Entrevista a
Gonzalo Millán:
Recordar es
despertar
Por Pedro Pablo
Guerrero
Revista de Libros de
El Mercurio, Viernes 24 de junio de 2005
Todo pintor se pinta a si mismo", dice uno de los epígrafes
que Gonzalo Millán (Santiago, 1947) pone al comienzo
de su nueva obra. Es una máxima del Renacimiento que Millán
hace suya en el que tal vez sea su libro más personal hasta
la fecha, aunque mantenga, por cierto, la distancia objetiva que caracteriza
su poesía. Distancia que se enfatiza desde el mismo título, Autorretrato de memoria, es decir, aquel que se hace sin espejo,
que es la forma más común —y fácil— de pintar
un autorretrato. En el de memoria, en cambio, el artista conoce tan
bien su cara, que puede dibujarse sin cotejarla con su reflejo. "Con
el espejo busca la mejor
pose, mientras que en el de memoria el narcisismo y la semejanza no
son lo importante", afirma el poeta.
Autorretrato de memoria, explica, es la tercera parte de una
trilogía llamada "Croquis", que Ediciones Universidad
Diego Portales publicará completa el próximo año
y cuya primera parte, Claroscuro, dedicada al barroco y Caravaggio,
se editó hace tres años en RIL, mientras que la segunda
—inédita— se titula Gabinete de papel con la idea del
coleccionismo de imágenes. Los tres libros en todo caso, son
completamente autónomos, aunque dialogan entre sí y
establecen comunicaciones subterráneas. El volumen que presenta
ahora es "una colección de autorretratos apócrifos".
—¿Entonces no equivalen a la autobiografía literaria?
—En ambos el artista se describe a sí mismo, pero hay una
diferencia. El autorretrato pictórico existe solamente en el
espacio, y el autobiográfico es una historia, una narración
en el tiempo. Esa mezcla es interesante, porque cuando estás
describiendo un supuesto cuadro lo estás traspasando de una
dimensión a otra. Hay una traducción. Lo otro que me
interesó mucho es que tanto el autorretrato como la autobiografía
parten del vacío: de una hoja en blanco y de un lienzo en blanco.
Es decir, de esa ausencia inicial que permiten el recuerdo y la imaginación.
—¿Cuánto te ayudó a escribir el libro tu
experiencia como profesor de talleres de autobiografía?
—Yo creo que mucho, pero en forma indirecta, porque en los talleres
yo también escribo los mismos ejercicios de los alumnos, y
después los leo con ellos y los comentamos. Pero todos esos
ejercicios son en prosa, a lo más prosa poética, y en
poesía hay un nivel de condensación y densidad mucho
mayor. No hay relato, sólo un pequeño momento narrativo
que después se acaba. A pesar de que a mí siempre me
ha interesado mucho la narrativa. Empecé escribiendo una novela
y después vi que la poesía permite la narración,
aunque sea fragmentaria.
—Es significativo que al primer poema del libro lo llames «Con
anteojos ahumados».
—Allí me gusto mucho un aforismo de José Bergamín,
que hacía una diferencia entre la careta y el antifaz, y eso
me sirvió para escribir ese poema, porque la careta es la falsedad,
uno se pone máscaras y dice voy a asumir otra identidad para
ocultarme, para parecer otro. Sin embargo, el antifaz es otra cosa:
se ve mi cara a medias. Hay algo velado, un secreto que no se revela,
pero no es falsedad, sino protección. Los lentes ahumados son
los antifaces modernos. Es una poética inaugural: aquí
no me voy a poner la careta, pero voy a usar anteojos. Si los ojos
son las "ventanas del alma", esas ventanas entonces están
encortinadas.
—Otra cosa que llama la atención: identificas "recordar"
con "despertar".
—Hay un personaje que aparece en el libro, mi mama, que venía
del campo y usaba esa expresión. Después supe que era
un arcaísmo muy común usar la palabra recordar por despertar:
"¿y la señora ya recordó esta mañana?".
No sé si proviene de la Edad Media o del siglo XVI, pero es
muy hermoso, tiene una gran fuerza. Me sirve para pensar que recordar
esforzándose por la nitidez, por la precisión, es como
lograr un pequeño despertar, una autoconciencia mayor. Es también
lo que yo creo: somos autómatas, vivimos como sonámbulos
y los momentos en que uno despierta son muy pocos.
—¿Por qué la figura de la madre que aparece siempre
está deprimida o al borde del suicidio?
—Yo no quiero referirme específicamente a mi madre, sino a
ciertos aspectos del arquetipo femenino. Gran parte de mi vida quedé
fijado en una figura de mujer melancólica. Es la imagen del
famoso grabado de Durero, «La Melancolía», que
tiene muchas implicancias y variantes a través de la historia.
En la teoría de los cuatro humores, la Bilis Negra era el que
producía la tristeza, pero también se asociaba con el
sabio y el artista. Todos los artistas se supone que son hijos de
Saturno, viven bajo el Sol Negro, como dice la Kristeva en un libro
muy lindo sobre la depresión, y ellos sufren la pesadez del
plomo, el saturnismo, que es el peso, la gravedad de vivir. Pero,
por otro lado, esa misma gravedad estaría muy ligada a la vocación
artística y filosófica.
—Hay una clara asociación de la belleza con el Thanatos.
"Estoy enamorado de una muerta", dice en un verso que citas.
—La presencia de la muerte que hay en Autorretrato... más
que aludir a un hecho biográfico, aborda la atracción
por el aspecto tanático de lo femenino. Para mí la belleza
no es una mujer que se está riendo, feliz, sino una triste,
pensativa, ausente, lejana. Eric Neumann, un seguidor de Jung que
ha estudiado el arquetipo femenino, lo presenta como una rueda partida
horizontalmente: arriba estarían la Virgen, la Musa, la Diosa,
la Doncella, todas las figuras inspiradoras positivas y vitales. Y
en la parte de abajo las figuras del lado oscuro: la bruja, la mujer
fatal, la Medusa. Ambas partes son complementarias y esto se ve muy
bien en las diosas aztecas: enormes ídolos de piedra en los
que hay una parte positiva, con grandes pechos, fecundadora, y otra
que es una calavera o la "Comedora de Inmundicias", una
de las paráfrasis de su nombre, porque es la encargada de acoger
en su seno la vida muerta que ha procreado: comer sus propias creaciones
cuando son cadáveres. Es una regeneración cíclica.
—¿Qué te mueve mueve a escribir un autorretrato
en este momento de tu vida?
—Dicen que nadie escribe una autobiografía si no ha sufrido
un cambio. En mi caso yo señalaría la modificación,
por así decirlo, del aspecto menguante de la luna, el reemplazo
de su fase negra por una imagen más positiva de lo femenino,
o mejor dicho una mezcla de ambas. Antes yo funcionaba en forma más
dualista y hoy he ido logrando una síntesis. Yo creo que este
libro trata de registrar ese paso.
—Hay varios poemas que dedicas a Avenida Perú, Recoleta
y la Chimba, en general. ¿Por qué precisamente esos
lugares de Santiago?
—Porque es un barrio sagrado para mí: ahí transcurrió
mi infancia. No sé por qué motivos siempre me ha tocado
vivir alrededor del cerro San Cristóbal. Cuando niño
viví en El Salto y en Avenida Perú, cerca de Santos
Dumont. Después en Gutenberg, cerca de Montecarmelo, en los
faldeos casi, y más tarde en Pedro de Valdivia Norte. Por Avenida
Perú pasaban todos los cortejos que iban a los cementerios
y con mis amigos jugábamos a adivinar por el tipo de carroza
y el largo del cortejo si el muerto era alguien importante o no. En
Recoleta, pasado Santos Dumont, estaban los establos de caballos donde
se guardaban las carrozas. Todo este mundo funcionaba junto al manicomio
y los locos que andaban vagando por el barrio. Entre el Cerro Blanco
y el San Cristóbal hoy veo una puerta de entrada al Hades,
al mundo subterráneo infernal, el otro mundo. La Chimba es
una especie de umbral.
—O sea que para ti la muerte y la locura fueron realidades absolutamente
familiares.
—No solamente para mí. Lo que trato de describir es que la
muerte está presente en mi casa, pero también a nivel
colectivo. Pegándose un salto, si vamos a la realidad latinoamericana
y chilena, somos sumamente tanáticos, violentos, a tal punto
que un escritor colombiano decía que el verdadero día
nacional de los países latinoamericanos no es el de la Independencia,
sino el de Todos los muertos.
—Pero no todos los recuerdos son tan lúgubres en tu libro.
—Por supuesto. Esa contraparte negativa de la Chimba, esta otra cara
de la luna, lo sórdido, siniestro, lo negado chileno, tiene,
por otro lado, una vitalidad enorme: La Vega y Patronato, que es nuestro
Zoco, lo más cercano a un bazar oriental que tenemos en Chile.
—Hay también varias referencias muy vivas al cine y la
cultura popular de los años cincuenta y sesenta.
—Es cierto. Yo leía muchas revistas de historietas. Libros
también, pero la historieta para mí fue decisiva, me
formó este gusto mixto por lo visual y lo textual, y después
hizo lo mismo el cine con subtítulos, donde uno veía
imágenes y había que ir leyendo abajo la traducción.
Las seriales eran un género increíble, generalmente
se daban los domingos en la mañana y duraban años. La
violencia desatada era exultante. Me daban una alegría muy
grande las películas de bárbaros destruyendo el Imperio
romano: arrasaban con todo. Yo creo que permitían una liberación
de todas las trabas que uno encontraba como niño. Las series
eran nuestro folletín: ¿qué le irá a pasar
al jovencito que quedó colgando en el precipicio, y a la niña
que pusieron en la línea del tren, amarrada como arrollado?
— En un poema dices que el paradero de las micros «Funicular-San
Ramón» fue el "(...) kilómetro cero/De mis
salidas y llegadas" ¿Tus primeras navegaciones por el
mundo las hiciste en micro?
—Sí. Como la garita quedaba a dos cuadras de mi casa, me fascinó
el mundo de los micreros, me hacía amigo de los choferes, que
me dejaban subir y hacer el recorrido de ida y vuelta. Yo iba cortando
boletos y entregaba el vuelto, feliz. Todo era clandestino, mi familia
me hacía en el colegio o en la casa de un amigo, y no tenía
idea que había cruzado todo Santiago, hasta La Granja, que
eran unos peladeros. Esos viajes eran tan fascinantes para mi como
ir al cine. Fueron una fuga que me permitió sobrevivir a condiciones
muy duras como niño, y darme cuenta de que más allá
de una situación hogareña a veces traumática
y asfixiante, el mundo era muy grande.
—Si tuvieras que resumirlo en una palabra, ¿cómo
definirías «Autorretrato de memoria»?
—Yo creo que es un libro terapéutico. Para mí la escritura
ha llegado a tener una función terapéutica, Un poeta
romántico alemán, no sé si Hölderlin o Novalis,
decía: "la poesía es el hospital de las almas heridas".
Hoy diría que es la Posta, porque a uno le pasa algo y va corriendo
a escribir. Por lo menos yo. Desde el momento que hay expresión
de un dolor, de un trauma, ya hay un síntoma de sanación,
porque eres capaz de verbalizarlo, ya no es un dolor amorfo, que te
hace pedazos, que te abruma. Lo objetivizas, y además sirve
para comunicarte, sentir que el otro lo comparte de alguna manera.
—¿Qué antecedentes habría en la conexión
que estableces entre plástica y poesía? ¿Lihn
sería uno de ellos?
—Fue importante leer a un poeta que consideraba la contemplación
de la pintura como materia poética. Ahora yo creo que en Chile
se tienden a hacer genealogías muy directas y estrechas: como
Lihn escribió sobre pintura, uno deriva de él. Pero
también está A la pintura, de Alberti, y hay
un poeta mexicano, Alberto Blanco, que tiene libros enteros sobre
el tema. Ya en el barroco español la relación entre
arte y poesía era muy estrecha. Yo he llegado muy tarde a la
poesía sobre pintura. Y lo que me interesa de ella es la espacialidad:
trasladar todo lo que esté implicado en la imagen. Esto tiene
mucha relación con el cine, la visión de la cámara,
la fotografía, el marco, el punto de vista. Y no es un descubrimiento
personal, sino una estética que está en el nouveau
román y el cine francés que fue un gran descubrimiento
para mi, sobre todo Antonioni y esa presencia del silencio, los objetos
y el vacío, pero también el tema del doble, en su película
«El pasajero».
—¿Estás consciente de que eres más leído
fuera que dentro de Chile? En Argentina, por ejemplo.
— Si, y no quiero aparecer haciendo autopublicidad, pero lo mismo
pasa en Colombia y en México, donde ahora hay mucho interés
por mi obra. No sé qué pasa conmigo en Chile. Yo diría
que hay un atraso muy grande en digerir las figuras y las obras poéticas.
Tiene que ver con lo que hablábamos: esperan que el autor se
muera para prestarle atención.
— ¿Lees también lo que está saliendo?
— Sí, porque me regalan libros y porque me ha tocado ser jurado
en varios premios. Creo que hoy la poesía chilena es muy rica
y variada, pero la visión oficial, ignorante, convencional,
sigue dándole vueltas a Neruda, la Mistral, Huidobro, y todavía
no se fijan en Humberto Díaz Casanueva, apenas en Rosamel del
Valle. Salvo los especialistas, claro. Para qué decir la Generación
del 50, que no existepara la oficialidad. O sea, nosotros menos.
—Pepe Cuevas dice que se los saltaron.
—Sí, claro. Yo digo que, como en el juego de damas, nos comieron.
—Armando Roa Vial declaró que eres uno de los poetas chilenos
más influenciados por Pound. ¿Estás de acuerdo?
—De Pound me interesan algunas cosas de su poética. Por ejemplo,
que la esencia de la poesía es la condensación y la
economía de medios: mientras menos palabras uses mayor el significado.
Eso fue decisivo, porque mi poesía es de contención,
no verbosa. Pero hay cosas de Pound que no me agradan. Él y
Eliot son los norteamericanos que menos me gustan. Su nostalgia por
la cultura europea es muy yanki, ese afán por engancharse a
la fuerza a la tradición de los trovadores y los griegos. Yo
prefiero a William Carlos Williams, que se reía de esos dos
gallos, uno monárquico, el otro fascista, mientras él
era un médico de pueblo que advertía un ritmo en el
habla norteamericana que era la base de la poesía nacional.
Pero también es muy importante para mí la poesía
francesa, en especial autores que hoy se consideran menores, a quienes
no pierdo la esperanza de traducir, como Jules Supervielle, que postulaba
un "realismo alucinado" que también está entre
mis intenciones.
—Entre la imagen de Santiago que hay en tu libro «La Ciudad»
(1979), una urbe cercada, violenta, y el aspecto que tiene en «Autorretrato
de memoria», ¿no aprecias un cambio radical?
—Yo creo que La ciudad estaba poco identificada con Chile.
Era Santiago en términos abstractos, porque mis intenciones
no eran hablar sólo de ella, sino también de Buenos
Aires, Montevideo y todas las ciudades que estaban viviendo las mismas
circunstancias políticas. Pero no había algo que me
interesa ahora: una revalorización de Santiago que se da en
muchos géneros y niveles. Es algo pendiente. Hay un Santiago
desmemoriado, olvidado. Uno de los defectos que tiene la literatura
chilena es su carácter abstracto, como que tratara de conseguir
la universalidad y el reconocimiento del resto del mundo por el desdibujamiento
del color local.
—Pero en «Autorretrato ecuestre» escribes lo contrario:
"Huyo de huasos, gauchos y charros...".
—Precisamente. Ese poema lo veo como un manifiesto urbano. No es que
uno elija la ciudad. La ciudad lo elige a uno: yo pienso que la ciudad
está en mí, vivo en ella, los valores de la existencia
urbana me constituyen. He tratado de irme. Me fui al Valle del Elqui,
he vivido solo en La Serena y en la playa, y siempre ha sido un desastre.
—¿Lo lárico es sospechoso?
—No, pero no es lo mío. No participo de ese desprestigio de
la ciudad de los que dicen "Santiasco" y abominan de ella
como si fuera un monstruo. Yo rescato una frase de Vallejo: al hombre
"le odio con afecto". A Santiago yo la odio con afecto.
No me gusta totalmente, pero no puedo dejar de ser de aquí.
Lo que yo rechazo en ese poema, «Autorretrato ecuestre»,
es el hombre montado: el conquistador, el caballero. Yo creo que ese
modelo está vencido. El Quijote es el síntoma de que
se acabó hace rato, pero todavía sigue dando vuelta
en forma muy reaccionaria. Yo no niego todas las figuras ecuestres,
pero echo de menos la de Lautaro. Que ande un español a caballo
no es ninguna gracia, pero que un indio que no conocía los
caballos, que les temía, se robe los caballos y se apropie
de ellos, los use como armas, eso sí es grandioso.
Gonzalo Millán:
Autorretrato
de memoria
Ediciones Universidad
Diego Portales, Santiago, 2005, 45 páginas
Con anteojos ahumados
Disimula una lucidez dudosa
Bajo los lentes ahumados.
Es perito en el asco y la fatiga.
Despierta de un largo sueño
donde rara vez fue dios
Y ahora cuenta sus recuerdos,
Las limosnas de la memoria
Como un avaricioso mendigo.
Autorretrato en la Chimba
1. Mapa
Si el Centro es máscara de nuestra legalidad,
la Chimba es espalda, contracara, reverso.
Carlos Franz, ''La muralla enterrada''
Todavía desfigura la cumbre del cerro
Que domina el paisaje oeste de la memoria,
La dentellada que fue cantera de forzados.
Una herida pirámide fue mi primer templo
Natural de verdes y largas faldas
Con el viejo altar de Tupahue en la cima
Después llegaron los misioneros
con cruces y capuchas negras,
El aeroplano de Santos Dumont
Y la calle Recoleta que tenía por sur el río
Y por norte los Cementerios.
El Cerro Blanco era de una aridez deslumbrante
como una vértebra perdida de la cordillera.
La calle Olivos coronaba la Casa de Orates
Y los locos vagaban por las desoladas laderas
Vestidos con viejos uniformes militares.
El viento prendía hilachas de sudarios en las zarzas
Y alojaba perros con escápulas bajo los espinos.
El molino oponía un dique de nieve tibia
A la muerte y la locura.
El Polígono se defendía con fracotiradores
Extendidos disparando a blancos fantasmas.
Crecí oyendo el eco de esas balaceras lejanas,
El zumbido de las hilanderías en algún garaje
Y los relinchos de las caballerizas fúnebres.
2. El paradero
...donde acaban las líneas de los buses
y empieza el invierno.
Fernando Alegría
Después venía el paradero
De las micros Funicular - San Ramón,
La garita delante del cañaveral
Con la grasa, el aceite y el humo.
Las máquinas vacías antes de partir,
Al pie del cerro de la memoria
En el Monte del Olvido,
Está el kilómetro cero
De mis salidas y llegadas,
Despegues y relámpagos,
Navegaciones y regresos.
Es el muelle inicial, el primer andén.
La pista del primer vuelo y aterrizaje.
Aquí se inauguraron las fugas breves y discretas
Y las largas ausencias del niño cortaboletos.
Me hice un adicto a los viajes
Elásticos de los autobuses,
Un circo de vértigo regular y ambulante
Con choferes y trapecistas,
Payasos y mecánicos,
Cantinflas con baldes y escalas,
Inspectores y pasajeros contorsionistas,
Amazonas pintadas y pintores de letras.
Banderas y coronas de flores
Colgando de las ventanas.
Es la calcomanía del equipo
Del lucero matutino (Santiago Morning Star)
Y el botín de lana huacho
Colgando del parabrisas con números.
Autorretrato ecuestre
Huyo de huasos, gauchos y charros,
De quijotes y llaneros solitarios.
Soy un centauro de potrillo y niño
Embalsamado en el gesto de la huida.
Huyo de la amenaza de un septiembre
Todo el año con el mismo cacho de chicha
Y las palmas de las cuecas trágicas en falsete.
Zapatean los cascos que se evaden.
Huyo del Guatón Loyola y la Comadre Lola.
Deserto del Cuadro Verde
Y la Real Policía Montada del Canadá.
Mi caballo tiene mil nombres y colores,
Es el albino caballo de Napoleón
Relinchando con furiosa locura.
Tiene los mil visos del espejismo
Y la polvorosa mentira.
Pegaso, Clavileño, Ñandú, Ketchup.
Se evade en reversa perdido los estribos
Galopando de la meta al punto de partida.
Retrocede sin moverse de una alameda infinita.
La perspectiva es un simulacro del vértigo;
Ayer y hoy son la falsa profundidad
De dos espejos encontrados en un recuerdo.
Escapo de la amenaza de los peones
Que prometieron caparme si los delataba.
No sé qué hacían cuando entré al
establo.
Me escabullí entre las patas de los potros.
Esquivo el rostro a los primos que torturaban
Pollos midiéndoles el aceite con un palo.
Vuelvo el rostro a la matanza de los pavos
Con mazos de croquet.
Me despego de la prima fermentando
Como un brebaje embriagador oculta
En el armario de un bar de cañas.
Me persigue mi padre montado en Código Civil
Y mi madre en Bonjour Tristesse.
Huyo de mi familia de héroes y tumbas
Y de las paradas militares todos los días.
Huyo de la violenta sombra de la estatua.
Huyo de la medialuna de arena consagrada
Donde se despanzurran los novillos
Y sangran las bellas bestias espoleadas.
Me alejo del Champion y el vacuno del silencio.