La historia nunca fue tan actual en Chile como desde octubre de 2019. Y tampoco fue narrada con tanto afecto y lejanía como lo hizo Gonzalo León en La caída del Jaguar. Crónica del estallido social en Chile (Hormigas Negras). Cronista, escritor, periodista: todas las facetas del autor se ponen el juego, se trastocan y superponen, para contar los hechos que sacudieron al país trasandino, aquel que desde otras latitudes de la herida Latinoamérica se nos ha querido enseñar a observar con ojos de admiración. En esta caída confluyen lo caduco y lo nuevo, los viejos y la juventud, pasado y presente, se urden en un mano a mano digno de estudio, con la potencia intempestiva de lo que aparenta estar dormido pero se revela más vivo que nunca.
León cruza el archivo personal con observaciones en tiempo real de la revuelta y obtiene como resultado un libro que detalla el estado de ánimo de un país que tocó el límite del silencio y el disciplinamiento para hoy, revolución después, descubrirse victor frente a la derecha chilena en el replanteo de un nuevo mapa político. El autor nos muestra el detrás de la escena de las imágenes que pregnaron la información: desde la algarabía de la estudiantina que tomó la estación de subte hasta la convicción doliente de aquellos que perdieron sus ojos en combate con las fuerzas de seguridad descarriadas. Acá tres claves de lectura para entender La caída del jaguar y conocer la anatomía de aquello que no pudo sino dejar de ser subterráneo.
Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia
“Tengo un amigo porteño muy querido que desde que empezó el estallido en mi país no sintió nunca demasiado entusiasmo o interés por él. O mejor dicho, el interés estaba marcado por si el movimiento social lograba sacar del poder a Piñera o no. Esa es una visión muy Argentina”, dice León. Y retoma: “Soy consciente de que un estallido como el ocurrido en mi país entre octubre 2019 y febrero de este año en otros países le hubiera costado el puesto al presidente (helicóptero de por medio o cualquier figura que se quiera imaginar), pero precisamente en eso radica la particularidad de Chile: su estabilidad política y económica, que paradójicamente fue en detrimento de su estabilidad social”.
Astuto, previsor, Gonzalo León se adelanta a las posiciones maniqueas que ceden a la tentación de convertir en paralelas las postales de dos países hermanos, para hacer de la historia vecina apenas un reflejo. El autor siembra a lo largo del texto pequeñas dosis de antídotos para detonar el carril rápido hacia lo simplista, para evitar que la lectura se transforme en apenas la detección de los puntos comunes entre vecinos. A pesar de insertarse en una coyuntura regional, el libro y la voz en el libro llevan una estricta impronta acerca de lo nacional. La caída del jaguar no es sino pura “chilenidad”, característica que merece una lectura singular alejada de los magnetismos, del deporte nacional argentino que es la tirada de postas.
Con ese mismo criterio, hay metáfora en la Cordillera de los Andes y toda su dimensión: como emblema natural de aquello que atraviesa tanto el mapa como el territorio, y que atravesó a León durante el tiempo del estallido, no sólo en el mientras tanto sino también en el posterior, dedicado a la compostura del libro. La idea de la cordillera, la imagen de la cordillera, las reglas y condiciones que impone, conforma aquello que nos une y nos separa en muchos de los sentidos posibles, tal vez más de los que la política se permite imaginar. Dos naciones, dos patrias, dos historias, dos formas de pensar. Cercanía y distancia. Igualdad y diferencia. Hermandad y división. Límite y fusión.
Residente desde hace casi una década en Argentina, el autor confiesa nunca haberse sentido más chileno que cuando la revuelta acontecía y, al mismo tiempo, nunca más extranjero que cuando volvió a Santiago durante las semanas violentas. Gonzalo León, de los dos lados del mapa, escribe afectado. Con angustia, en una manifestación en las afueras del consulado de Chile en Buenos Aires, advierte que sus compatriotas apelan a “repetir como loros lo que salía en medios digitales opositores de mi país” sin que uno solo pidiera que los militares se retiraran de las calles. También se vio decepcionado por los argentinos ahí presentes, solidarios, que “se apropiaban del evento” y quienes aseguraban, con jactancia y la seguridad que concede lo imposible, “lo que teníamos que hacer [...] una vez que Piñera renunciara. Pensé: es tan fácil disponer de los muertos de otros que a veces opiniones así pueden resultar infumables”.
Antes y después
Hay una operación de sumo valor narrativo que hace León para construir la caída: tuerce la regla marcial del antes y el después. Trastoca la temporalidad, la flecha del tiempo, las páginas de los libros de historia. Algunas de las notas y artículos que conforman el libro fueron escritas hace años, lustros, y están acompañadas por notaciones actuales, apuradas, espontáneas, son registros casi en tiempo real mientras el autor observa, entre la perplejidad y el arrebato, de nuestro lado de la Cordillera, posteos de Facebook, cuentas de Instagram, videos en You Tube. Crea un sistema propio —alternativo— para estar al tanto de los eventos. Al mismo tiempo, sus compatriotas le relatan por medios privados cómo se suscitan los acontecimientos en su tierra. León es un protagonista ausente, narrador omnisciente, televidente, testigo, internauta. Gaje del oficio: no confía en la información oficial.
Todos los textos reunidos, de todos aquellos momentos, tiempos y estados de ánimo distintos, son entretejidos no por distracción o impericia, no con finalidades de engorde editorial sino por decisión política. Una decisión que no es panfletaria, lo cual tiene un mérito remarcable cuando la sentencia “lo personal es político” funciona como paraguas, comodín y justificativo narcisista de narraciones que de políticas no guardan nada, en absoluto, en lo más mínimo, y que apelan únicamente a lo contrario. Los saltos en el tiempo en La caída del jaguar no existen para evidenciar aquello que ha cambiado sino, justamente, su opuesto. Los antes y después, al modo que León los pone a funcionar, son una manera eficaz y eficiente de subrayar aquello que ha quedado quieto, gracias a la sólida raigambre del status quo chileno —un estado de situación que se quebró luego el plebiscito realizado en octubre 2020 y los recientes comicios hacia la redacción de una nueva Constitución, asuntos que sonaban a ciencia ficción al cierre de este trabajo.
En el año 2005, Gonzalo entrevistó a Piñera en plena campaña presidencial, elección que luego perdería. Aquel encuentro con el político de derecha que “viene de los negocios, ni siquiera de la empresa, sino más bien de la especulación financiera” fue todo anécdota y frivolidad, aspecto y pour la gallerie. Luego de los estallidos, una vida después, Sebastián Piñera, el presidente del desastre, el que ninguneó los efectos catastróficos de la pandemia y vio caer hasta hacerse trizas su aprobación popular, no perdió oportunidad de reafirmar su vanidad. Dice León: “Piñera, a diferencia de otros gobernantes, no tenía nada que perder, lo había perdido todo tras el estallido social: capital político, popularidad, llegando a ser su apellido una mala palabra. Entonces todo lo que podía cosechar era ganancia. Por eso un día se fue a sentar a la Plaza Dignidad y allí se tomó una foto, donde se mostró distendido y sin chaqueta, como diciendo que el estallido social era cosa del pasado”. Gonzalo León
pone estas dos imágenes de Piñera sobre la mesa, las ofrece al lector en un gesto político que lo dice todo sobre lo que ya habla por sí mismo. “A veces es bueno revisar el archivo de las cosas que uno ha escrito”, concede el chileno.
La crónica reivindicada
“Una buena crónica siempre recupera lo perdido”, dice en el prólogo Horacio González, donde ensaya también algunas ideas sobre la memoria. “Ningún acto humano, y más si proviene de un impulso colectivo y social, deja de arrastrar detrás de sí los fragmentos irresueltos de un pasado que reaparece como si fueran proyectiles salidos de la blandura de una memoria que en este caso es la que mantiene los ojos abiertos”.
León elige el camino difícil, se dispone a ir a contrapelo de la tendencia narcisista del género, despolitizada y despolitizante. Se apodera de la crónica para que sus engranajes alimenten la discusión política, en vez de hambrearla y debilitarla hasta los huesos. El cronista, el escritor, el periodista, el narrador expone su “yo” para ponerlo al servicio de la historia viva y no al revés. El “yo” de Gonzalo León, que primero observa desde lo lejos y que luego respira los vientos cargados de gas pimienta, enfoca y desenfoca la realidad con soltura, con las credenciales que dan ese “derecho al desapego” del que también habla González.
“Llevo una semana con cierta incapacidad para mirar el presente de manera instantánea, me cuesta reaccionar y necesito procesar las cosas uno o dos días”, dice. “Soy incapaz de escribir una línea sobre lo que sucede ahora mismo”, anota, “como si mi escritura tartamudeara de tal forma que ni siquiera puedo expresarme”. A pesar de sus confesiones, de sus mareos, sus trastabilleos, en todo momento el chileno evita caer en el pozo personalista —ese otro triunfo del capitalismo asalvajado—, y esquiva a toda costa “la estética neoliberal”. Esta estética es definida por la crítica Patricia Espinosa, en las páginas de este libro, como “el predominio de una voz, ya sea narrativa o lírica, privatizada, es decir ensimismada, concentrada en su individualidad o intimidad. El otro, la otredad, no aparece más que como parte de la escenografía que rodea el itinerario agónico del narrador o personaje principal”. En La caída del jaguar León edifica una crítica al modelo neoliberal chileno desde la construcción del texto, la prosa misma. El autor no privatiza lo que es —y siempre debería ser— público.
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La caída del Jaguar de Gonzalo León
Por Paula Puebla
Publicado en La Izquierda Diario, 21 de mayo de 2021