GONZALO
MILLAN:
MOTIVOS Y VARIACIONES PARA LA REVISITA DE SU POESÍA
REUNIDA.
Por Waldo
Rojas
Poesía y
cultura poética en Chile: aportes críticos
(2001)
En medio del camino de la vida de los poetas, una antología de sus
libros suele señalar el cumplimiento de un periplo y ser balance alentador
al mismo tiempo que anuncio auspicioso de un giro renovador (1).
Necesidad venida del fondo de la obra misma o imposición de circunstancias interna o externamente bio-bibliográfícas,
el autor vuelve la mirada hacia el trecho recorrido, traza la resultante
de fuerzas del conjunto disperso de sus creaciones, con el talante,
ni desaprensivo ni ansioso, de quien ha terminado por comprender que
las obras de palabra cobran, en la vida de los volúmenes sucesivos
que en su momento las acogieron, una existencia en adelante autónoma.
Ajenas a los designios de su creador porque franqueadas ya de sus
prescripciones y proscripciones, aquellas lo devuelven, como tal,
a la libertad de la página en blanco. O bien, conforme a la figuración
premonitoria contenida en uno de los últimos poemas del mismo Gonzalo
Millán, lo retornan al desamparo súbito de un estado de des-escritura:
Firmas en blanco. Al rubricar
borras
todo lo escrito antes
arriba, de atrás para adelante.
En el
hueco que han dejado
tus libros, limpio,
queda disponible el
papel
libre de todo resentimiento.
("Firma en blanco" [p. 334]
)
Dueño de los primeros destellos de la germinación de sus
poemas, el autor -esa falsa idea clara- no lo es de sus lecturas. Y son
éstas justamente las que, recreando cada vez un texto a espaldas suyas,
le confieren nuevos sentidos y lo sitúan respecto del conjunto de una
obra. Es lo que probablemente explique que algunos poetas, y no de los
menos antologables, se hayan mostrado reacios a asumir por sí mismos la
tarea de seleccionar, reordenar y, eventualmente, enmendar, sus páginas
ya impresas y vueltas poco accesibles, prefiriendo, venido el momento,
la reedición por separado de cada libro. Esto mismo, dicho
independientemente del hecho de que haya obras que soportan menos bien
que otras su fragmentación selectiva.
No es este último el caso del conjunto conocido de la
poesía de Gonzalo Millán, cuya escritura parece responder a unos modelos
que vuelven, tarde o temprano, inevitable la reintegración real o
imaginaria de sus segmentos en un cuerpo enterizo. Su crecimiento en
intensidad y en número tiene por fundamento, más —y más deliberadamente—
que en muchos poetas modernos, la relectura constante de sí misma, el
auto-engendramiento. Quizá menos deliberadamente, o como si la
reflexividad inherente a la operación misma de la creación poética
parasitase aviesamente al hablante de los poemas, muchos de éstos son
'habitados', por la necesidad de hacer patente su mecanismo
autogestatorio, tematizándolo en circularidades, revertimientos,
desdoblamientos y reciprocidades: véase, por ejemplo, una mayoría de los
breves textos de "Dragón que se muerde la cola":
"En el vientre de nuestra madre /
copulamos con mi sombra hermana." (...) "Me recreo con agua /y tierra y
me creo, /pequeño niño Dios/de barro, a mi propia / imagen y semejanza."
(...) "Me preño, me alimento y crezco / ovillado en mi interior, me
hincho / y pateo el vientre hasta dolerme." (...) "La concavidad habló,
me dijo, /eco eres de un eco... ", etc.,
hasta el hastío; un hastío, por lo demás ... ¡que no se
hastía!, puesto que se desmiente haciéndose texto de sí mismo:
"Me prometo: / no más saña de
alacrán / en círculo de fuego " [p 69 y ss.].
Alcanzado el número de cinco, los libros que reúnen la
obra toda de Gonzalo Millán, según confesión nada ocasional del poeta
mismo, completan alegóricamente una mano con sus cinco apéndices
digitales. No aquella mano del célebre relato de Nerval, maléfica y
separada, maléfica porque separada de su cuerpo, trotando mundos
empeñada en un cometido desalmado. Imagen de pertinencia nada antojadiza
en el caso de estos cinco libros, la mano no solamente es una de las más
inamovibles alegorías del gesto hacedor de los hombres, la
póiesis, sino metonimia del individuo, substituto simbólico de la
identidad, de lo que hay de intransferible en cada hombre, en tanto que
producto singular de la faena particular de una existencia sobre sí
misma. La posesión de lo extenso, la palpación del peso, el contacto de
lo denso, la certeza del número, la dádiva y el lucro de la caricia:
atributos y preseas carnales de una operación adriestradora del numen
que, recogiendo el reto de la materia y de los cuerpos, la mano sabe
inscribir en la extensión de la conciencia y afincar en la palpitación
del corazón. Plasmación visible del espíritu en la carne.
Piezas digitales de una solidaridad sucesiva y articular,
los cinco libros de Gonzalo Millán a lo largo de los casi cuatro lustros
del plazo de sus publicaciones, dan cuenta de una empresa poética de
continuidad y coherencia como habrá muy pocas en Chile. Escasas otras
también, habrán poseído desde sus inicios, junto con todos los elementos
en germen de su desarrollo ulterior, una clara y precoz percepción de la
clave de sus mecanismos formales. Puesto que desde los textos de
Relación personal, publicados por allá por 1968, hacia los
veintiún años del poeta, se advertía ya su clara sabiduría retórica.
Retórica no por cierto en el sentido de la "cremosa
ornamentación" [p. 39] del decir, sino en aquel en que la retórica
designa un cierto régimen verbal que induce complejidad, densidad y
dificultad como formas de resistencia al desvanecimiento catastrófico de
las cosas, seres e ideas en el tiempo, oponiendo a ello, en el momento
de la lectura, el espesor lento del desciframiento; una forma de
domesticación humana del tiempo.
Sabiduría consistente en el ajuste sin rebabas del lenguaje
descriptivo a la imagen sorpresiva, en el empleo sugerente de la virtualidad
de las palabras, con sus encadenamientos metafóricos controládamente
heteróclitos, pero sin las contusiones gramaticales o sintácticas
con que los jóvenes poetas a menudo creen poder irrumpir por efracción
en la "modernidad". Sabiduría también en el modo cómo la carga emotiva
sedimentada por la experiencia juvenil, magma bullente de sentimientos
contradictorios, se cristalizaba y se inervaba en el verso, siguiendo
el exacto filigrana de una expresión hecha de fraseos fruiciosos,
cadencias insinuantes, inquietantes colusiones de un humor socarronamente
candoroso y de una ironía acerba. En fin, en la forma cómo una manera
de percepción del mundo, precozmente descarnada y a menudo impregnada
de acritud desencantada, se deslizaba, alusivamente, en el texto,
cogida en el vuelo de un lenguaje escueto, todo en repliegues y contenciones.
Trasunto ésta de un malestar en el mundo que, de puro informulable,
crispa la palabra que busca nombrarlo hasta hacer de ella signo numeroso
de un malestar en el lenguaje, y hacer de la insuficiencia connatural
en que consiste todo poema, un objeto al mismo tiempo irrisorio y
altivo:
"Digo triunfalmente al objeto
codiciado:
—Eres mío ahora.
El objeto impenetrable, opaco
me objeta:
—Me compras,
pero no has pagado mi secreto. "
("el objeto"
[p. 156 ]).
Emblema en todo caso de aquella impotencia del individuo
frente al vasallaje del lenguaje, el poema que hace de ella un objeto de
reflexión, lo es también una manera de compensación victoriosa. Inasible
en el secreto (secretus: aquello que se aisla y separa) de
su imposible instrumentalidad, la palabra del poema es un decir, sin
otra opción de autenticidad, para el poeta, capturado al interior del
orbe del sentido, que la de aumentar de continuo la subasta de la
ironía, volviéndola hacia sí mismo.
Dos textos extraídos respectivamente del primero y del
último poemario de Millán refrendan claramente lo anterior:
Fui tu instrumento vano y lleno de
viento
o si lo prefieres, un solista que ignora
la cuerda
que tocó entre tus maderas.
Y si bajo la dirección de tu
batuta
y a la ciega siga de tu partitura
sonó la
flauta,
te confieso mi creencia
de que ese agudo y ridículo
pitido
no vale un pito.
("La destrucción del dúo", [p. 57]).
Queriendo
luchar
con la
pluma
escribes
dinamita
mojada
con tinta.
("Combatiente" [p. 315]).
Podría decirse que es en razón de la "vocación" constantemente
reestructuradora de su verdad poética profunda, que los poemas de
Relación personal fueron recolectados en un volumen, en Canadá,
tierra del más durable de los exilios del poeta, junto a otros poemas
escritos durante los dieciséis anos transcurridos desde aquella primera
edición. ¿O cabría mejor suponer que los primeros fueron en un primer
momento al encuentro de los otros, atraídos por el cumplimiento de
una mutua iluminación?. El título elegido, Vida, será, según
se quiera, demasiado sucinto o demasiado comprensivo, pero no es en
ningún caso arbitrario ni fútil.
Entre los fragmentos que componen este volumen, la
continuidad es al mismo tiempo la de la afirmación progresiva de unos
mismos medios estéticos y la de un crecimiento de sus fundamentos
éticos. O mejor, dicha continuidad prolonga, de manera ahora más acusada
y a través de nuevos recursos de composición textual, un puñado de
intuiciones primeras. Conciernen ellas, en general, la conexión entre
aquello que podemos llamar la experiencia personal, y que remite a las
vicisitudes de un sujeto histórico y biológico, y la elaboración de un
doble simbólico suyo, a la vez desdoblamiento vocal y substituto vital
del primero, pero moldeado en la argamasa de un sedimento de imágenes
recurrentes. En su inscripción concisa, veloz, en la línea del título,
la palabra "Vida" cobra el valor de una formulación imperativa:
exhortación o llamado a recomponer la unicidad orgánica que preside todo
impulso vital, síntesis o fusión cuyo símbolo más claro, y más
claramente universal, son en todo orden de cosas, las reencarnaciones del
Amor:
Si
el amor
junta dos
manos,
las mitades del árbol
reúne,
partido en dos
por un
rayo.
("Árbol de la Vida" [p. 81] ).
Un nuevo motivo patentizará en adelante el tenor poético
de los textos: el de la búsqueda de la unidad en las manifestaciones de
la dualidad. Conjuntamente, el eje de la interrogación del poeta
se ha desplazado, en este sentido, desde el tema de la entidad corporal
y somática, hacia aquel de la identidad de sí, simbolizada, a su vez, en
la identidad -o propiedad- del nombre propio. Poco importa que
las alusiones referenciales (sucesos, lugares, seres "substantivamente"
acotados) que ocupan la superficie de los textos sean ahora más o menos
patentes. El substrato conformador de éstos será en adelante el lugar de
una reflexión poética sobre la Palabra. Su antecedencia implícita se
remonta, aunque en sentido puramente figurado, a aquella antigua idea de
que la palabra sería una obscura revelación de lo verdadero, esgrimida
contra la idea relativista y antropocéntrica de la atribución arbitraria
del nombre dado a las cosas. Textos sobre textos, poesía, si se quiere,
de grado segundo.
Esta orientación se desprende con relativa evidencia del
plano denotativo de una nueva producción, en la que la implicación
metapoética comparte, de todos modos, el espacio textual con la esfera
de significaciones más visibles e inmediatamente alusivas que la hospedan
y propagan: incidentes de la vida cotidiana, reincidencias del amor,
contriciones del exilio político. Pero sus fundamentos no radican
en la sola voluntad testimonial del poeta y sus imperativos morales
y cívicos, causa necesaria, si se quiere, pero en ningún caso suficiente.
Entre uno y otro libro se ha alzado por cierto la frontera cronológica
del trauma histórico representado por el golpe de estado del once
de septiembre de 1973. Su incidencia en el poema es menos un dato
informativo o un jalón conmemorativo que signo de dislocación vital,
conmoción existencial y desmantelamiento de una cierta armonía "familiar"
entre la contingencia y sus representaciones. Mudanza pasmosa de la
positividad del Verbo en "pseudónimos de la muerte", la violencia
del suceso histórico-político viene, en verdad, a reactivar aquella
otra violencia connatural al lenguaje poético, violencia de la suspensión
del sentido, violencia congénita de la operación metafórica. Una vez
más, retrospectivamente, un texto de Virus recoge los datos
de aquella doble laceración biográfica, a través de la indagación
alegórica de una revelación profunda de sí, contenida en la grafía
del propio nombre, como se descifra un rasgo premonitorio:
En mi apellido hay una nota
musical, y
una
silaba del arcángel.
En el centro hay un once
que me
separa en dos,
en un antes y un después,
en un aquí y
allá,
la vida.
Para concluir
hay una piedra,
un millar
de pasos que desando
y un milenio que ya termina.
("'Conclusión sobre la firma" [p.
336],).
Encausada la poesía de Millán desde aquel libro primero en
el leitmotiv del relato de vida, ella ilustra el entendido
preliminar de que la biografía no es la "vivencia"; que el "yo" de la
escritura es -como nos lo espetara el célebre "Je est un autre"
de Rimbaud- la encarnación de aquella angustia que nos embarga ante
nuestra propia identidad (¿plenitud mítica o puro significante?). De
este modo, en sus obras ulteriores, el poeta proseguirá enarbolando,
como una divisa, la significación ambivalente de aquel primer título
programático: relato singular de vida, primeramente; trabazón,
enseguida, del sí propio con la esfera de lo Otro. Dos maneras alusivas,
por lo demás, de revelarse la doble realidad del lenguaje: mismidad del
habla, alteridad de la lengua.
Poesía biográfica en este sentido clarísimo que para el
poeta tuvo entonces la noción de "biografía": en primer lugar, forma
a priori de nuestra percepción del mundo, esto es, forma cultural
dada, y como tal, ni intemporal ni neutra. En segundo lugar, perspectiva
por ella inaugurada respecto de una existencia concreta, y que no es
copia fiel de la vida "real" sino una construcción puesta en obra por la
sociedad que la produce con el fin de reproducirse, consiguiendo hacer
de cada uno de los "otros" que somos un "yo" preciso y relativo, un "yo"
extenso y tenso.
Si esta tensión recorre las páginas de Relación
personal como una pura desazón interior entre otras desazones, en
las de Virus, veinte años después, en 1987, es ella un tema
central, un dispositivo de composición y una pauta de lectura: una trama
permanente.
Este último "dedo" de esta mano antológica señala,
acusador, la consistencia inane de la Palabra: Amar y desamarla:
/hallazgo y extravío. /Armarla y desarmarla: / aprendizaje y hastío,
[p. 338]. Y en la textura verbal de sus poemas, a la manera de señales
indicativas, se dispersa todo o casi todo el vocabulario recurrente,
literal o figurado, que compone el campo léxico-semántico de la
Escritura; aquel campo nombrado o evocado por el acto de
escribir, mental y físico, su utilería material, y aquella otra
impalpable e invisible que halla su soporte en el trazo gráfico
visible.
La intención metapoética, o sea, la voluntad explícita
de hacer de la poesía su propio objeto, es aquí sencillamente total,
y cabalmente manifiesta. Todos y cada uno de estos poemas dicen, cuando
no actúan performativamente, la formidable impasse de la escritura
poética, su nebulosa relación con el silencio, acallamiento que el
poeta se debe de imponer al murmullo sordo en que consisten las palabras
del mundo, y el que éste nos impone. Son poemas de la impugnación
de aquella naturalidad contra-natura del poema; impugnación del desdoblamiento
del sujeto en un discurso que se dice él mismo con la coartada de
que me dice. Ponzoña y antídoto contra la inoculación hechicera
del lenguaje en la existencia ("mi adorada y devoradora desdicha"
[p. 117]), la poesía, sin embargo, pacta el contrato de su propia
subsistencia al precio de la paradójica ambición del poeta encarnada
en el anhelo incumplible de su "Aspiración expirada"'.
Llegar a escribir
algún día
con la
simple
sencillez del gato
que limpia su pelaje
con un
poco de saliva.
[p. 302].
Temprana intuición la de Millán, respecto de aquello que
separa a la poesía de toda otra expresión verbal, esto es, la renuencia
congénita del poema a plegarse a la simple función comunicativa,
vehicular o ancilar, de un "contenido", en desmedro de su decir
original. Toma de conciencia de que lo propio del discurso peculiar del
poema es explorar las posibilidades insospechadas del lenguaje y dar
cuenta de aquella exploración, en la que las incitaciones venidas del
mundo de las experiencias reales o imaginarias se funden en la opacidad
del material verbal, y se refractan insubstituiblemente en una nueva
experiencia que tiene al lenguaje por escena.
De este modo, en aquellos poemas primeros, breves
destellos escénicos de corte epigramático, el poeta pone ya en obra un
tipo de composición basada en una serie de dispositivos retóricos que se
resumen en el doble trabajo de la imagen. Imagen como descripción
sostenida por efectos visuales, e imagen como figura retórica,
patentizando en el texto una cierta situación o acción como artificio de
la representación de una idea:
Ocultos entre raíces
manchados por
hollejos de frutas,
y humaredas de hojas verdes y
papeles,
se endurece en mis manos sucias,
al palpar la
rubia
sedosidad niña de tus piernas,
la celeste cornamenta
de mis venas.
Tú con una piedra rompes
un cuesco de
durazno,
mascas la amarga semilla
y endulzada la echas en mi
boca.
Yo me humedezco un dedo
y en el muslo trazo con
saliva,
las iniciales de tu nombre.
Tú les echas
tierra.
Después el polvo cae.
("En blancas carrozas, viajamos", [p.
30]).
Es claro que en este ejemplo el valor descriptivo y la
economía escénica logran una cierta autonomía objetivamente alusiva,
pictórica y hasta impresionista, en cierto modo. Autonomía que no
contradice la dependencia de los enunciados respecto del código
literario, en la conexión que ellos delatan con cierta matriz textual:
aquellos "verdes paraísos de los amores infantiles", por ejemplo. No
menos patente, pero igualmente clara, es la idea subyacente, correlato o
substrato subjetivo, de la sensorialización -y por qué no: la
erotización- de la palabra en que consiste toda operación poética.
Entre los tópicos de la primera poesía de Millán, la
"experiencia", adquiere el sentido de tiento indagatorio y de manejo
probatorio, ya sea respecto del cuerpo, en su consistencia y humores, o
respecto de la textura del mundo de las cosas, tentación también,
fascinante y repelente, de "apagar el sol" y palpar a tientas la
finitud, apurando así, el desenlace de esa faena de desgaste y
consumición de sí a que condena el derroche de un vivir revertido con
avidez sobre sí mismo.
Todo ello sin duda se inscribe entre las claves de su
escritura- antes que dicha "experiencia" lo sea de una forma de
protagonismo e implicación personal en el mundo. Dicho de otro modo: la
(auto)complacencia del Poeta-Niño en su identificación ilusoria y
sensual al acto carnal de palabra ha entrado en crisis; dicha
implicación es también separación umbilical en la experiencia de la
palabra como revelación de alteridad. Recuperar la Palabra para sí,
apropiársela el poeta bajo la especie de la palabra poética, implica
ahora perderla como instrumento de acción sobre el mundo, que es nuestro
modo irremediable de producir nuestra existencia auténtica. La poesía
moderna, toda ella, no consiste, al final de cuentas, en otra cosa más
-¡ni menos!- que en la respuesta a esta alternativa.
De los cambios y derivas sucesivos operados en el plano de
la historia personal del poeta, dará cuenta aquel crecimiento a que
aludíamos; movimiento complejo desde la relación (relato) de sí hacia la
relación (implicación, enlace) de sí con esferas de más vasta
realidad.
Los poemas que completan Vida marcan ya el movimiento
centrífugo desde una suerte de pan-sensorialidad de clave en cierto
modo sinestésica y confinada en el espacio personal y sus más estrechas
inmediaciones, hacia el espacio extra-personal, e incluso, impersonal.
La presencia "objetual" del mundo exterior, su inconmovible estar-ahí,
parece evacuar hasta la posibilidad de un sujeto que asuma para sí
la perspectiva del acto de nombrar, y organice la geometría de lo
visible. Parafraseando a William C. Williams al referirse a los cuadros
de su amigo el pintor Charles Sheeler, se podría decir que los poemas
de Gonzalo Millán contienen una descripción "asombrosamente directa".
El texto se despersonifica gradualmente, y lo nombrado aparece fijado
en la realidad por una suerte de mirada sin sujeto.
En los poemas ya evocados de Dragón que se muerde la
cola, el motivo de la referencia circular (flexión del texto consigo
mismo) y de la reflexividad (del sujeto que se "textualiza" a sí mismo)
lleva a cumplimiento, simbólicamente, la anulación de la primera persona
por autodeglución, como la bestia alquímica aludida por el título del
conjunto. Motivo, por cierto, de la crisis del mito del sujeto. Y es el
Sujeto lo que, justamente, en el poema "Vida" que continúa la serie
antologada, desaparece como pronombre personal en la reiteración de
enunciados objetivos, miméticos, paródicos, de un saber enciclopédico y
reductor del concepto de vida a un puro funcionamiento biológico. Y así
sucede también con toda una serie de poemas, como, entre otros,
"Automóvil", "Refrigerador", o "Apocalipsis doméstico", en los que el
descentramiento del sujeto en el plano de los enunciados, es recurso
emblemático del des-centramiento del hombre en la existencia; o, si se
quiere, de su moderna alienación.
* * *
Es comprensible que se haya visto en La Ciudad un
texto predominantemente circunstancial. De todos los libros de Gonzalo
Millán es éste, por lo demás, el que por obra justamente de las
circunstancias ha merecido de parte de la crítica una mayor
atención(2). Publicado en 1979, a
continuación de Relación, este libro constituye una suerte de
bifurcación en la vía central que religa aquel a Vida y estos dos
últimos a Seudónimos de la muerte, de 1984. Todo lo cual no quita
que, a nuestro juicio, La Ciudad admite una lectura menos
inmediata y menos contingente, más cercana de lo que podríamos llamar,
con palabras de Valéry, su "intriga interior". En la ocurrencia y
conforme a lo expresado anteriormente, este texto parece prolongar dicha
bifurcación como una desviación de trazado elíptico conducente al
entroncamiento, más adelante, de esta obra con la vena metapoética de
Virus.
La Ciudad es, en efecto, un texto estrictamente
estructurado, linealmente progresivo y continuo, pese a su
arquitecturación entrecortada y a su fórmula enumerativa, como bajo
modelo retórico de inventario (registro acumulativo de cosas y hechos
referidos, al mismo tiempo que de procedimientos isoléxicos). Impresión
que refuerza la modalidad impersonal de sus enunciados, dotados de
cierta parquedad de veredictos y rigurosamente "objetivos". No es
difícil de advertir, sin embargo, que bajo esta suerte de letanía
monocorde hay la prefiguración de una especie de máquina verbal lanzada,
a pleno régimen, a proferir un reguero regular de certezas banales, de
truismos, o de afirmaciones intransitivas, y como suspendidas en una
esfera de neutralidad. El dispositivo metapoético se revela aquí por lo
menos bajo dos aplicaciones del artificio de la denudación:
primero en la exhaustividad hiperbólica del procedimiento de
reiteración, modalidad retórica que, en buenas cuentas, vacía de su
substancia, diluyéndola en vez de concentrarla, aquel discurso que ella
supone henchir de sentido, desconstruyendo aquello que se supone
construir. Podría decirse que la discontinuidad sintáctica, los "saltos"
de registro, la construcción elíptica, evacúan el sentido de las
proposiciones por las brechas que abren en el texto actual, en beneficio
de un texto ausente, de un enunciado virtual que fluye paralelo,
cobijado entre las líneas, imagen invertida del texto patente: "el
poema es un espejo. (...)/ La goma borra lo escrito. /Donde había un
edificio deja un baldío. / Un cambio de sintaxis invierte el curso del
río ...". Apenas fijadas de ese modo, todas aquellas certezas se
desacreditan en su estatuto de saberes estables, y la pretendida
neutralidad de lo afirmado se polariza en un esquema de valoración. Los
"blancos" del texto denotan zonas de oscuridad dolosa; el silencio
delata reticencia culpable o aquiescencia cobarde; la descripción
impasible se revela representación enmascarada, las palabras más
incorpóreas, el Verbo mismo, son ya cuerpos de algún delito. En
consecuencia, el juicio de valor, como un malestar físico, corroe el
confort gramatical de la prosa del mundo.
En otro plano, la contigüidad de proposiciones dispuestas
al modo de premisas incongruentes tiende a dejar al descubierto en su
flagrante anomalía silogística, una insuficiencia de otro orden: la
improcedencia, ilicitud o sinrazón del Orden vigente. Procedimiento de
contra-análisis de la relación entre mundo real y lenguaje, por ejemplo,
que pone al desnudo una suerte de pseudo-lapsus: la reiteración del
artificio de la asociación libre en los encadenamientos que articulan el
avance del poema, pone de manifiesto tal artificio al mismo tiempo que
el sentido de lo expresado por él expone la paradoja de una palabra
cautiva, privada precisamente de libertad.
En segundo lugar, dicho procedimiento metapoético de denudación
atañe al juego de personificaciones (entre otras, el Anciano,
el Ciego, la Beldad, el Poema, el Tirano,
etc.,) que puntúan lo que puede estimarse como la trama "narrativa"
del poema. Por él se incrimina a la Palabra, sus relaciones equívocas
con la verdad, o cómplices con el silencio, su versatilidad indolente,
su veleidad polisémica; meretriz sagrada del templo, ella es encarnada
en la Beldad, y, de paso, asimilada por sublimación a la palabra poética.
La puesta entre paréntesis del poema por sí mismo (a la
cabeza de su primer fragmento: "Amanece. /Se abre el poema"; y al
final del último: "Se cierra el poema") señala un desafío propiamente
anti-poético (en el sentido en que Ponge concibe esta expresión), a la
vez que equivale a poner de relieve la inermidad frente a los embates de
la Realidad, de la palabra poética, "Diosa de la ciudad y falsa
deidad", que "camina con cadencia", "guarda la
línea" y "se aplica cosméticos ". Con la sobrecarga irónica
de una coronación paródica, el poeta la identificará a la más irrisoria
de sus trivialidades metafóricas: "tiene dientes de perlas".
Recriminación de su inanidad, de su indigencia ante los fueros del poder
y ante los desafueros de la muerte, pero que no es menos una forma de
exorcismo y de redención contenidos en el gesto mismo de una tal
revelación por y en la escritura. Tras la Beldad de Millán,
espejea claramente la iluminación resumida en el conocido dístico de
Rimbaud: "Cela s'est passé/ Je sais aujourd'hui saluer la beauté"
("Eso ocurrió / Hoy sé saludar a la belleza"), es decir, el poeta se
descubre capaz de resistir a los excesos del éxtasis de la Belleza (la
Palabra), y puede ahora guardar con ella las distancias debidas, sabe
"saludar a la beldad".
El Anciano(3) que "cuenta su
infancia", como Edipo resuelve el enigma de la Esfinge resumiendo las
metamorfosis del hombre a lo largo de su edad, no es otro que una
substitución metafórica del Poeta, quien "se pasa el tiempo
jugando", "inventa una ciudad de juguete" y "reconstruye
los hechos"; además: "compone un poema" que "habla de la
ciudad" y que "es su hijo". También substituto figural del
Ciego -imagen híbrida de Edipo cegado por su propia mano y de una suerte
de Orfeo desmedrado que "rasguea la guitarra"- en su pretendida
no videncia, viviendo "con los ojos vendados" que "se abren
bajo la venda"; ceguera asumida como coartada vergonzante de
sobrevida y que toleran complacientes los "agentes del tirano": "Para
ellos soy ciego y mudo. / Dejen en paz a este pobre ciego. / Déjenme
tocar en paz la guitarra".
La Ciudad conjetural que Millán monta y desmonta con
acuerdo a los imperativos antinómicos de los andamiajes o de la andadura
retórica y de la necesidad de una verdad, no es, de este modo,
equivalente figurado de una pura evocación circunstancial, circunscrita
por el comento de una experiencia todo lo dramática que se quiera. Se
trata, en suma, de la reactivación de todo un arquetipo, o sea, de un
cuerpo cultural de imágenes estatuidas: el mito de la ciudad (encarnado
en una evocación legendaria y arquetípica, plural, que va de Tebas a
Roma), sobre el que los hombres erigen las entidades urbanas concretas,
o se nutre la memoria de sus ruinas, y entre cuyos muros se despliega la
historia real de unos hombres reales. Una ciudad, ya se sabe, no es un
espacio neutro ni un puro continente; está hecha tanto o más de
palabras, de signos, señas y trayectos, de razones y de fantasmas, es
decir, de materia discursiva, que de materiales de construcción. Es obra
de significados que se imponen a la dirección de los destinos
ciudadanos. Pseudo-pleonasmo: la ciudad es texto, y el texto de Millán
es una Ciudad. Sólo que ciudad que ha perdido el sentido de sí misma
porque destruida en sus significaciones humanas por la violencia del
Poder. La Ciudad/Texto es una tentativa de reconstrucción, búsqueda a
ciegas, de la que testimonian imaginariamente, por ejemplo, las
relaciones evasivas y los acercamientos discordes entre las
personificaciones poéticas ya señaladas.
Un breve poema en caracteres cursivos, intercalado en medio
del libro, perfectamente dispar en su forma monológica y subjetiva
respecto de todo el resto, funge a su vez como revelador metapoético:
"Por ahora no sé quien eres/ni adonde estás siempre. /Sé que nos ha
tocado vivir/en la misma ciudad/y en un mismo país de la tierra /
al mismo tiempo. / Y eso me basta ..." [p. 243]. De igual modo, la
cuarteta final en su fórmula sintáctica conexiva y como desamordazada
de las restricciones formales del poema todo, clausura y remata, con
una imagen de lírica transparencia el sentido todo de la empresa poética
-resolución del paréntesis- en su "oscura claridad":
Y después de ir con los ojos
cerrados
Por la oscuridad que nos lleva,
abrir los ojos y
ver la oscuridad que nos lleva
Con los ojos abiertos y cerrar
los ojos.
[p.281].
En su resistir a la fijación preestablecida de las significaciones,
el decir de la poesía afronta el desbande indomable de significaciones
que entrecruzan la inmediatez brutal del presente vivido. En el poema
es llevado a cumplimiento el reparo radical contra la reducción de
la dimensión lingüística a aquella de la "comunicación". La poesía
de Gonzalo Millán convalida, así, el célebre aserto de Mallarmé que
la escritura es esa "antigua y muy vaga aunque celosa práctica, en
la que yace el sentido en el misterio del corazón", y que aquel que
es capaz de cumplirla integralmente "se retranche"; es decir,
siguiendo la doble acepción que el verbo se retrancher posee
en francés -separarse del resto, retirarse, y ponerse a resguardo-,
es en la distancia que el poeta toma respecto del lenguaje que se
amuralla la salud de la Palabra.
* * *
No sería excesivo pretender que la presente selección
antológica reordena libros y textos en el afán saludable de restablecer
el verdadero trasunto poético de esta poesía, restituyendo la filiación
efectiva de sus articulaciones formales circunstancialmente
discontinuas. La obra de Gonzalo Millán se presenta así en su
originalidad más consistente: jalón agregado a la búsqueda de aquel
lenguaje "verdadero" a que ha aspirado de continuo toda poesía, esto es,
aquello que los discursos comunitarios sometidos como están a la
positividad perentoria de la política, de la moral o de la ciencia, no
podrían asumir por sí mismos. En este sentido, la oscuridad de la poesía
pone en claro el mundo, al arrancarlo a su idioma empobrecido por el
empecinamiento comunitario en buscar su rentabilidad comunicativa en el
mayor común denominador posible.
Desplegados los cinco dedos de esta mano, ahora abierta
como un libro único, tiende así su palma ofrecida a la inteligencia de
una nueva quiromancia.
II
El primer medio receptivo, sensible a las virtudes de
novedad, vigor y rigor de esta escritura juvenil, aún antes de advenir a
la dignidad del libro, fue el de la promoción, heterogénea y cuasi
naturalmente conexa, de poetas jóvenes, que a comienzos de los años
sesenta daban a publicar sus primeras producciones. Al margen de las
redes de circulación ordinaria de bienes culturales, brotaban éstas,
además, de modo disperso, aisladas, en el ostracismo involuntario del
Chile provincial, en las páginas de cuadernillos magros y revistas de
incierta periodicidad.
No carece aquí de oportunidad la mención del fenómeno
histórico literario implicado por la emergencia de este grupo
al que Millán vendrá a agregar su nombre como el de su representante
más joven.
Los otros nombres que componen esta partida generacional
son los mismos diez de la nómina que Jaime Quezada incluyera en su
antología de 1973, Poesía Joven de Chile (México, Siglo XXI
Editores), lista que deben completar a nuestro juicio, los allí
ausentes, en uno y otro extremo respectivamente del marco cronológico de
dicha selección, de Oscar Hahn y de José Miguel Vicuña.
Uno de los críticos literarios más atentos en el Chile de
entonces a la evolución de nuestras letras, el escritor y profesor
Alfonso Calderón, había culminado, en 1970, su Antología de la poesía
chilena contemporánea con la inclusión de Gonzalo Millán, en acto de
reconocimiento en cierto modo oficial del joven poeta. El mismo Calderón
comentaba años más tarde la selección de Quezada en los términos de un
acta de mayoría de edad de la "promoción emergente".
Aparece esta nueva promoción signada en su origen no ya
por un acto fundador voluntarista y más o menos sonado (manifiesto o
conjuración vanguardista) sino por un proceso de descubrimiento mutuo y
de toma de conciencia de ciertas coincidencias, sin programa estético ni
miras estratégicas previos. Su punto de convergencia es el de una
actitud cultural fundada en la convicción pasablemente paradójica, para
un grupo de creadores nuevos, de hallarse involucrados en el extremo de
una tradición venerable que cabe asimilar y continuar más bien que
rechazar en una empresa de suplantación negadora y de regeneración
profética.
Dicha "promoción" aceptó reconocerse en el epíteto más
bien incoloro y necesariamente provisional de "emergente", antes de que
la tenacidad de los usos de lenguaje hiciera de ella un rótulo
convencional. Se señalaba con ello un simple estado de cosas respecto de
aquella convicción compartida de surgir en el extremo de un linaje
poético vigoroso y plural, representado entonces por figuras mayores en
edad y en méritos reconocibles, ellas mismas mutuamente diversas en sus
orientaciones estéticas y lenguajes. Se señalaba con ello, asimismo, la
voluntad de reivindicar su vigor y diversidad como el sedimento nutricio
de nuevos impulsos germinativos en poesía, sin rupturas ni aspavientos
vanguardistas, sin exclusiones ni exclusivos, asumiendo su prolongación,
por así decir, natural, y asimilando aquella herencia.
Universitarios en una buena mayoría, o frecuentadores
asiduos de los medios académicos, los poetas "emergentes" recogen de la
tutela cultural universitaria mucho de su actitud ante la cultura
literaria. Los años sesenta, por lo demás, conocen una activa renovación
del espacio universitario chileno, gracias, sobre todo a una política de
decentralización territorial, y al auge de las nuevas orientaciones
teóricas en los estudios académicos. Poniendo énfasis en la
especificidad del hecho literario, acercando las cuestiones de
interpretación a los desarrollos teóricos de la lingüística post-
saussuriana, los nuevos paradigmas críticos surten el efecto de liberar
la comprensión disciplinaria de la praxis literaria de las viejas
hipotecas realistas y de sus sociologismos apremiantes. Es posible que
esta influencia intelectual, junto con favorecer el acercamiento
generacional entre maestros y discípulos, haya favorecido de paso, entre
los nuevos poetas, el desapego respecto de la ilusión romántica del
poeta-demiurgo, visionario o alquimista del verbo, asimismo que
acentuado la preocupación de parte de estos poetas por la dimensión
ética del lenguaje. La "era de la sospecha" priva al poeta de su sitial
heroico, y, hombre entre los hombres, lo inclina a interrogarse sobre la
valía de su relación con la palabra y las condiciones de posibilidad de
su oficio.
Un factor habitual de la fractura entre generaciones
culturales, se eclipsa de este modo y deja su lugar a la relativización
de las oposiciones, al diálogo erudito, a la problematización reflexiva
de la sucesión de las visiones del mundo, a la dignidad de lo
diversamente contemporáneo y de lo diverso a secas.
Por otro lado, la década del sesenta presenta en materia
de cultura poética viviente, un panorama especialmente rico. Los
Antipoemas de Nicanor Parra, publicados desde 1954, conocen una
más amplia difusión, en parte gracias a su influencia en un sector
de la llamada "Generación del cincuenta". Gonzalo Rojas, poeta formado
en los medios surrealistas chilenos del Movimiento del treinta y ocho,
vuelve a la carga con un libro señero, de acentos clásicos y elevado
tono lírico, Contra la Muerte, en 1964. Del mismo modo, Enrique
Lihn, en 1973, da a conocer una de sus obras mayores, La Pieza
Oscura, y otro tanto harán poetas como Jorge Teillier y Armando
Uribe Arce, entre los nombres más significativos por su influencia
entre los más jóvenes. La diversidad de los nuevos lenguajes en pugna
motiva casi naturalmente al reexamen de los grandes poetas anteriores
cuyas obras recobran súbito interés: el Neruda de la Residencia
y de Estravagario, todo Vicente Huidobro y los mejores momentos
de Gabriela Mistral; las últimas obras de dos poetas mayores pero
en pleno vigor de sus lenguajes personalísimos como Humberto Díaz
Casanueva y Rósamel del Valle.
La década del sesenta es también, en otro plano, la de la
eclosión de la "cultura juvenil", en música, en moda vestimentaria, en
implicación activa de los jóvenes en la vida política: guerrilleros en
Cuba y en otras "sierras maestras" del continente, combatientes en
Vietnam, "contestatarios" en los campus universitarios del "sesenta y
ocho", etc. El dinamismo político que súbitamente agita un continente
joven como América latina, favorece y multiplica los contactos
culturales, y las innumerables revistas de poesía del continente
circulan profusamente en Chile, desenclavando el país, en este terreno,
al arrancarlo de sus inveteradas tradiciones y reflejos insulares.
El núcleo federador de los poetas "emergentes" es una
revista provincial ligada a la Universidad de Valdivia, cuyo nombre es
desde ya gaje de apertura exterior, Trilce. Homenaje tácito al
gran poeta peruano muerto en Europa. La intensa actividad del grupo que
anima dicha revista, a través de encuentros y reuniones públicas que
reservan un lugar de honor a los poetas mayores, al mismo tiempo que
invitan a participar en ellas a un número siempre creciente de otros
jóvenes, explica en parte nada desdeñable la consolidación de un nuevo
impulso generacional, y la aparición de un nuevo estilo de sociabilidad
literaria.
Las palabras de feliz pertinencia que en el artículo
citado A. Calderón consagra a estos nuevos poetas, podrían aplicarse sin
gran reserva a Gonzalo Millán:
"Todos poseen artesanía y rigor -escribe el
comentarista-. Y ninguno deja de echar una mirada al tiempo con gesto
vagamente inamistoso, suscitando imágenes de infancia sin el ánimo de
asistir a la mejor de las fiestas. Fluctúan entre la línea de la más
desaprensiva de las coloquialidades hasta el sentido metafísico,
aportado por un lenguaje estremecedor. (..) No osan tomarse novedosos
porque sí, más bien tienen la precisión que otorga el equilibrio
verbal. Ni son "terriblemente actuales" ni consolidan el afecto por
esa poesía urgida de civismo, que suele acompañarse por el mugido o el
aleteo, cuyo ánimo es más físico que imaginativo. (...) Representan
con dignidad y soltura, con talento personal, el estado actual de la
literatura heredera de los grandes nombres del pasado, sin
empequeñecerse ni convertirse en ecos de esas
voces."
Pertinencia que por encima de los años la presente
antología confirma y corona.
París, abril de 1995
NOTAS
(1) El presente trabajo entrega
el texto integral del prólogo originalmente previsto para la antología
de Gonzalo Millán Trece Lunas (Fondo de Cultura Económica, 1997, colección
Poetas Chilenos, serie Tierrra Firme), cuya edición contiene una versión
reducida, bajo el titulo de "Gonzalo Millán: acerca de su poesía reunida".
Aparte algunas modificaciones de detalle que no alcanzaron a ser introducidas
en aquella publicación, este texto restituye, sin otra alteración,
las notas y reincorpora la segunda parte original, ausentes en dicha
edición, a la cual remiten en todo caso las indicaciones de página
de los poemas citados.
(2) La publicación reciente
de algunos trabajos críticos de particular interés sobre este libro,
y en general, sobre la obra poética de G. Millán, nos dispensa del
intento de resumir aquí lo esencial de sus alcances. La reciente edición
chilena de La Ciudad, aparte un penetrante postfacio de Carmen
Foxiey, recoge en su sección Bibliografía la mención de todos ellos,
de entre los cuales vale destacar además de un estudio de esta última
especialista en lírica chilena contemporánea, los de Soledad Bianchi,
Javier Campos, Jaime Concha, Jaime Giordano y Walter Hoefler.
(3) En la última versión de
este largo poema el Anciano es una Anciana; esta
metamorfosis trans-sexual lejos de modificar la transubstanciación
imaginaria de estas personificaciones, como se advertirá, no puede
sino que acentuarla. La necesidad retórica de distanciación
substituye el sujeto de la enunciación por el substantivo "el
poema", ahora sujeto "objetivo" de los enunciados. Por su parte, Beldad, Anciano (a), Ciego, son otros tantos
"estados alotrópicos" de la encarnación de la Palabra en el Poema.