GABRIELA EN ESPAÑA,
AÑOS TURBULENTOS
por LUIS
VARGAS SAAVEDRA
Instituto
de Letras U.C.
En Revista Universitaria, Nº77, año 2002.
El autor, tras un
año sabático en España dedicado a descubrir las
vivencias de la Mistral en ese país, y las marcas que dejó
en su obra –especialmente Tala– acaba de publicar sus conclusiones
en el libro Castilla tajeada de sed como mi lengua.
Una elquina identificada racialmente con los indios, que
se declaraba india-vasca y que condenaba el genocidio de la Conquista
española, y, más aun, una sensual gozadora del verdor
exuberante de los trópicos, ¿podría sentirse
a gusto en la cuna de los conquistadores y en la árida meseta
de Castilla?
Y ¿podría desempeñarse como Cónsul de
Chile en tal región?
Así pues, Lucila Godoy Alcayaga y Gabriela Mistral,
cónsul y poeta, llegaron en 1935 a padecer día a día
el entorno menos afín y más desahuciado a priori.
Tuvo que llegar. Recién admitida en el Cuerpo Diplomático,
no le había sido reconocido su exequátur en la Italia
donde Mussolini no aceptaba mujeres en cargos públicos. El
Ministerio de Relaciones Exteriores le había entonces ofrecido,
en Europa, España. Y como Gabriela Mistral, escarmentada del
trato y maltrato chileno (las ofensas le eclipsaban los reconocimientos)
pugnaba por no volver al cráter patrio, solo le quedó
aceptar puesto y destino en un país de cultura inferior a la
de Francia e Italia.
El voltaje trascendental
¿No había nada de nada que pudiera consolarla, enriquecerla?
Sí. Había el pueblo. Y el arte. Más le llegaban
al alma las gentes que las obras. Admirará fríamente
la frialdad del Escorial, se conmoverá en la ciudad de Santa
Teresa, frecuentará El Prado, donde se irradia el portento
de Velásquez –«…es alguien a quien hay que entender en
este planeta antes de irse de él», le señalará
a Victoria Ocampo, en carta de ¿1942? Todo ello esplendor del
pasado. Del presente: la amistad con Unamuno, los diálogos
de dos monologuistas, conjugando España y América, hasta
colisionar por el indio. La amistad con Gregorio Marañón,
Carmen Conde, Pío Baroja. La presencia criolla de Lidia Cabrera
y de Teresa de la Parra, el chilenismo viril de Enrique Délano,
la buena educación de Carlos Morla Lynch. Y en torno, el habla
popular, magnífica en el campo, contrastando con la miseria,
incultura y baja inteligencia…
Los escritores no le bastaban. Dolía su incomprensión
o ignorancia de lo americano (en 1933, España estaba centrífugamente
obsesa en el remolino de la República) y no encandilaba su
poesía, comparada con la inglesa o francesa.
Tal como en sus períodos en provincia chilena, se pondrá
a sacar de sí misma el voltaje trascendental para no cuartearse.
Leerá los místicos que, junto con el Romancero, son
para ella las cúspides de España. Escribirá sobre
lo óptimo de España que va palpando: artesanías
toledanas, arquitectura árabe, reformas penales, reforestación,
originalidad pedagógica (de García Maroto), divulgación
del teatro (gran obra de Federico García Lorca, con su Barraca),
grupos culturales en pro de Quevedo y Góngora. Todo esto saldrá
en diarios de Madrid y de Hispanoamérica, en una campaña
de mutua presentación de valores, buscando así un acercamiento
entre ex colonias y España. Sin darlo al público, escribirá
mensualmente sus privados informes consulares, proponiendo toda clase
de mejoras, desde la crianza de conejos a las plantaciones de olivos.
¿Y la poeta? ¿Tragada por la burocracia de la Cónsul?
De ninguna manera. Sin dejar de cumplir rigurosa y prolijamente sus
tareas de timbraje de visas y pasaportes, asistencia de compatriotas,
velorios y matrimonios, se hará tiempo para ensimismarse y
recibir el ritmo, las palabras, el verso, de los poemas que van cuajando
hacia su libro máximo: Tala.
Mi hipótesis es que sin Castilla, Tala no sería
como es: un heterogéneo libro, remecido por contradicciones,
búsquedas y angustias religiosas, veteado de amargura y picardía,
y descollante en su mesticismo empático.
No se había orado a la Cordillera ni al Sol, ni se había
alabado al maíz, desde un ánima india o aindiada. La
peculiar índole indígena y cristiana que salmodia esos
Himnos, mezcla con una libertad pasmosa tanto lo hebreo (Arca de la
Alianza y Jerusalén) como lo precolombino (Mama Oclo, Viracocha)
y lo oriental (el pájaro Roc, de Las Mil y Una Noches).
Para expresarse así ella debía ser asimismo.
Verdores serenos
Hay, pues, la íntima creación de una persona poética
inédita en nuestra literatura hasta entonces ladeada a lo blanco
español. (Único precedente: el inca Garcilaso de la
Vega, en prosa castellana para castellanos, rehén de la monarquía
quechua, forzado a autocensurarse ante sus carceleros.) Después,
en la década de los 40, habrá el poeta de Machu Picchu,
un blanco que asume ser el portavoz vengador y revolucionario de los
indios explotados. Gabriela Mistral, en cambio, ahincada en las almas
andinas ejerce una liturgia de elevación, una misa telúrica,
para izar a los indios de regreso al Sol de donde cayeran. (Lo mismo
que proponía Platón, para su etnia.)
Castilla le acendró verbo y visión.
Ya lo sentenciaba Juan Ramón Jiménez –en un manuscrito
que me fue compartido (y transcrito) por su heredera– que Gabriela
Mistral «le debía mucho a España». En su
caso, el acendramiento no se obra por remedo ni contagio de giros
o léxicos españoles. Como ella ha descubierto que había
sido criada en un español más castizo que el más
castizo español de la España de 1933 –en el habla de
Elqui, arcaicamente rezagada en el siglo XVI– sabe que se halla en
mejor nivel verbal que el erosionado idioma que oye en Madrid, aunque
quien le hable sea José Ortega y Gasset. Tomando así
conciencia de su excelencia verbal, que en Chile le daba cierta vergüenza
por su diferencia, esmerará tales cualidades.
En cuanto a la visión, mi hallazgo es su reconversión
al catolicismo, tras una regresión al budismo, causada por
la pérdida de la fe, tras la muerte de su madre en 1929. Al
mesticismo se entrelaza un sincretismo: india-vasca más budista-cristiana.
No hay bien que por mal no venga: la reseca Castilla le jardineaba
una profunda metamorfosis: la crisálida que escribiera Desolación,
era ahora la mariposa de Tala, que no pudo ser publicado en
España, como hubieran deseado sus amigas españolas.
Gabriela Mistral ocultaba su desagrado de estar en Madrid. Retenía
las críticas que, de no ser cónsul, hubiera podido cascadear
en un recado formidable. Por dentro trepidaba la procesión
de lava. Hasta que se produjo la inevitable erupción.
Partió dentro de una carta, terrible pero veraz, secreteada
a dos chilenos: Armando Donoso (antólogo suyo) y María
Monvel (su comadre). Esa bomba de reproches fue confiada a la discreción
de dos antiguos amigos, que cometieron la indiscreción de prestarla
a quien malvadamente la publicó en una revista femenina de
Santiago, donde pudo haber quedado humeando hasta apagarse, pero desde
donde fue propagada hacia España, provocando un escándalo.
El Ministerio de Relaciones Exteriores procedió a trasladar
ipso facto a la deslenguada consulesa. Aunque ella misma estaba maniobrando
una permuta o enroque de consulados, con Neftalí Reyes, y aunque
su anhelo era obtener un puesto en Portugal, no era ese furor de prensa
la mejor manera de abandonar un país donde se la había
recibido en bandeja y permitido colaborar en la prensa. Castilla,
que le había suscitado esa rabia homérica ante las lacras
castellanas, de esa forma brusca y abrupta la enviaba lejos, preservándola
de la Guerra Civil.
Desde 1935 a 1939, Portugal será su Shangri-La. Cuatro años
bucólicos, con disminución de su prosa periodística
(elimina todo asunto español). Cuatro años de enigmático
retraimiento. Allí, en la dulce paz portuguesa (don de la Virgen
de Fátima) se repondrá de la experiencia castellana,
aprenderá fascinada el idioma portugués y terminará
de corregir Tala.
Es cuanto sé. Casi nada.
Mi sabático sólo alcanzó para los resultados
(parciales o iniciales) de este libro. Faltaría otro… para
pesquisar su felicidad de estar entre verdores serenos, leyendo y
escribiendo ¿qué?, conociendo ¿a quiénes?
y orando ¿cómo?
Castilla Tajeada de
Sed como mi Lengua
Gabriela Mistral ante España
y España ante Gabriela Mistral. 1933 a 1935
Luis Vargas Saavedra
Ediciones Universidad Católica de Chile
2002