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Un ojo reconstruido
"Autorretrato
de memoria" de Gonzalo Millán
Por Grinor Rojo
Artes y Letras de El Mercurio, Domingo
18 de Septiembre de 2005.
Dos líneas parece haber seguido la producción poética
de Gonzalo Millán hasta la fecha: una línea objetivista
u "objetalista", como dijo alguna vez Jaime Concha, y otra
personal y casi, al menos en ocasiones, se diría que confesional.
En el primer grupo de obras se cuentan libros como La ciudad (1979,
1a ed; 1994, 2a ed.) y el más reciente Claroscuro (2002).
En el segundo, Relación personal (1968), Vida
(1984) y este Autorretrato de memoria, que
acaba de publicar la Universidad Diego Portales en una serie de clásicos
chilenos contemporáneos que obviamente está siendo dirigida
por alguien que conoce bien el oficio. Pero para volver a Millán,
la diferencia entre una y otra de sus dos líneas de producción
es de objeto y no de manera. En el primer caso, el objeto del ojo
del poeta es el mundo; en el segundo, es su propia persona. Pero la
aproximación no varía; el ojo que percibe es idéntico,
desnudador, inquisitivo y sobre todo de una potencia plástica
como hay pocas en la poesía chilena. Gonzalo Millán
es, además de un extraordinario poeta, un consumado artista
visual.
Pero esa mirada suya es también inquietante: es el ojo que
descubre en el mundo y en el sujeto los espacios y los momentos oscuros,
los puntos de quiebre en que la falsa seguridad del cotidiano se desmorona
y deja en descubierto su terrible espesor. He vuelto a leer, para
escribir esta nota, Relación personal y la continuidad
que ese libro tiene con el que ahora comento, publicado casi cuarenta
años después, es innegable. Es el mismo ojo infantil
y adolescente el que allá como aquí desnuda, desde una
inocencia que no es tal, el espanto propio y el del mundo. La crueldad
irreflexiva, el deterioro silencioso y persistente, la putrefacción,
la sangre sucia, el deseo y la derrota del deseo, el sexo febril pero
sometido a la amenaza tenaz de la muerte, todo eso reaparece una vez
y otra en ambos volúmenes.
Miradas
Pero al contrario del de 1968, el ojo infantil y adolescente de ahora
es, adviértase, un ojo reconstruido. Quiero decir que Autorretrato
de memoria es un libro autobiográfico, esto es, un libro
que recupera el pasado, pero que también lo retrabaja con todas
las oportunidades y con todas las trampas que el género autoriza
y hasta promueve. Entre ellas, la integración retroactiva de
la fragmentación de la experiencia y la estetización
de la memoria. Tómese, por ejemplo, el que quizás sea
el mejor poema del volumen, "Yacente". El cuadro, porque
es un cuadro, muestra la imagen de la madre en un espacio que podría
haber pintado Edward Hopper: "la autora de mis días",
sorprendida en la soledad, la tristeza y el tedio estáticos
de un "domingo por la tarde". Los accesorios del decorado
son nimios y a la vez reveladores: una "marquesa de caoba",
"la radio", "una lámpara prerrafaelita comprada
en Los Gobelinos", el velador rebosante de "barbitúricos
y anfetaminas". En el trasfondo, "el camarín/ de
una estrella olvidada con su silla ante el espejo. /Una pantalla con
el gesto de Heddy Lamaar". El punto de vista del joven mirón
se cuela apenas un par de veces y en cursiva: "Una cierva
herida que se arrastra cojeando" y "Madre, ¿que
estás, haciendo tan sola en medio del mar?". Pero
eso basta para devolver la mirada, la del poeta y la nuestra, en la
dirección de ese que habla. El objeto principal del cuadro
cesa de ser entonces la madre, cesa de ser el desconsuelo de la madre,
y se transforma en el desconsuelo del que recuerda e interpreta su
presente a la luz (o a la oscuridad) de su pasado.
El epígrafe del libro, en el que se reconoce expresamente que
"Todo pintor se pinta a sí mismo", no me deja mentir.
El objetivismo de Millán es, y Concha tenía razón,
en el mejor de los casos, un "objetalismo". Es como la metáfora
del vidrio, que deja pasar y que vemos que deja pasar la mirada hacia
lo otro que está más allá de él, pero
que también la retiene y muestra, se muestra y nos muestra,
el cómo de ese mirar. Eliot recomendaba a propósito
de esto la utilidad de un correlato objetivo para el quehacer poético:
para hacer frente a la necesidad que el poeta tiene de hablar (y pintar,
como en el caso de Millán) de otra cosa para así poder
hablar (y poder pintarse él a) de sí mismo. En Autorretrato
de memoria esto ocurre sistemáticamente, incluso en aquellas
oportunidades en que el objetalismo se estira hasta el máximo,
como en "Autorretrato recordando", en "Autorretrato
en Avenida Perú 931" o en las dos piezas del "Autorretrato
de La Chimba". El primero de los poemas mencionados es, por ejemplo,
una enumeración de dieciocho versos de entre once y quince
sílabas cada uno, que en conjunto configuran un cuadro doméstico
y cuya retórica se asemeja a la de La ciudad. La variación
nos aguarda sin embargo con el verso dieciocho, el último,
donde se nos advierte acerca de "El empleo de la palabra recordar
por despertar". Recordar, poetizar y despertar, diría
yo. La memoria que trae al pasado de vuelta, la poesía que
lo estetiza y que de paso le permite al poeta infundirle un sentido.
Autorretrato de memoria podría no ser el libro más
importante de Gonzalo Millán, comparada con La ciudad,
Vida o Claroscuro, esfuerzos mayores, verdaderos hitos
de nuestra poesía del último medio siglo, que están
siendo cada vez más necesario valorar como se debe. Con todo,
Autorretrato de memoria es un libro poderoso, de lo mejor que
yo he leído en este país en los flácidos días
que corren.