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La
mirada lúcida de Millán
Pedro
Pablo Guerrero
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 22 de Octubre
de 2006
Poco antes de
morir, el autor realizó un crítico diagnóstico de la poesía
chilena, fustigando la ausencia de debate, el relativismo ético, el afán
de éxito y la despreocupación por la forma
Ahora
que todavía resuenan las fanfarrias póstumas, vale la pena recordar
un par de cosas. Sólo durante los últimos años, Gonzalo Millán
—que fue la mayor parte de su vida un poeta outsider al margen de capas
y capillas, errante de país en país antes de reencontrar su lugar
en el propio— disfrutó del reconocimiento público. Tarde llegaron
los premios, los homenajes, las invitaciones y el interés de cierta prensa
deslumbrada por el éxito.
Sin dejarse encandilar por esta repentina
"popularidad", Millán trabajó hasta el último minuto.
Sabía que no le quedaba mucho tiempo, pero contaba con algunos meses que
el cáncer no le quiso dispensar.
En su cabeza bullían proyectos de libros, diarios personales, una serie
de entrevistas y hasta un cortometraje de animación a partir de miles de
fichas llenas de palabras y dibujos ("Doodles", en inglés) que
garrapateó a través de los años.
Millán concedió
esta entrevista en agosto, cuando participó como jurado en el Premio Revista
de Libros de poesía. Con un sentido de la responsabilidad insólito,
asistió a las deliberaciones a pesar de su estado de salud. Desafiante,
llegaba fumando a las reuniones con un hilo de voz y la ironía brillándole
en los ojos. Una mirada provocadora, curiosa y absorta a la vez.
Para este
poeta que se autodefinía esencialmente como un "observador",
la visualidad y las artes plásticas ocuparon, hacia el final de su vida,
un lugar central entre sus exploraciones creativas. Así lo confirma la
trilogía poética que completó antes de morir: Claroscuro
(2002); Autorretrato de memoria (2005), y Gabinete de papel, que
aparecerá el año 2007, después de la reedición de
su primer libro, Relación personal (1968). Título este último
que Ediciones de la Universidad Diego Portales publicará en los próximos
días, con algunos poemas inéditos y prólogo de Alejandro
Zambra.
—¿Cuándo nace su interés
por la pintura?
—Yo creo que estaba siempre ahí, en términos
prácticos, porque he dibujado toda la vida. Me interesan las artes plásticas
como aficionado, como diletante, pero no soy estudioso —aunque estudio— ni soy
académico, pese a que soy profesor. Las artes plásticas me producen
mucho placer, más que la literatura incluso. La palabra está muy
ligada al pensamiento, a las ideas. Tiene demasiada connotación, mucho
bagaje antiguo. La literatura te lleva a revisar, a depurar, a corregir. Así
como Barthes hablaba del placer del texto, yo encuentro más placer en la
pintura y los colores, la textura, la forma, la figura. Placer al ojo, retiniano.
—¿Pintor
frustrado?
—Nunca. Yo no dibujo. Garrapateo, hago monos. Me interesa
dibujar de esa manera bruta, cercana al arte bruto de Dubuffet, pero también
a Klee y esa cosa medio infantil que tiene el dibujo de los locos, de los niños,
esa visión ilógica que se relaciona con el dibujo automático,
donde hay la menor mediación consciente. Lo contrario del dibujo clásico,
anatómico, representativo.
—Usted ha dicho
que el gran giro de la poesía chilena, a partir de los años sesenta,
fue el desplazamiento desde la voz como modelo hacia la mirada.
—Es
la importancia que adquiere la espacialidad por sobre la temporalidad. La poesía
ya no es lineal, no está basada en un personaje ni en un sujeto. De ahí
la importancia, creo yo, de la vanguardia brasileña y la poesía
concreta y experimental. Ellos son los grandes renovadores, a pesar de que aquí
son poco reconocidos.
—¿Qué pasa
hoy con la poesía chilena? ¿Llegó a una etapa de agotamiento?
—El
estado de la poesía es una situación encabritada. Hay lecturas sumamente
contradictorias, como olas que chocan unas con otras. La poesía está
muy fraccionada. Yo creo que es súper interesante la variedad. El hecho
de que exista poesía femenina, poesía de la provincia, poesía
étnica y poesía que se escribe al dictado de la academia más
prestigiosa, con esta glorificación de la neovanguardia, la originalidad
y la ruptura. Pero todas son poesías de gueto. Lo que me llama la atención
es que anteriormente una situación así daba para el comentario.
Hoy la poesía chilena no le interesa a nadie.
—¿Ni
a los poetas?
—A lo mejor sí, quizás lo hablan en
sus tertulias, en los bares, pero me refiero a que no es una preocupación
pública. No hay debate de escuelas, de proyectos teóricos, de crítica.
Es como si los poetas se hubieran ido para la casa. El debate ha sido reemplazado
por el cahuín. ¿Qué es la poesía? Una serie de blogs
de mala leche. Hay un individualismo exacerbado y, sobre todo, mucho exitismo:
premios, envidia, chaqueteo. Es un ambiente muy pobre.
—¿Y
no fue siempre igual?
—Yo creo que antes el hecho de discutir tenía
un sentido por sí mismo, te ponía en situación, podías
exhibirte con tus ideas, hacer polémica. Hoy los poetas parecen pensar
que no vale la pena. Esa misma dejadez por discutir la poesía conduce a
que la visión oficial, anquilosada, convencional siga predominando. Los
mitos. Los mitos poéticos de Chile, que necesitan, por supuesto, como todo
mito, un reajuste, porque están muy atrasados. Todavía estamos en
que los grandes poetas, esos astros que siguen dominando el Olimpo, son los de
la Generación del 38. Ni siquiera abordamos a los del 50, muertos hace
rato. Para qué decir a los del 60. ¡Avancemos un poquito!
—¿Alguna
explicación para el estancamiento?
—Las circunstancias históricas,
por supuesto. Y sus consecuencias: el hecho de que la institución cultural
se ha cargado hacia el espectáculo, el evento, lo vistoso. Teniendo fondos,
no se hacen encuentros de poesía hace años. Sería interesante,
aunque terminaran agarrándose a combos, una reunión entre generaciones.
Convidar, por ejemplo, a los poetas del 90 y los del 2000, que mantienen tensiones
interesantes. Pero nada de eso se hace. ¿Qué se prefiere? Traer
los restos de Yin Yin, el hijo de la Gabriela Mistral, a Montegrande. ¿A
quién le interesa eso? Puro fetichismo. Espectáculo.
—¿Hay
algún proyecto que le interese en particular?
—No hay proyectos
comunes, o son raros. El Foro de Escritores me parece interesante. También
Casagrande, pero son excepciones, el resto son huachos, huacherío.
—¿Cuál
es el tipo de poeta que más detesta?
—Para empezar, esos
que asumen un personaje y venden su papel recitando el mismo parlamento como actores
del año del ñauca. La poesía chilena está llena de
personajes. Cada poeta es un novelista, en el fondo. Todos los grandes poetas
se crean distintos avatares a lo largo de su vida. A mí esto desde siempre
me produjo un rechazo, porque no creo que la literatura sea para crear una identidad,
sino para dispersarla. Uno trata de desmarcarse o, como decían por ahí,
de desaprender más que de aprender.
—¿Y
qué domina la escena poética en la actualidad?
—La
lectura pendeja de la poesía: esa idea de que hay que ser chacotero, entretenido,
transgresor, usar palabras disonantes, tratar temas sexuales o intimidades incómodas.
El poeta que se calienta con una niña agachada en la calle. Incluso gente
mayor sigue en eso. Es una rebeldía intrascendente.
—¿Cuál
es el mayor escándalo de la literatura chilena?
—El relativismo,
la indiferencia. Se tiende a aplaudir al que no toma partido, al conformista,
al tibio, al que no se inmuta por nada. El hecho de que alguien sea nazi da lo
mismo: es buen escritor. Hasta lo postulan al Nacional, sin vergüenza, personas
que se consideran de avanzada. Eso le quita una vitalidad enorme a la poesía,
que sigue teniendo, a pesar de que la lírica tradicional haya cambiado,
sentimiento, emoción, preocupaciones éticas y críticas. Es
un rasgo curioso que en Chile los científicos se hayan puesto a hacer poesía.
Habría que ver hasta qué punto estos ingenieros y físicos
que escriben poesía le han contagiado un prurito antiemocional. Como si
la poesía tuviera que ser fría y sin participación en los
asuntos del mundo, una poesía de limbo, con gusto a nada, insípida,
pusilánime.
—¿Andamos mejor en los
aspectos formales de la escritura poética?
—Desgraciadamente
no. Hoy se escribe de cualquier manera. Eso de andarse preocupando de que un poema
se cierre o que un libro tenga unidad es indiferente. No hay empeño en
construir una obra, se considera que eso es prescindente, como si un libro pudiera
hacerse por azar. No hay control, no hay rigor. Se percibe desaliño, una
falta de prolijidad muy grande y desprecio por la forma. Esta carencia se trata
de compensar con erudición callampa, intertextualidad arbitraria, relaciones
estrambóticas, porque, claro, ellos no son poetas de las chacras: son cultos,
leídos. Cuando en realidad sólo parchan con textos ajenos.
—Ya
señaló las faltas en el libro de contabilidad: está completa
la columna del debe. ¿Qué hay en la del haber?
—Esto
no es un diagnóstico negativo ni pesimista. Yo creo que la poesía
chilena es una tradición breve, reciente y de primer nivel en el idioma
castellano. No es la gran maravilla tampoco, pero está bien. Es difícil
que haya en Chile otra disciplina artística que sobrepase a la poesía.
La prosa es una promesa, tiene cosas buenas pero saltaditas, no hay continuidad.
Lo único que nos hace sobresalir es la poesía, lo que es bastante
inhabitual para un país chico y remoto como éste. Cuesta decir que
en la lírica hay avance, pero hay poéticas que están más
al día que otras. Y la poesía chilena está muy vigente. Eso
está en el haber, y te da también un soporte, un cimiento, un piso
para que las nuevas generaciones partan de ahí.
—Usted
dirigió la revista El Espíritu del Valle. ¿Cuál era
el sentido de ese nombre?
—Quisimos valorar no las grandes cumbres
de la poesía, no lo prominente ni lo descollante como valor personal, sino
lo acogedor. Poetas como Rosamel del Valle, por ejemplo, y otros considerados
menores por cierta crítica falta de respeto, que los ve como cerritos al
lado de la cordillera de los Andes: los mismos tres o cuatro nombres de siempre.
La poesía chilena es muy geográfica. Resulta que no vivimos en la
cima del Aconcagua. Todos los sitios de poblamiento chilenos están en los
valles. A la cima van sólo los andinistas y profetas en busca de inspiración.
—¿Cuál
es, finalmente, el gran objetivo de la poesía?
—Los poetas
trabajamos con el lenguaje, que está cargado de sintaxis y de ideología
hasta la saturación. Descargarlo es la tarea. Hacer que el paso del tiempo
sea lo más lento posible, porque eso permite que la palabra se mire a sí
misma como objeto. En la expresión temporal la palabra se tiende a obviar,
se convierte en instrumento. La poesía y la buena narrativa, en cambio,
tratan de que se vea, resalte, sea opaca. Lo que interesa es el cuerpo de la palabra:
jugar con la grafías, los sonidos y toda esa materialidad que permite,
a través de la escritura o la memoria, su perduración.