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Identidades
fragmentadas y reconstruidas
Gonzalo Millán: Autorretrato de memoria.
Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago,
2005, 48 páginas.
Por Felipe Cussen
Revista Universitaria, N°89, Diciembre
- Marzo 2006
«Todo pintor se pinta a sí mismo», es el epígrafe
escogido por Gonzalo Millán para abrir esta nueva entrega
que, junto con Claroscuro (RIL Editores, 2002) y un tercer
volumen aún inédito, conforman una serie de textos en
los que se evidencia la unión y la tensión entre poesía
y pintura. En el caso de Millán, esta relación no es
meramente reflexiva, porque como poeta visual también pertenece
a la rica tradición de escritores chilenos que no se han limitado
a escribir sobre las artes, sino que también las han practicado
consistentemente: buena prueba de ello dan las pinturas de Adolfo
Couve (quizás quien mejor encarnó esta doble militancia)
y Juan Emar, los collages de Jorge Cáceres y Ludwig Zeller,
los poemas pintados de Vicente Huidobro, los dibujos de Enrique Lihn,
las fotografías e Claudio Bertoni, las arpilleras de Violeta
Parra y los artefactos de su hermano Nicanor, entre muchos otros.
En este libro, en todo caso, la textura siempre es la de la palabra,
pero una palabra consciente de que puede convertirse en las manchas
que pintan su propio rostro.
Como es característico en Millán, esta empresa es asumida
con mesura: no hay espacio aquí para aspavientos culturosos
ni reflexiones hipercorregidas pero trilladas sobre los distintos
tipos de representación. Más bien podemos figurarnos
una escena muy sencilla en la que el autor abre el cajón donde
están guardadas unas fotos, piensa que podría comenzar
a ordenarlas, y al minuto se larga a describir. «Autorretrato
recordando », por ejemplo, consiste en una simple enumeración
de objetos que emergen de la memoria: «Las onduladas láminas
del colapez/ La masilla fresca de los vidrios recién puestos/
La creta en polvo para pulir el juego de peltre», y, a pesar
de la perspectiva objetiva, consigue una lenta acumulación
que se desencadena en el verso final: «El empleo de la palabra
recordar por despertar». Lo que aquí sobresale es su
manejo de las series (uno de los sellos de su libro capital, La
ciudad , 1979) mediante un pulso lento que reviste a los elementos
de una nueva energía que no nace artificialmente, sino, como
él mismo declaraba en una entrevista reciente, de la sinceridad,
«la preocupación por la exactitud de los detalles y el
buen uso de las palabras. La falta de miedo al nombre directo de las
cosas». Esta actitud, notoria herencia de la poesía norteamericana
que tanto admira, deriva incluso en un desapego (uno de los títulos
es «Autorretrato con escenas poco originales ») que, en
el marco de una tradición más bien verbosa, colorista
y subjetiva como la chilena, se convierte en una provocación.
Pues aunque no podríamos censurar falta de cuidado en los versos
(ya el primer endecasílabo del libro es perfecto: «disimula
una lucidez dudosa »), el efecto en el lector puede ser de desconcierto:
¿qué hacer con este puñado de fotos? ¿Dónde
se encuentra aquí la poesía? ¿Dónde está
el poeta? Una de las paradojas principales de esta serie de autorretratos
es que precisamente se borra todo posible egotismo, porque mientras
nos quedamos con estas preguntas Millán ha aprovechado para
hacerse a un lado, para ir a buscarse, y para invitarnos tácitamente
a emprender nosotros mismos ese proceso. Un proceso, el del hurgar
en el pasado, que evidentemente no es antiséptico, que afecta
a quien lo emprende: «el barco que zarpa/ No es el mismo que
regresa». Un proceso que no es abstracto e intemporal, sino
que tiene personajes, fechas y espacios específicos que caracterizan
la pérdida («el Cine Recoleta (que hoy es un garaje)»),
y que recuerda el trabajo de muchos maestros del autorretrato (como
Van Gogh o Bacon), conscientes de que mediante las variaciones del
fondo también era posible representar las sucesivas mutaciones
de la derrota de un rostro. Un proceso, entonces, que sólo
se resuelve en la forma de un laberinto, el mismo que cierra el libro:
«No sé si viajo dentro o fuera de mí mismo./ Ya
no sé si busco el centro o la salida».
En este ir y venir, tanto el pasado como el presente comienzan a
disolverse: «Ayer y hoy son la falsa profundidad/ De dos espejos
encontrados en un recuerdo», y es la misma identidad la que
se va fragmentando; no deja de ser determinante, también, que
Millán llame la atención sobre la precariedad última
de los soportes llamados a fijar el tiempo: «La imagen que se
desvanece con los años/ Va regresando a su negativo».
¿Qué es lo que queda, entonces, si se quiere intentar
por última vez la reconstrucción? Son dos las estrategias:
la primera es la obsesión, la insistencia en el autorretrato
que se reconoce parcial (por eso son tantos y todos de diversas perspectivas),
y la segunda es la asunción de la multiplicidad de voces que
conviven en nosotros, que en cierto modo se reflejan en los numerosos
epígrafes de tan variadas fuentes (Neruda, Chuang-Tzu, Amado
Nervo, Philip Larkin, Lucrecio, Los Tres...) y, de manera aún
más clara, en uno de los «Autorretratos numerados »:
Tengo puñados de ojos en la
....................... frente
Cadenas de narices en la cara
Cardúmenes de bocas
Centenares de orejas
Millones de pelos.
No vengo de la unión de dos
............................ cuerpos
Procedo de muchos y voy hacia
..................................... ellos.
Soy grande, pequeño, alto, bajo,
Gordo, flaco, cobrizo, negro,
.....................................
blanco.
Somos uno solo sin nombre y
..................................... sin
rostro.
Aquí me llamo Miles.
Tras la lectura de este álbum tramado por Gonzalo Millán,
el balance es concluyente: cada rostro es un desierto, cada nombre
es una legión, cada uno de nosotros somos miles. Somos millones.