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Gonzalo
Millán: "Autorretrato de Memoria"
O La Hendidura del Trasfondo
Hans
Schuster
El Insular, Viernes 15 de Septiembre de 2006
"y
ahora cuenta sus recuerdos
las limosnas de la memoria
como un avaricioso
mendigo"
Con anteojos ahumados Pp.
15
Cuando la lírica comparte trozos de memoria
y los enumera con planos al modo de temas pictóricos enraizados en las
fronteras de lo que fue visible en un instante y por lo mismo, aparecen como limitados
en el estrato plástico de lo anímico, en el borde de lo costumbrista
con que se imita lo que alguna vez formó parte de lo vivo. De manera que
la memoria opera por encargo, como si fuera una condición de lo artístico
que hace posible la plasmación de escenas donde el tema determinante sigue
siendo el yo y su perspectiva de construirse y conmocionarse al interior de la
fábula. Tal vez por ello utiliza el lenguaje como objeto natural y se trata
a sí mismo como atado
a la visibilidad de su naturaleza muerta y al mismo tiempo desnuda, llena de contenidos
por el histórico paisaje humano, de modo que no le queda más que
dibujarse en su interior para reencontrarse en aquello que formó parte
de sus situaciones vitales, de sus acciones, de sus propios etcétera con
que se vistió ante el mundo para formar parte del escenario. Por ello el
lenguaje se desliza desde su estructura ante lo sensible y se ofrece a su vez
como medida de transparencia para lo anímico, que sólo aparece mediatizado
por los detalles, el curso de los sucesos y las situaciones plasmadas que ponen
de manifiesto las consecuencias ante un destino complejo que se literaturiza para
sobrellevarlo. El lenguaje señala allí las fronteras de lo dicho
que destila y se detiene en parte ante la profundidad de lo humanamente bello,
pero no lo agota, sólo lo dibuja ante un yo impresionado por aquello que,
desde lo efímero, intenta recordar.
Los autorretratos se ubican entonces
como objetos de la identidad y operan como el lugar espacial y temporal que el
hablante ha elegido para desarrollar la subjetividad del vidente. De allí
que ocupe los efectos contrastantes, los matices del lenguaje que con cierto rigor
y no ajeno a la finura, da cuenta de las transiciones aunque reconoce que todo
el círculo de temas es una sola pintura enraizada en el yo carmínico,
cuyo horizonte apunta la misma dirección del romanticismo lárico
aunque con un juego impresionista que da cuenta de los claroscuros de una sensibilidad
moderna. Por ello, es el contenido sentimental donde no encaja completamente una
visión teórica estética sobre el arte de escribir y de autocontemplarse,
sino que se queda en una teoría de la proyección sentimental sobre
estados de ánimo y espacios secretos del escriba que se percibe como contemplador
de sí mismo y nos arrastra hacia su manera de ver. Desde luego todo lo
arbitrario está puesto y es exigido en el modo en que se concibe el objeto
de la obra lírica de arte.
Su expresabilidad va más allá
de una simple sucesión de retratos del ser que se visualiza como objeto
estético en el uso general de su discurso, de forma que hay un sujeto que
se refiere de soslayo a la visión que le da cierta superioridad mediatizada
por el lenguaje que lo muestra como sensible de si mismo. En ese sentido lo cotidiano
puede verse como algo más aunque corre el riesgo de caer en lo nostálgico
y en lo patético.
Por otro lado, el contenido emocional de la autopercepción
nos conmina a pensar que el hablante espera algo de nosotros: tal vez provocarnos
un efecto tranquilizador o excitante, sin embargo, aquello que revive es abordado
por los momentos afectivos de la conciencia cotidiana y esta conciencia apela
a su condición de artificialidad, que debe ser liberada de su imaginería
pictórica a fin de que puedan soltar los cerrojos en donde se ha sumergido
el tono del yo abigarrado por sus propios espectros de gérmenes anímicos
que en la línea del tiempo deben volver a colorear lo visible que ya no
se ajusta a la burda diferenciación entre lo real y lo irreal, dejando
entrever en el juego de la memoria el autorretrato que se diluye con la hendidura
del trasfondo.