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SEUDÓNIMOS DE LA MUERTE

Por Raúl Hernández

 

Me entero de la muerte de Millán, como un mal trago de ron. Estoy en un cité y me dicen que ha muerto. Si bien ya sabía de su enfermedad terminal, un pasaje oscuro se apodera de mi estómago. Esta tarde sólo puede rimar con el frío viento de la lluvia.

Y entonces recuerdo. Me inscribí al taller de poesía que Gonzalo Millán impartía en la Corporación Cultural Balmaceda 1215 en el año 2000. Un taller de percepciones y más bien lúdico, de donde surge posteriormente la antología: "Los Hijos del Robot", publicada por el mismo taller. Luego de la lectura final, los talleristas y el poeta asistiríamos a un bar del Barrio Matucana, muy cerca de la Quinta Normal. Éramos tan jóvenes y era bueno preguntar.

Luego, al año siguiente, comenzaría mi "capacitación" con él. Me inscribo al taller que imparte en el Centro Cultural de España y me hago alumno por dos años consecutivos (2001 y 2002). En este taller supe aprender dos cosas claras: el "asunto" de la autocrítica y la cita, como cuestión de enseñanza. El diccionario, los poetas objetivistas. Pude aprender de obsesiones "millanescas" como las pinturas de Edward Hopper, los dibujos automáticos que hacía mientras hablaba por teléfono y detalles, por qué no: conversaciones de metro entre las estaciones Salvador y Santa Lucía. Recuerdo el consejo de evitar la "exaltación de lo sórdido de forma gratuita". Así, tal cual; como risas del día de la presentación del taller en el teatro, hablando de la "muñeca endemoniada" y de las "burbujas en los ojos". Citas, autocitas. Alucinaciones varias.

Luego lo entrevisto con un par de amigos en el Café del Patio, de Providencia. Una entrevista que queda para siempre destinada a permanecer inédita y que entremedio de mis carpetas está atenta a lo que ha pasado, húmeda de tinta, escrita en una Olivetti Lettera 35. Citas, recuerdos, añoranzas, millones de datos; pero no esos datos dados al son de bulla y gritos. No, conversaciones de humo de cigarros, tenues, con neblina, casi invernal por antonomasia.

También recibo un gesto indefinible de parte de él, cuando asiste al homenaje organizado por Balmaceda 1215 al poeta Ramiro Hassan, fallecido el año 2002 y alumno de Millán (y amigo de quién suscribe), en donde realiza una intervención recordando al poeta joven y su particular personalidad. Millán siempre me habló del poema de Ramiro, en donde hablaba del "Necronauta", quien baja a las profundidades del abismo y que sólo sigue anclado al recuerdo de un amigo.

Después, lo veo en pocas oportunidades: en el lanzamiento de "Claroscuro", en una recepción de un encuentro internacional, en donde creo conversé por última vez con él. Hablamos de poemas breves, de "ex - alumnos", de no preocuparse por publicar de forma desesperada, según me aconsejaba.

Y ahora, que me dicen que ha fallecido, siento que una parte de mi "formación" como poeta, un engranaje de base ante el oficio ya tomado como profesión, un tiempo de aprendizaje y enseñanza blanca y pura, se ha desvanecido. Desaparece el poeta Millán después de despedirse en el metro Salvador. Esa noche claroscura, en donde dice: Yo me voy por acá, adiós, que te vaya bien. Yo me voy por acá, adiós, que te vaya bien.


 

 

 


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Seudónimos de la muerte.
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