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La belleza de una
epopeya sin proezas
Por Carolina Andonie Dracos
El Mercurio, Sábado 29 de Octubre
2005.
Porque, como señala
Marín, "cuando no hay mucha gente pasan las grandes cosas".
De ahí que "La ola muerta" ponga en escena la cita
de Prevert con una serie de personajes que desfilan con el ímpetu
o la desidia que le otorgue el protagonista, desdoblado éste
en dos
hablantes y planos temporales.
Está Germán
Marín, quien escribe su Diario en las postrimerías de
los 80, próximo a regresar a Chile luego de un largo exilio
en Barcelona, y está su "socio", su yo provisto de
todas las licencias de la ficción, anclado en el último
round de los 50, en un Buenos Aires que lo arroja de vuelta al origen
de sus frustraciones, a ese pasado que deben clausurar estas notas
para su editor, Venzano Torres.
Es ese escribiente quien
nos provee de los pasajes más memorables sobre el señorito
bien que deja atrás la casa paterna ("la empleadita
no parecía darse cuenta de que, al llevarla a repatingarse
en el comedor, estaba ocupando el lugar de uno de sus patrones"),
que cruza la cordillera en busca de un futuro que se torna pesadillezco
("Bastante tenía por mi parte salir cada noche a ganarme
los morlacos en la venta clandestina de condones, whisky, cigarrillos,
naipes..."), aunque no exento de eróticas iniciaciones,
como las provistas por Maribel (el cascabelito mimado, la chiquita
escurridiza entre los escombros de la memoria) o por su madre, Luisa
("si querés te pago... tengo el sobre con dinero en
la cartera... dámelo si te parece, la plata nunca viene mal
para un joven pobre").
Es ese Germán
quien nos anuncia al de treinta años después, en tanto
la materia prima con la cual el segundo se erige demiurgo de un ayer
("la literatura es un edificio de nieve bajo un sol abrasador")
signado por un fracaso personal al que es preferible mirar —de modo
fragmentado, corregido o adulterado si se quiere— porque hacia adelante
no se divisa nada.
Y es ahí donde
comienza esta verdadera cátedra sobre "Cómo ficcionar
su exilio", que el autor exhibe con maestría, sin los
desbordes maniqueístas a los que nos acostumbraron tantos ilustres
repartidos por el mundo, ni la precariedad de aquellos que no lo vivieron,
pero lo imaginaron.
Lo de Marín es
el ostracismo inmanente, aquel del Machado peregrino ("converso
con el hombre que siempre va conmigo"). De ahí que los
dos escribientes se amalgamen en una misma mano, echando por tierra
la preocupación del autor por hacer coincidir en un punto ambos
discursos. Estos ya eran uno desde el inicio, desde la inmensidad
de un Buenos Aires que "de improviso, una tarde de domingo
por la calle, digamos, te demostraba cuan abandonado estabas, perdido
en tus propios soliloquios de transeúnte". Los mismos
que mantendrá en los agobiantes veranos de Barcelona, una ciudad
en la que siempre se sentirá de visita.
Y es que su permanente
extranjería da cuenta de un doble duelo: a los entusiamos de
ayer y a esta epopeya sin proezas ("Historia de una absolución
familiar") de la que Marín nos hizo cómplices desde
su primera entrega.
"La ola muerta"
Última parte de la trilogía formada por "Círculo
vicioso" y "Las cien águilas".
Germán Marín
Sudamericana 380 páginas