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La ola muerta, de Germán Marín
TRES
SOLUCIONES A LA NOVELA FAMILIAR CHILENA
Por Carlos Labbé
sobrelibros.cl
Absolución
Para que haya ola tiene que existir primero el océano. Una
lectura literal del título La ola muerta, el último
volumen de la Historia de una absolución familiar, puede
comprender la singularidad de la controversia que Germán
Marín entabla contra sus propias páginas para evitar
escribir una vez más la novela que muchos leen acá en
Chile desde que hablamos castellano; la novela de un lugar en cuyo
discurso cotidiano un amigo entrañable es un compadre,
un desconocido al que se quiere adular
es un hermano, la mujer deseada con desprecio es una mamita
y un insulto enfático tiene que ver justamente con los genitales
de la madre. Se trata de la novela familiar que convirtió a
Martín Rivas en canon, a Casa grande en objeto
de polémica, a Donoso en novelista de un solo libro, a alguien
de “la nueva narrativa” en superventas y –por omisión– a Los
detectives salvajes y 2666 en presas fáciles de
los estudios culturales. Admirador y a la vez corrector de Manuel
Rojas, Lihn y Wacquez –tres que escribían conscientemente a
contrapelo de las fronteras nacionales– Marín plantea su novela
como una ondulación más de la corriente que traspasa
la narrativa de por acá: esa desesperación por asir
de alguna manera –aunque sea en una cinta de audio, como soñaran
criollistas y realistas sociales– aquel murmullo ubicuo, ominoso,
correctivo y discreto que resuena en las exquisitas tiendas de Santiago,
en la vegetación de los parques australes, en las vacías
caletas de pescadores, en los pasillos de las casas pareadas o en
los secos carnavales altiplánicos. Por supuesto, el murmullo
también emerge jocoso cuando se reúne el familión,
como una manera de disminuir la importancia de velatorios, bautizos,
matrimonios, premiaciones, cambios de mando presidenciales, finales
de fútbol, programas de televisión.
Después de leer La ola muerta se me hace arduo hablar
con certeza de la novela familiar –a pesar de la aparente simplicidad
temática de su definición– como también me resisto
a hablar sin más de nación, de cultura, de Historia
de Chile. Sin embargo, Marín y su insignia Venzano Torres son
elocuentes al denominar su ciclo novelesco Historia de una absolución
familiar, y no Historia de una absolución personal.
Es un título que pluraliza esa culpa –palabra que hoy amalgama
la tragedia griega, la ley católico-romana y el análisis
freudiano– que mueve tanto al narrador de las notas del diario íntimo
como al protagonista del relato autobiográfico. ¿Es
la familia la que debe ser perdonada o es el personaje quien pide
a su familia que lo perdone? ¿Y quiénes constituyen
esa familia? No serían respuestas difíciles si olvidáramos
por un instante que nuestra lengua divide el yo del nosotros y el
tú de ellos. Si por un instante describiéramos el océano,
la novela familiar chilena con palabras de una lengua que no fuera
esta moderna que sólo permite separar entre singular y plural
–por ejemplo en mapudungún, que permite hablar en singular,
en pareja y en plural– notaríamos la paradoja: leer como escribir
necesita de la soledad para llevarse a cabo, pero al encontrarse estas
dos acciones se disuelven en la literatura, un fenómeno raro
que va y viene, que integra disonancias, que conforma inesperados
coros y que de pronto transforma a aquel que tiene la voz más
gruesa y ofensiva en el solista principal.
Disolución
Otra lectura literal del título de La ola muerta va
a dar con la composición de su texto, como el agua de una ola
azota la arena mientras está volviendo al mar. Durante los
doscientos noventa y seis fragmentos que alternan el relato de las
memorias juveniles de Germán Marín con ciertas notas
de su diario íntimo, tras largos paratextos iniciales que dilatan
como una playa hacia la olas la entrada en la novela –nota de los
editores, dedicatoria del autor, epígrafe de Calderón
de la Barca al prólogo del (seudo)editor Venzano Torres, epígrafes
de Pasolini y Lihn, además de
los epígrafes en verso del propio Marín que encabezan
respectivamente cada una de las dos partes de la novela– se me hace
inevitable una sensación de lectura que aúna simultáneamente
el desmembramiento y la integración. La erosión del
tiempo en el cuerpo mismo del narrador Marín lo hace patalear
invocando la muerte, cuya respuesta sin embargo es una burla: deberá
sortear el paso lento de la cotidianidad, el hastío de la repetición,
el cansancio del trabajo sostenido, por medio de la exaltación
narrativa de los días de su juventud universitaria, cuando
en Chile sus amigos de adolescencia seguían vidas cómodas
y modélicas mientras su personaje estudiaba literatura y redactaba
informes de soplonaje político para la policía antiperonista
en la mañana, de tarde se acostaba con su amiga Maribel y con
Luisa, la madre de ésta; de noche era discjockey en
un salón de baile y en la madrugada traficaba whisky y condones
en barrios peligrosos. El relato busca desmembrarse cuando el joven
santiaguino abúlico que aparece en el comienzo de este relato
memorialístico se desdobla en el joven erotómano de
Buenos Aires, tal como el narrador que comenta la escritura de este
relato en su diario íntimo ocasionalmente se repliega en Venzano
Torres, autor del prólogo, de la compilación y de las
notas que explican ciertas singularidades textuales de La ola muerta.
Figuras literales del movimiento de la ola hacia la playa, estos
tres doppelgangers van multiplicando los discursos de realidad de
la novela, conformando una pluralidad que sin embargo pertenece a
un mismo sujeto. Por un instante puedo intuir que los individuos de
esa familia que busca absolución se llaman todos Germán
Marín, porque la pena es menor cuando la culpa es compartida.
Y sin embargo, la ola debe reventar y volver al océano; la
estrategia es integrar esta multiplicidad de narradores en un libro
que sea la tercera entrega de la Historia de una absolución
familiar. No es sorprendente que volvamos al principio, como no
es casual que la primera de estas novelas se llame Círculo
vicioso. Se hace ineludible la presencia del cuarto doppelganger,
el Germán Marín empírico, corrector de textos,
negro literario y luego editor de Sudamericana, sello que coincidentemente
publicó La ola muerta. Más acá de lazos sanguíneos,
de compromisos formales e incluso de afectos, acaso se puede entender
una familia como una colectividad cuyas relaciones son permanentes
y exceden a sus individuos.
Resolución
"ABSOLVER: 1ª mitad del S. XIII. Tomado del latín
absolvere, derivado de solvere, “desatar, soltar”".
Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua
española
Uno de los narradores de La ola muerta señala que esta
novela tendrá que llamarse así como paráfrasis
de la nouvelle vague francesa, como expresión de la distancia
que media entre la derrotada vejez de Germán Marín –quienquiera
que éste sea– y el empuje con que unos jóvenes Godard,
Truffaut, Rohmer, Resnais, Duras y Chabrol renovaron el lenguaje cinematográfico.
Siguiendo la interpretación marcada por el autor, La ola
muerta sería un discurso que multiplica y dispersa el tiempo,
y la nueva ola –en cambio– sería un movimiento de imágenes
y sonidos que los reúne y les da una coherencia única.
Implícito en las anécdotas de esta novela hay un lapidario
juicio de valor sobre la literatura: cuando el personaje estaba vivo,
cuando era joven en Buenos Aires, acostumbraba a pasar sus ratos libres
en la sala de cine; pero cuando el personaje está muriendo,
exiliado en Barcelona después del fracaso social, político,
cultural de Chile en los setenta, ochenta y noventa hasta el presente,
corrige textos, lee y escribe.
Después de leer La ola muerta se me hace arduo hablar
de la novela familiar chilena, porque no logro precisar quién,
qué, cuándo o dónde está esa culpa que
echa a andar una y otra vez el discurso que relata a cabalidad eso
que llamamos Chile. Hay en La ola muerta un nuevo eslabón
de esa novelística, un fino trabajo descriptivo de la culpa
que le cabe a quien escribe esa novela familiar chilena, que no es
otra que creer que todavía puede participar en la fiesta del
familión, bailar, reírse y sentirse contento entre los
suyos como si nunca los hubiera hecho personajes de una novela; como
si dejando bien guardado el lápiz en el cajón de la
casa impidiera que esas contradicciones hayan quedado perpetuadas
en el papel. Por el contrario. Para bien o para mal, el escritor seguirá
estando escindido. Al final de La ola muerta, el protagonista se sumerge
en la sala oscura del cine y no logra ver las imágenes de la
película, sino a los personajes de sus novelas que desfilan
para él por última vez, dándole una nueva oportunidad
de soltarlos, de dejarlos ir. “Dios no absuelve, sólo el tiempo,
humano”, concluye el narrador. Yo me permito discrepar al respecto:
si el tiempo es una ondulación, para que haya ola tiene que
existir primero el océano.
*Este artículo también se publicará
en Ciertopez Nº4