Levrero que incluyó en La novela luminosa páginas y páginas de algoritmos.

Para demostrar que este fenómeno no es para nada nuevo, observemos con atención los célebres Fragmentos de Heráclito de hace dos mil quinientos años. Resulta difícil no asignarles la categoría de tuits ultra fav. Incluso uno podría abrir el libro en cualquier parte y tuitear lo que dice Heráclito para comprobarlo: “los cadáveres brotan como excremento y no deberían venerarse”, “mejor para los hombres que no obtengan cuanto desean” o el famoso “no nos bañamos dos veces en un mismo río”. De hacerlo, de seguro habría muchas chances de que fuera retuiteado, faveado o convertido en tendencia. Sin embargo, sabemos que eso sería sólo un efecto producto del origen mismo de la obra de Heráclito, esto es, que llegaron a nosotros a través de fragmentos y no en su totalidad. Pero también, como señalan Michel Nieva y Zara Benaventos en el prólogo de la última traducción argentina de estos textos, por el modo en que fueron traducidos al castellano hasta el momento: como textos ligados al dogma cristiano, como textos filosóficos y como textos científico-literarios. Nunca como textos poéticos. Y eso es lo que hicieron Nieva y Benaventos: traducir Los fragmentos como poesía y tratar a Heráclito como poeta.

Hace algunos años se hablaba de “tuitliteratura”, pero afirmar que todos los tuits poseen un carácter literario o poético es aventurado: hay algunos que efectivamente tienen vuelo literario, pero la mayoría son información, pedestres descripciones, quejas, discusiones políticas o deportivas, expresión de ciertos fanatismos, etcétera. Y por el contrario, la obra de Heráclito fue escrita con otra intención. Es cierto que está en discusión con personajes de su época, como Pitágoras, Hesíodo o Jenófanes, pero más allá de la discusión o del carácter poético de sus textos, está la idea de complementariedad por la que se hizo conocido, es decir, allí donde termina la noche empieza el día o, para decirlo con sus palabras, “la enfermedad hace a la salud dulce y agradable. El hambre, a la saciedad, y el esfuerzo, al descanso”.

El hecho de que la escritura digital haya estado presente desde antes de la aparición de internet no es entonces una idea inquietante y pueden leerse algunos textos desde lo digital sin mayores cuestionamientos. Por ejemplo, Diario (La Calabaza del Diablo, Chile, 2009), del poeta argentino Alejandro Rubio, también puede leerse como posteos de un enajenado de Facebook o de cualquier blog durante un solo día. Posteos que abordan, como en el mundo de las redes sociales, todos los temas: desde política hasta posiciones frente a la droga y observaciones sobre lo que pasa en la calle, en cualquier calle de una gran ciudad argentina, y también reflexiones más profundas y delirantes: “El siglo XXI recién comienza, pero no veo la hora de que termine. Es un embole pasatista y letal, una pesadilla de aire acondicionado en un país escaso de energía. No me alcanzan los dedos de las manos y los pies para contar todos los retornos surgidos hasta el momento: retorno de Marx, retorno del folk, retorno de la música disco, retorno del rock de los '70, retorno de Silvia Pérez, retorno del cine negro,  retorno de la moral trascendente, retorno del tercermundismo”. Pero más allá del carácter de cada entrada lo que lo acerca a cierta escritura digital es la acumulación de entradas y el efecto que provoca en el lector. En este punto vale la pena recordar al intelectual alemán Boris Groys cuando se refiere a la manifestación del Yo en los escritores, del “autoposicionamiento en el campo estético”. En otras palabras, la manifestación del Yo ha dejado de ser algo eventual, se ha vuelto un asunto cotidiano “como armarse y actualizar una página”, “llevar adelante un blog, tuitear y tuitear y tuitear, tener Facebook (o ser tenido por Facebook), mostrarse en Instagram”. Quizá Rubio coquetea en su diario con la idea de Groys, dejando en evidencia esa manifestación del Yo a modo de parodia.

Aquí ya se puede hablar de escritura, imitación y escritura digital, es decir, la escritura que nació como tal pero que puede leerse como digital, la imitación de las formas digitales o analógicas y la escritura digital en sí, que no tendría nada que ver con la imitación pura, sino con determinar sus particularidades y escribir intencionalmente bajo esos paradigmas. En 1984 una computadora escribió íntegramente un primer libro, se tituló La barba del policía está construida a medias y fue fruto del trabajo del programador Bill Chamberlain; casi veinticinco años más tarde, se publicó la primera robo-novela, Amor verdadero, que era una mezcla de la trama de Anna Karenina, de Tolstoi, con el estilo de Haruki Murakami; sin embargo, más que escritura, con trama y estilo propios, era una mezcla de dos imitaciones, o esbozos de un lenguaje. No había nada original ahí, salvo la imitación.

¿Puede ser entonces que la imitación, y no la originalidad, sea característica del lenguaje digital? Tal vez uno de los que más ha avanzado en determinar las particularidades de la escritura digital ha sido Kenneth Goldsmith, quien plantea la idea de que todas las vanguardias del siglo XX confluyeron hacia la escritura no-creativa del lenguaje digital: “Hemos necesitado que surgiera internet para constatar cuán profética fue la poesía concreta”. Para él, la poesía concreta y surrealista están presentes en la era digital en los íconos del escritorio de cualquier dispositivo: que Steve Jobs o la gente de Amazon no se hayan referido a ello no quiere decir que no estén ahí: “Realmente es sorprendente que la poesía fuera capaz de comprimir el mundo en una imagen pequeña y funcional”.

Goldsmith además definió que uno de los principales rasgos del lenguaje digital es su carácter provisional. Este lenguaje provisional “pretende unir pero en realidad fracciona. Crea comunidades, no de interés compartido o de libre asociación, sino de estadísticas idénticas y demografías inevitables”. Los verbos que empiezan con “re” producen este lenguaje: restaurar, reorganizar, renovar, revisar, recuperar, recrear. No hay originalidad en el lenguaje digital, ya que “las palabras son aditivas, se apilan sin fin, se vuelven indiferenciadas” y en un momento estallan “en esquirlas y luego se recomponen y forman nuevas constelaciones de lenguaje sólo para volver a explotar”. En otras palabras, esta escritura contemporánea, provisional, “requiere de la pericia de una secretaria mezclada con la actitud de un pirata: copiar, cotejar, archivar y reimprimir, junto a una tendencia más clandestina hacia el contrabando, el saqueo, el acaparamiento y la distribución de archivos”.

Desde este punto los autores argentinos que más cerca han estado de estos procedimientos han sido Carlos Gradin con su libro de poesía Spam (Stanton, 2011) y Milton Laufer con su novela Lagunas. El primero usó como procedimiento de construcción de los poemas el buscador de Google, y el segundo, tal como consigna Sergio Chejfec en Últimas noticias de la escritura  (Entropía, 2015), “deja librada a la casualidad gobernada por algoritmos la organización de determinados pasajes. Se trata de elusivos momentos de recuperación del pasado por parte del protagonista, a través de recuerdos hilvanados a medias”. Para Chejfec, Gradin no persigue ceñirse a un nuevo modo de escritura automática y, al firmar el texto como “charly.gr”, alude menos a “su vocación de autómata” que a las consignas por las que rige su búsqueda: “la política, la retórica coloquial, el mundo de la moda y el espectáculo”.

La escritura digital, como plantea Chefjec, es una simulación de la escritura material: “En otras palabras, la escritura digital tendría un estatuto analógico: no respecto de sus referentes discursivos (cosa que siempre toda escritura soñó: traicionar), sino respecto de sus soportes y materialidad textual”. La escritura digital no está fija en una página de papel, no tiene esa característica inmanente, y viene a desestabilizar esa oposición basada en la referencialidad –significado versus significante–, “en la medida en que la naturaleza a primera vista fluida e inestable de la esfera digital repercute en los géneros de archivos y en la noción de acervo fijados alrededor de las condiciones de la escritura material y su gran epifenómeno, el mundo de la letra impresa consagrado por la copia y la reproducción”. Llevada a la literatura se trata de otra forma de realismo, donde lo que prima es el testimonio, las creencias y sobre todo las experiencia vicarias.

Goldsmith, por su lado, eleva el plagio como una categoría esencial para entender la escritura digital o no-creativa, cuando aconseja a los autores de esta época: “Si no quieres que lo copien, no lo subas a la red”. Se trata entonces de saber elegir qué copiar, qué plagiar, y darle importancia al montaje. O como dijo el poeta Raúl Zurita: “Lo único que diferencia a un gran escritor de uno mediocre es que el gran escritor plagia todo lo que hay que plagiar, en cambio el mediocre plagia todo menos lo que hay que plagiar”. En su novela, Claudia Apablaza agrega un juego de palabras que podría servir en este punto: “Si tomamos Plagio y queremos transformarlo en Piglia, nos sobra de Plagio, la letra o y nos falta una: i. Si sacamos las o y las i de Piglia y Plagio, queda Pgla ó Plag. Plag en alemán significa Tormento”. El plagio en esta nueva escritura como elección sobre qué plagiar y también como tormento. Aunque claro, para desarrollar este lenguaje provisional no sólo se necesita del plagio, hay más elementos a tomar en cuenta, como el montaje, el cambio de contexto. Hay muchos principios de esta nueva escritura que están sacados de las artes visuales, donde el plagio y el montaje no sólo están aceptados hace mucho, sino que son comunes herramientas del arte contemporáneo; quizá por eso Goldsmith cree que Andy Warhol fue uno de los más influyentes escritores no-creativos.


 

 

 

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