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La
Novela de Millán
Por
Alejandro Zambra
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 22 de
Octubre de 2006
La
última vez que vi a Gonzalo Millán hablamos de lo que la gente habla
en los restoranes chinos: de lo bueno que estaba el pollo con piña, de
la necesidad de pedir más salsa de tamarindo, y de su predilección
por el lichi, esa fruta redonda y grisácea que no sabe a nada pero que
Millán saboreaba con vocación de entendido. A pesar de la inminencia
de tiempos peores, la conversación salía con naturalidad y cierta
velada alegría; por momentos la enfermedad parecía apenas
un dato, una noticia menos apremiante que la tardanza de la mesera, o que las
bromas sobre una coca-cola que derramé en el mantel de cuadrillé
rojo.
No hay nada menos cinematográfico que el trabajo de los poetas,
dice Wislawa Szymborska: se pasan la tarde mirando el techo o la pared, de pronto
escriben cinco versos, luego borran uno y enseguida agregan tres y quitan cuatro,
o bien sustituyen un adjetivo que de seguro volverán a cambiar en cosa
de horas o días o años. Es el Millán de Virus: "Queriendo/
luchar/ con la pluma/ escribes/ dinamita/ mojada/ con tinta". Es el Millán
de siempre, en busca de un lenguaje escaso y punzante: "Estoy sordo a la
palabrería de los ágrafos/ Estoy ciego/ al literateo de los grafómanos./
Son cada vez menos las palabras/ que incrusta en el papel mi pluma.// Son cada
vez menos las palabras/ que salen de mi boca embozada/ por el bigote que zurce
mis labios/ con cientos de puntos entrecanos". De esa voluntad de silencio
proviene la poesía de Gonzalo Millán. Relación personal
no es la consabida carta de ajuste de un poeta joven, sino la plena constitución
de una mirada nueva, de rara originalidad: "Tu sangre se seca en mi vientre/
como una mancha de óxido/ y entre tus piernas partidas/ se pega el dolor
del lacre". Lejos de las mistificaciones, Millán observa los cuerpos
como objetos y los objetos como cuerpos. En La ciudad, que es, para mí,
el mayor poema sobre la dictadura y el exilio, ese cuerpo —ese objeto— es Chile.
Meses
antes de aquella última comida china, a mediados de junio, cuando Millán
acababa de enterarse de su enfermedad, conversamos sobre "Chumbeque",
una antigua novela escrita en paralelo a los poemas de Relación personal.
Los editores de Zig-Zag la rechazaron, porque era muy ripiosa, me contó.
Tal vez te quedaste con los ripios, con la poesía, le dije, y Millán
sonrió como se sonríe ante una frase ingeniosa y equívoca.
Insistí en que quería leer Chumbeque, pero él no tenía
copia, sólo recordaba haber publicado un par de capítulos —como
"cuentos falsos", dijo— en revistas de la época. Las semanas
siguientes busqué esos capítulos hasta que di, en la Biblioteca
Nacional, con una misteriosa antología de cuentistas latinoamericanos donde
figuraba "No manda marinero", uno de los cuentos falsos.
"No
manda marinero" es la historia de un joven irresponsable y medio colérico
que viaja al norte a trabajar en la pesca de anchovetas, aunque su verdadero propósito
es ver a su padre, el capitán, que vive, con otra familia, en Iquique.
El relato no abunda en explicaciones, lo que acaso autoriza el desconcierto del
lector de Zig-Zag. El narrador aligera o concentra la historia imprevistamente,
y el relato avanza a punta de frases sueltas y enteras, a la manera de fotogramas:
"El mar desde hace un tiempo siempre a un costado me refrescaba los ojos
rojos de cerrarse a ratos. Detuve a un camionero que usaba un chaleco de lana
con un ciervo en el pecho. Entreví Antofagasta desde la cabina del camión
y llegamos a Iquique al atardecer cuando el sol doraba extensas dunas de arena.
Había oscurecido y en el mar noté las luces de los barcos continuando
las hileras de faroles de las calles. El hedor a harina de pescado escapaba de
las chimeneas de las fábricas, trascendía las ropas hasta que hacía
su cubil en las narices sin que uno lo notara. Arrendé en una pensión
una pieza, un hueco donde había un catre entre la puerta y tres tabiques
que no llegaban al techo. En los bares, en los restaurantes, gringos, griegos,
japoneses, suecos, chamullaban sus idiomas entre marinos aindiados, rotos barbones
y pescadores con pringosos chalecos de lana- Me bebí una pílsener
tras otra luchando por conservar a codazos mi lugar en los mesones".
El
mundo microscópico de la obra poética de Millán aparece,
en su prosa, en una escala segunda; el narrador retrocede algunos pasos respecto
de su objeto, pero conserva un distintivo recelo: desconfía de que haya
una historia que contar, relata más para huir de unos datos seguros, positivos,
que para confirmarlos. Es la misma renuencia o rebeldía que está
en el centro de Relación personal. Millán no andaba tras
la ilusión de un mundo paralelo, o de un lenguaje natural; prefería
las disonancias, las turbulencias. Tal vez Relación personal es
una novela podada, desprovista de una acción específica, de un pretexto
narrativo; un relato, una relación que no avanza, o que avanza a paso lento,
dejando, diría Millán, un rastro de saliva, de lenguaje, en el suelo:
"Antes que llegue el rumor de la marea/ y el blanco hervor de huevo de la
espuma,/ me oigo en el eco de un caracol vacío/ como el callado hueco de
aire oscuro/ que hay en toda huella de pisada".
"Algunos leímos
a Millán antes de leer a Neruda o a Parra", dijo el poeta Andrés
Anwandter, el domingo pasado, durante un silencioso brindis. Sin duda los libros
de Gonzalo Millán seguirán, como hasta ahora, corriendo de mano
en mano.
En uno de sus mejores ensayos, Walter Benjamín habla de
"la legalidad del recuerdo": lo que importa al escribir no es el hombre
que recuerda, ni las experiencias que recuerda, sino el hecho mismo de recordar.
Recordar
a Millán es recordar lo que Millán recordaba.
Recordar a
Millán es leer sus libros.