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GABRIELA MISTRAL
Y LOS MAESTROS DE MÉXICO
(Publicado en Fragmentos en revista Vogue-México y “UnoMásUno”,
1980-2001)
Por
Waldemar Verdugo.
"La presencia
de Gabriela Mistral
en la patria de sor Juana Inés de la Cruz fue,
más que una coincidencia,
una verdadera rima histórica y literaria:
son las dos grandes poetisas de nuestras tierras.
Mejor dicho de la lengua española".
(Octavio Paz)
Gabriela Mistral fue una criatura errante. Sirvió a
Chile en el extranjero haciendo mejores los pueblos donde llegó.
Aquí se habla de su trabajo en México a partir de 1920,
cuando es invitada a integrarse con los maestros de la entonces joven
Revolución mexicana. Después escribirá: "Nada
de la patria me faltó, y si la patria fuese protección
pudorosa, delicadísima, México fuera patria mía
también".
A los 33 años, cuando Gabriela Mistral decide francamente vivir
errante, hasta "morir en tierra extraña
de muerte callada y extranjera", su poesía ya se había
difundido en México. En especial sus rondas y versos, para
exaltar las virtudes infantiles, además de esos, sus sentidos
sonetos a la muerte como dadora de vida: de inmediato sus raíces
le crecían donde llegaba, le brotaban con pasmosa facilidad.
Hasta entonces fue una maestra rural del campo chileno empeñada
en una lucha quijotesca, única: enseñar las primeras
letras a cuantos se pudiera, lo que era, sin ella haberlo palpado,
el alma misma que inflamaba ese gran aliento que era entonces la joven
revolución mexicana. Así es: al llegar a México
se encontró con muchos maestros que practicaban su quehacer
solitario del sur.
A comienzos del siglo XX nuestros países de América
estaban sumidos en el analfabetismo; sólo a partir de la revolución
mejicana se iniciaron las campañas masivas para acabar con
el flagelo, hasta entonces enfrentado solo por mentes preclaras como
la de Gabriela, que en México se inundó de "tremenda
hermosura". Volvería muchas veces y nunca dejaría
de sentirse encantada en el país, que la acogió de inmediato.
A Gabriela en México la conforta esa "sencillez absoluta,
una sencillez afectuosa que es la virtud más rara de encontrar...
Alabé a Dios y bendije con todo mi corazón a esta tierra
ajena que me da semejante paz.” Para ella, México no era un
país, era un destino, era un clima y un panorama que la hizo
feliz.
Gabriela Mistral nació en la aldea de Monte Grande del valle
del Elqui, al norte de Chile, el 7 de abril de 1889. Se convierte
en un personaje de la cultura chilena a partir de 1914, cuando le
otorgan a sus "Sonetos de la muerte" el Premio Literario
de los Juegos Florales de Santiago, que revela sin dudas su presencia
colosal. Desde un comienzo ella nombra sin temor a la muerte, en un
continente en que los escritores se refieren a ella sólo en
susurros. Porque este desenfado, este sentido de familiaridad con
que el mexicano trata a la muerte, esta suerte burlona, esta conformación
singularísima de los pueblos más antiguos de la tierra,
a Gabriela le era también natural. O sea, desde antes, existía
en ella ese carácter de confianza con el más allá.
Cuando llega escribe Sé que también amaré
a la muerte, que pertenece, por derecho propio, a esa cierta intimidad
que unió a esta mujer con el alma mágica del pueblo
mexicano. Es cuando asegura, y acierta:
"No creo, no, que he de perderme
tras la muerte.
¿Por qué me habrías henchido Tú,
si había de ser vaciada y quedar como las cañas
exprimidas?
¿Para qué derramarías la luz cada mañana
sobre mis sienes y mi corazón, si no fueras a recogerme
como se recoge el racimo negro,
melificado al Sol, cuando ya media el otoño?
Ni fría ni desmorada me parece, como a los otros, la
muerte.
Paréceme más bien un ardor, un tremendo ardor,
que desgaja y desmenuza las carnes, para despeñarnos
caudalosamente el alma.
Duro, ocre, sumo el abrazo de la muerte.
Es Tu amor, es Tu terrible Amor. ¡Oh Dios!”
El lazo afectuoso con México lo inició Gabriela epistolarmente,
cuando, a los quince años, le escribe a Amado Alonso y a Alfonso
Reyes, a quienes envía sus modestas primeras publicaciones
en los periódicos del valle del Elqui; los escritores de inmediato
la apoyan, difundiendo su obra sin obstáculos. En 1922 recibe
una invitación para trabajar en el país.
Le escribe el reformador José Vasconcelos:
“Si yo siguiera diciéndole todo lo que México siente
y todo lo que espera de usted, no terminaría nunca: Usted misma
va a mirar otras cosas que tal vez nosotros no hemos visto y usted
no se sentirá cohibida para decirnos su pensamiento, porque
por encima de sus sentimientos, de su cortesía, están
sus deberes de maestra que dice la verdad conforme a su limpio corazón”.
Antes de llegar, Gabriela tenía amigos en el país.
Así, luego de ejercer su ministerio en aldeas del norte de
Chile y en los poblados más extremos del Sur, luego de una
lucha quijotesca por enseñar las primeras letras en los villorrios
de la cordillera y de la costa chilena, siendo directora de un liceo
de niñas en el propio Santiago, decide dejar todo atrás,
y ya no volverá sino en fugaces oportunidades. Explica:
“A Chile le sirvo tanto o más fuera que adentro”.
Llega a México destinada a cumplir labores educacionales,
pero irá, si es posible, más lejos aún: se empapa
del país, de las personas, de la naturaleza vegetal; lo transita
en trenes de locomotora a vapor, silenciosa, entre los revolucionarios,
recorre los campos en carreta tirada por caballos y se va quedando
en los pueblos, sube como en peregrinación a las comunidades
altas de Oaxaca. No tenía horror al vértigo y cruza
el país en los primeros aeroplanos, henchida de luz de la Alta
Meseta, plena del color verde de las secretas profundidades del Norte
de América.
“Es muy importante ver un rostro humano”.
Gabriela fue una criatura vagabunda, que tiene muchas patrias adoptivas,
nunca interesada por crear un hogar definitivo. Así, llega
a México tal cual llegaba a un pueblo más, con sobriedad,
envuelta en largas vestimentas, con una valija frágil de efectos
personales y un baúl repleto de libros, lápices y papeles.
Contribuyó decididamente a la reforma de la educación
que implantaba Vasconcelos,
y que luego había de extenderse a toda América. Esta
experiencia, como lo narra Gabriela, era inédita. Y se entregó
a ella por entero. Se le debe, en especial, la redacción de
muchas nuevas modalidades, como la Ley de Jubilaciones de los Maestros
rurales, luego comprendida y adoptada por el resto de nuestros países
latinoamericanos. También inventó el método,
aún en práctica, de enseñanza de las primeras
letras en comunidades del campo y marginales, así como la creación
de la Escuela nocturna y la organización de Bibliotecas ambulantes,
que ideara Vasconcelos con tanto acierto.
Solía decir Gabriela que no iba sino a los pueblos en que podía
servir, y en México sirvió (“pero aprendí más
de lo que enseñé”, diría). Solía repetir:
“Es muy importante ver un rostro humano”, y así como se desempeña
en el Distrito Federal, vive no cortas épocas trabajando en
Veracruz, Chapala, Cuernavaca, Zacapoaxtla, en el Estado de México,
en Michoacán, en Pátzcuaro, reside en Janitzio y en
diversos pueblos de Oaxaca, especialmente en Cuautla de Jiménez,
donde formó una escuela originalmente al aire libre, que hoy
lleva su nombre, en comunión plena con el pueblo Mazateco,
quienes, según dice la tradición "vinieron de allá
donde las flores", con solo un bagaje de sabiduría acerca
del mundo verde, conocimientos que en parte la legendaria curandera
María Sabina traspasa en esa época a la comunidad científica
internacional.
Igual que María Sabina y los mazatecos, por tradición,
Gabriela amaba al reino vegetal, y conocía extraños
secretos del uso de los alimentos verdes, refiriéndose en su
obra no pocas veces a herbolaria y el mundo de las plantas. Los niños
del valle del Elqui, desde el seno de su hogar, conocen el peyote
que crece en el norte de Chile con la forma de cactus altísimos;
y que los mazatecos llaman "angelitos" que brotan allí
donde se detuvo a descansar el mítico dios azteca Quetzalcóatl.
Ciertamente, Gabriela se relacionó en el pueblo mazateco directamente
con las mujeres de la cofradía del sagrado Corazón de
Jesús, formada por las madres del lugar, todas poseedoras de
la sabiduría tradicional, a la que accedió. Muchas fulgurantes
imágenes de su literatura provendrán de ceremonias antiguas
que se preservan en la zona mazateca.
En magnífica errancia, la Mistral vivirá en una decena
de países, a los que retornaba una y otra vez. En cinco visitas,
en México vivió poco menos de una década; y fue
más lejos aún, si es posible, que sus labores educacionales:
se empapa de asombros, de personas, de la naturaleza vegetal; lo transita
en carros de locomotora a vapor, silenciosa, entre los revolucionarios,
recorre los campos poblados en carreta tirada por caballos, rodeada
de libros, lápices y cuadernos; sube, como en peregrinación,
a las comunidades altas de Oaxaca. No tenía horror al vértigo,
y cruza el país en los primeros aeroplanos o se alza a la Alta
Meseta, henchida de luz, del color verde de secretas profundidades.
Dice Octavio Paz, Premio Nobel de México:
"Hoy se lee poco a Gabriela Mistral, su obra no padece en el
purgatorio de la literatura, sino en su limbo. Este olvido es un signo,
uno más, de la frágil memoria histórica de los
hispanoamericanos. La poesía de Gabriela Mistral es un manantial
que brota entre rocas adustas en un alto paisaje frío, pero
calentado por un sol poderoso; olvidarla es olvidar una de nuestras
fuentes. Más que una falta de cultura, es un pecado espiritual.
Pero las quejas y las imprecaciones son vanas. Recordar, solamente
que, entre los escritores hispanoamericanos que vivieron en México
en los primeros años de la década de 1920, invitados
por José Vasconcelos, entonces Ministro de Educación
de la joven revolución mexicana, Gabriela Mistral fue la figura
más destacada. La otra gran figura, Haya de la Torre, pertenece
al mundo de la política. La presencia de Gabriela Mistral en
la patria de sor Juana Inés de la Cruz fue, más que
una coincidencia, una verdadera rima histórica y literaria:
son las dos grandes poetisas de nuestras tierras. Mejor dicho de la
lengua española, pues Santa Teresa es notable por su prosa
y Rosalía Castro es, sobre todo, una poetisa gallega”, termina
Paz.
Ya instalada trabajando en México, contribuyó decididamente
a la reforma de la educación que implantaba José Vasconcelos,
y que luego había de extenderse a toda América; esta
experiencia era inédita. Gabriela Mistral cantó en México
a la grandeza del oficio, a la obligación de cada uno con cumplir
bien su oficio, que todos son un compromiso del hombre con el hombre:
"Si cada uno cumpliera bien su oficio se acabarían los
problemas del mundo", solía decir, y su prédica
se inflamó de inmediato entre los jóvenes maestros que
hicieron la Revolución mexicana, que en el siglo XX fue el
comienzo de la Reforma Agraria, por ejemplo, la tierra para el que
la trabaja.
La maestra mexicana Elena Torres, recuerda que cuando Gabriela Mistral
fue invitada a conocer el trabajo que se estaba realizando en la Escuela
Francisco I. Madero de la Ciudad de México, "simplemente
se quedó trabajando. Ella eligió, justamente, nuestra
escuelita para iniciar su labor. Todos esperaban que iba a trabajar
desde un escritorio, pero no, se dedicó a enseñar a
los niños labores manuales, a labrar la tierra, a escribir
su propio diario con noticias que les interesaba, a enfrentar las
enormes dificultades de sacar adelante el trabajo con un mínimo
de recursos. Nos ayudó, especialmente, porque siendo ella una
figura pública, los medios noticiosos y las autoridades tuvieron
gran interés en ver cuáles eran los afanes educacionales
de la maestra extranjera. Para nosotros, su cercanía representó
un desafío enormemente beneficioso. Digamos que luego de su
paso por nuestra escuelita, el trabajo que realizábamos se
extendió rápidamente a todas las escuelas públicas
del país. Su desempeño en México no fue fácil,
pero ella terminó imponiendo su amor al oficio que la hizo
célebre."
En México, Gabriela se dedicó de lleno a trabajar: a
ella se debe el sistema básico de enseñanza de las primeras
letras, hoy extendido a toda América, así como la creación
de la Escuela Nocturna para los trabajadores y la organización
de escuelas ambulantes, que ideara José Vasconcelos con tanto
acierto. En 1978, en declaraciones a El Universal de México,
María Dolores "Lolita" Arriaga, maestra de botánica
que cultivó la amistad y trabajó junto a Gabriela Mistral,
recuerda a la Nobel:
-La maestra Mistral luego de casi un año trabajando en el Distrito
Federal, decidió entonces salir a las misiones que realizaban
los maestros en las zonas rurales, que era donde ella se sentía
más cómoda. Sus dos compañeras chilenas, que
la habían acompañado desde su llegada (la escultora
Laura Rodig y la maestra normalista Amantina Ruiz), volvieron a su
país y ella había quedado sola. Fuimos encomendadas
para escoltarla quien habla y Palma Guillén, lo que nos fue
designado por oficio presidencial. Las instrucciones del entonces
presidente Álvaro Obregón indicaban que debíamos
servirle de apoyo en cada una de sus tareas. Palma Guillén
era desde antes su amiga, las presentó Alfonso Reyes, y yo
le fui recomendada por José Vasconcelos. No me costó
nada acostumbrarme a la maestra Mistral, era una mujer de apostura
que sabía lo que quería e iba directo a cumplir su oficio.
Sin perder el tiempo. Yo había oído entre los maestros
decir que ganaba un sueldo enorme, que se le pagaba en monedas de
oro; la verdad es que el sueldo de ella era el mismo de nosotras,
que era nuestro sueldo normal de maestras más una asignación
de campaña y los viáticos de traslado y cosas que ocupábamos
para nuestro trabajo rural. Jamás se ocupaba de juntar sus
notas de gastos, yo lo hacia por ella, a quien no le interesaba en
lo más mínimo el dinero, era absolutamente desprendida
de las cosas materiales. Era humilde porque igual estaba enseñando
desde una mesa que trabajando la tierra o diciendo poesías
a los niños. Donde estaba los niños se le acercaban;
y los más humildes campesinos, que se habían corrido
la voz de que ella era enviada del presidente, pidiéndole toda
clase de cosas; siempre atendió a todo el mundo, labor en que
la ayudamos desde entonces con Palma, así como cada vez que
ella volvió a México.
Su Encuentro con
María Sabina.
Nos dice la maestra María Dolores “Lolita” Arriaga: "Con
Gabriela Mistral recorrimos todos los pueblos aledaños al D.F.
Se sintió luego inclinada a trabajar en la zona de Oaxaca,
en que detectamos la mayor necesidad. En Cuautla de Jiménez
fuimos recibidas por María Sabina, a quien yo había
conocido antes por el interés que me despertó Gordon
Wasson al hacer públicos sus descubrimientos medicinales a
partir de informes botánicos proporcionados por María
Sabina. Entre los mazatecos, que era la tribu de la Sabina Madre,
como la nombra la maestra Mistral, tuvimos experiencias maravillosas;
nos dieron más de lo que nosotras les enseñábamos;
en varios de sus escritos está esta impresión maravillosa
del mundo que le regaló México, donde siempre en su
vida tuvo sitio seguro para volver cuando quiso. Incluso ya siendo
Premio Nobel, al retornar seguimos haciendo lo mismo que practicábamos
en nuestras casas de campaña en las selvas y los desiertos:
la ayudábamos con su correspondencia. Palma y yo hacíamos
una rigurosa lista de las cosas que le pedían y el sitio donde
debían ser entregadas; anotábamos los casos y la información
necesaria; le pedían desde muchas escuelas nuevas plazas para
maestros, intercesión para que el Gobierno creara nuevas escuelas
en sitios remotos o para hacer de sitios eriazos centros de enseñanza,
le pedían útiles y muebles para las escuelas... siempre
agregábamos una lista de los libros que formaban la biblioteca
que ideó ella con Vasconcelos, que eran primero cincuenta títulos
y que en unos dos años aumentaron a mil libros; repartimos
millones de libros... ella con Vasconcelos hizo realidad las bibliotecas
ambulantes, y aportó su libro "Lecturas para Mujeres",
que la ubicó de inmediato como algo más que una maestra
dedicada a su oficio, como todas nosotras; pero nunca nos hizo sentir
su enorme poder, simplemente iba ayudando a quien podía con
la mayor naturalidad... ella firmaba las solicitudes que le presentábamos
con Palma, sin nunca que yo recuerde, haber rechazado una petición
de ayuda, y se las enviaba al presidente de turno; fue también
amiga de Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas,
M. Avila Camacho y Miguel Alemán, que era presidente cuando
ella enfermó en altamar frente a costas mexicanas y la mandó
rescatar en helicóptero, quedándose un tiempo no corto
en la residencia presidencial de Mocambo en Veracruz, donde también
fuimos encomendadas junto a Palma para acompañarla".
Recuerda la maestra “Lolita” Arriaga que la Mistral "nunca fue
persona de muchas amistades; cuando en París vivió una
de las experiencias mayores de su vida, que la historia debe respetar,
fuimos a acompañarla con Palma. También yo estuve con
ella unos meses en Brasil, poco antes de la trágica partida
del pequeño Yin Yin en Petrópolis. Cuando, unos años
después siendo Nobel regresó a México, era la
misma amiga generosa de siempre. En esos días en Veracruz también
se integró a su comitiva Doris Dana, que había sido
su discípula, e hizo el viaje desde Norteamérica enviada
por la Universidad de Nueva York, donde la maestra Mistral se dirigía
a trabajar cuando sufrió el percance en alta mar. El Recado
que me envió es un regalo que coronó la amistad más
cercana que me dio la vida, sólo una muestra más de
la generosidad de mi comadre, porque ella fue la madrina de mi tercer
hijo que lleva el nombre de Gabriel en su homenaje".
De sus andanzas por México, la Mistral escribió poemas,
crónica, artículos, estudios etnográficos, simples
cartas y eruditos ensayos de lo que creía posible de aplicar
entre "los que no leen ni escriben, los más desprotegidos”.
Sin embargo, es siempre su manera singular de decir las cosas, lo
que vio o llamó su atención. Es cierto que las trágicas
experiencias sentimentales que tuvo ella en su despertar como mujer,
que otros se han ocupado en describir, la inclinaron más a
todas las personas que a una en particular, convirtiéndose
en una gran luchadora inquieta por la suerte de los desvalidos, los
niños y el campesinado. Al iniciarse la década de 1930,
ante intelectuales reunidos en Madrid, dijo:
"Yo no soy una artista. Lo que soy es una mujer en la existe
viva el ansia de fundirse en su raza como se ha fundido en mi la religiosidad,
como un anhelo lacerante de justicia social". Comenzó
a escribir de Reforma Agraria luego de su trabajo entre el campesinado
mexicano; un texto suyo de 1928, publicado en Santiago, dice que "el
Chile angustiado no puede seguir sirviendo al latifundismo, sino como
despreocupación inconcebible o como amparo deliberado de un
régimen bárbaro... Yo he mirado siempre como sobrenatural
la paciencia campesina en América". Como Maestra Misionera,
dice públicamente: "Dirijamos toda actividad, como una
flecha, hacia ese futuro ineludible, la América española
una, unificada por dos cosas estupendas, la lengua que le dio Dios
y el dolor que le da el norte".
"Educar al
que no sabe, dar al que no tiene".
En su texto famoso El grito (publicado originalmente
en "Revista de Revistas" de la Ciudad de México en
1922), escribe: "¡América! ¡América!
Todo por ella, porque todo nos vendrá de ella, desdicha o bien.
Somos aún México, Venezuela, Chile, el azteca-español,
el quichua-español, el araucano-español, pero seremos
mañana, cuando la desgracia nos haga crujir la quijada, un
solo dolor y no más que un anhelo". En varios de los textos
que dio a México, Gabriela reflexiona con lucidez en una época
crucial de nuestros pueblos. El principio de la edad contemporánea
de la literatura en nuestro continente se ubica al término
de la Primera Guerra mundial, cuando el pensamiento de América
descubre su relativa independencia de lo que se pensaba en Europa.
Dando nacimiento a un intento común de nuestros pueblos (relativo
al proceso histórico de las grandes comunidades) de inventar
explicaciones y encontrar soluciones adecuadas a su puro entorno.
Movimientos obreros inéditos, grandes latifundios, miseria
y analfabetismo, la revolución mexicana, el nacionalismo venezolano,
el socialismo en Chile y Argentina... los escritores se ven obligados
a ponerse como ante un espejo, a intentar extraer, si es posible,
del reflejo de si mismos, la verdad. Nuestra civilización en
aquella época esperaba de los escritores dispersos por el mundo
lo mismo que espera ahora, cierta cantidad fundamental de lógica,
y a Gabriela le sobraba cuando llegó al México de 1922,
que le brinda un recibimiento que la inflama de ternura. Y se vuelca
en la obra de los Maestros Mexicanos, trabajando codo a codo con los
míticos cofrades de una Orden cuya premisa era la de hoy: "educar
al que no sabe, dar al que no tiene". La Orden, brotada del corazón
mismo que inflamaba la Revolución mexicana, la aceptó
de inmediato, como si, de siempre, contara con ella.
Dice Octavio Paz:
“Gabriela Mistral fue muy distinta de Huidobro y de Neruda. Se mantuvo
aparte tanto de las aventuras estéticas como de las disputas
ideológicas de esos años. Su verdadero parentesco lo
encuentro en dos poetas mexicanos de su misma generación: Alfonso
Reyes y Ramón López Velarde. Fue muy amiga del primero.
Con estos tres poetas termina el modernismo hispanoamericano. Se les
ha llamado postmodernistas; la denominación es exacta, aunque
puede inducir a confusión: no sólo están después
del modernismo, sino que fueron y son algo muy diferente. Con ellos
aparece el lenguaje de la conversación, cierto prosaísmo
aliado al cultivo de las formas tradicionales. No rompieron con el
pasado, pero tampoco lo repitieron: exploraron otros caminos. En España
no hay nada equivalente. La crítica ha sido injusta con ellos,
sobre todo con Alfonso Reyes. Familiar de Góngora y de Lope
tanto como de la poesía medieval, Reyes fue asimismo el que
siguió de más cerca y con mayor simpatía algunas
de las aventuras de la vanguardia. No sólo es un gran prosista,
sino un notable poeta: dejó una docena y pico de admirables
poemas, un inolvidable divertimento que recuerda y supera a Baltazar
del Alcazar ("Minuta") y un gran poema dramático
y filosófico cuyo tema es el mismo del teatro griego y del
español: el misterio de la libertad ("Ifigenia cruel").
Con menor obra, otros poetas han ganado reputaciones más vastas.
Reyes nunca alzó la voz y su discreción lo ha perjudicado.
"A diferencia de López Velarde y de Reyes -sigue Octavio
Paz-, en los que la ironía es una nota constante, apenas si
hay humor en Gabriela Mistral. Esta es su gran limitación.
En cambio, su poesía es más grave que la de Reyes, que
con frecuencia se perdía en jugueteos. Huyó también
de los juegos de artificio y de la originalidad "a outrance"
que tentó a López Velarde. Sobria y apasionada, su voz
tiene una tonalidad religiosa, incluso cuando habla de asuntos profanos.
En Reyes la religión aparece, cuando aparece, como un vago
deísmo heredado de la Ilustración o como una nostalgia,
igualmente vaga, de las creencias infantiles. En Gabriela la religión
se asocia, como en López Velarde, al erotismo, pero allí
termina su parecido.
"Su poesía no tiene la intensidad cruel de la de López
Velarde -continúa Paz-, y evita esas expresiones que delatan
el carácter ambiguo del placer, la caricia que se vuelve herida.
Al mismo tiempo, su religión es más vasta que la de
López Velarde y, me atrevo a decirlo, más viril. En
Gabriela Mistral hay ecos inconfundibles de la Biblia, una voz que
echo de menos en casi toda nuestra poesía moderna. Dije: "voz
viril"; agrego ahora: voz de varona, voz de Judith o de Esther.
Profunda y poderosa, voz de montaña mujeril. La montaña
es terrible porque es tiempo petrificado, inmensa forma quieta en
cuyas entrañas duerme y sueña un mundo primordial: agua
y metales, piedras y fuego. Lejana e imponente, la montaña
de pronto se vuelve maternal y se convierte en colina pacifica. La
vemos por la ventana y cada anochecer le contamos nuestras penas y
alegrías”, termina.
El poeta chileno Humberto Díaz-Casanueva, que la conoció
en Santiago en 1925, cuando ella regresa a Chile por unos meses, la
recuerda así: - "Al pensar en Gabriela, siento una extraña
similitud entre su verso ascético, especialmente en sus últimos
libros, de ritmos graves y quebrados o danzantes, y su enderezada,
majestuosa figura, caminando como una profetisa en un templo antiguo,
vestida casi de túnicas, sin adornos ni atavíos, absorta
en lo más esencial de la tierra. Ella buscó siempre
la autenticidad en relación con un nuevo sentido de la existencia,
que surgía, no de las torres de marfil, sino de la convivencia
con el pueblo y la aproximación casi táctil con las
substancias materiales de la naturaleza. Así surgen en ella
preocupaciones fundamentales: el niño, la mujer, los indios,
o sea los olvidados, todo aquello que constituye el llamado Tercer
Mundo, para el cual seguimos pidiendo, cada vez con mayor apremio,
justicia social...
"Gabriela Mistral, en México, tiene que haber recibido
la influencia de la revolución agraria, y haberse convencido
que en varios países nuestros el problema agrario resulta de
una discriminación racial, a la vez que se enraíza en
una terrible desigualdad económica. Vi a Gabriela por primera
vez en una institución magisterial denominada "Asociación
de Profesores". Yo estudiaba en el Instituto Pedagógico
de la Universidad y trabajaba como maestro en una escuela primaria...
editábamos modestas revistas, organizábamos exposiciones
espontáneas, hacíamos desfiles, íbamos a los
sindicatos obreros. A veces nos encarcelaban porque éramos
un taladro en la cerrada sociedad burguesa. Gabriela llegó
a nuestro lado con gran valentía. Llegó de improviso,
tomó asiento en medio de nosotros, y se puso a discutir toda
clase de problemas. Vi a una mujer alta, bella, hablando con una voz
calmada, rústica, y con un acento que parece había condensado
todos los acentos indígenas de América.
"No siempre estuvo de acuerdo con nosotros, pero su sola presencia,
su adhesión constituían para nosotros un estímulo;
para otros, un escándalo. Pasaron los años y siempre
quedó el eco de su visita como una honra y una extensión
de nuestro horizonte. Si Vasconcelos realizó una reforma pedagógica
y una campaña contra el analfabetismo lanzando millares de
libros de Platón y Plutarco a las masas, comenzamos a comprender
que la reforma de la educación, siendo fundamental, tenía
que conjugarse con la nutrición y la salud del niño,
el estimulo a sus vocaciones, la seguridad de que no desertarían
de la escuela antes de tiempo, la reforma agraria, la seguridad de
encontrar un trabajo, el mejoramiento de niveles de vida de los trabajadores,
el afianzamiento de la democracia, el respeto a los derechos humanos,
tanto civiles como económicos y sociales", termina Díaz-Casanueva.
Ella siempre reconoció que en su pensamiento social "mucho
influyó México". Casi al final de su vida, en una
página escribe: "Hay dos puntos cardinales en la tierra:
son Montegrande y el Mayab". Es decir, la tierra de sus mayores
en el valle del Elqui, y la que ella encontró destinada por
derecho propio en México. El pensador mexicano Alfonso Reyes,
en su Elogio a la mujer, dirá que "es un vasto soplo tonificante
que anda entre los suelos y los cielos de América, cargada
de esencias boscosas, rumores de pájaros y abejas de talleres
y campanarios... La serenidad de Gabriela está hecha de terremotos
interiores y de aquí que sea más madura".
La Mistral toma su inspiración de todo aquello que vio, y de
las dos construcciones mágicas levantadas a las puertas de
nuestra civilización, el Sinaí y el Olimpo. Fue tal
como fueron los escritores que hicieron la mitología, que escribieron
la Biblia, el Antiguo Testamento, y más precisamente el Libro
de Job, que, en especial, la atrae. Por eso el afán de
intensidad en sus escritos primeros, cuando todas las expresiones
le parecen débiles, cuando busca en nuestra lengua sólo
el acento divino; se ríe de los códigos literarios y
de la retórica, y cuando nombra a la herida que le produce
un amor perdido, dirá: "socarradura larga que hace aullar".
Sencillamente inventa cuentos y parábolas maravillosas, inmersos
de prestigio antiguo; su poesía tiene la perfección
del trabajo que realiza la campesina enfrentada a la vida desde la
hora del alba, "bárbara" como a sí misma juzgaba
su escritura poética.
La selección de poemas completos que Gabriela dedicó
a México permanece inédita. Algunos publicados son clásicos,
como por ejemplo "Himno Matinal": lo escribió cuando
llega por primera vez, al inaugurarse la escuela del D.F. que lleva
su nombre. La ronda "Meciendo" y la "Canción
amarga" las escribió para sus pequeños alumnos
de la escuelita que inventa para Janitzio. Así como dedicaría
al país, al menos, tres de sus poemas más difundidos:
"Sol de Trópico", "El Maíz" y "El
Ixtlazihuatl".
Sus Amigos de Entonces.
Ha escrito Octavio Paz que, lo de Gabriela, "es poesía
hecha con las palabras de todos los días pero ungidas por el
aceite invisible de lo sobrenatural. Realismo transfigurado, vida
diaria transformada en rito y oficio divino. Habla del pan e inmediatamente
el pan se vuelve criatura viva, a un tiempo hijo suyo y sustancia
material convertida en maná espiritual".
Para el Premio Nobel de Guatemala Miguel Angel Asturias: "sus
manos de mujer fuerte conservaron el movimiento de aquella que formó
las primeras letras del verbo hecho espíritu, ante los ojos
atónitos del que adivina que detrás de las letras están
las constelaciones del poder humano". Asturias conoció
a Gabriela en México: los presentó Pablo Neruda en la
casa de Guadalupe Amor en Cuernavaca. Dice la poeta Guadalupe "Pita"
Amor:
"Pablo trajo a Gabriela, a quien admiraba y había conocido
en su infancia, en el sur. Ella era exactamente, matemáticamente
lo contrario de lo que yo soy. Por eso, pudimos conversar durante
muchas horas, hablamos de cosas que hablan las mujeres frente a sus
espejos, que son cosas irreproducibles. Los hombres guardaron silencio.
Creo que también estaban allí Diego (Rivera) y Arreola
(Juan José), que siempre fueron sus amigos. Yo también
creo que es una escritora altamente en la verdad, mejor que yo, sin
duda, porque tenía esa cualidad tan difícil de alcanzar
que es la humildad, claro que yo no tengo por qué ser humilde,
bastante hago con ser genial. Gabriela también era genial,
Pablo lo decía. Gabriela era genial y humilde, eso la hacía
mejor que los otros."
Para "Pita" Amor, la Mistral representaba el espíritu
mismo que inflamaba la revolución mexicana de 1910, "porque
su interés central era la práctica del oficio. Enseñar
que los problemas del mundo se acabarían si cada uno se limitara
a cumplir bien su trabajo. Su último viaje a México
fue una casualidad, porque viajando en barco a Nueva York sufrió
una enfermedad y la rescatamos desde altamar frente a Veracruz. Allí
estuvimos a verla con Neruda, que estaba conmigo entonces en Cuernavaca.
La fuimos a despedir con Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Diego
(Rivera) y Frida (Kahlo). Ella era una celebridad mundial, pero se
conservaba como la mujer más normal de la tierra. Al contrario
mío, nunca usaba joyas o algún adorno, sin embargo,
yo le regalé una rosa roja artificial iluminada artificialmente
y ella, toda esa última noche, llevó esa flor de seda
en sus cabellos. Siempre fue gentil y eso la hacía también
mejor que los otros que fuimos sus amigos".
Pablo Neruda recomendaba "entrar con reposo y con ímpetu
en su poesía, en su prosa tan rica y tan dura como quebradas
rocosas de nuestro territorio, llenos de misteriosas maderas, sarmientos
encrespados, visitación de pájaros".
En su tiempo también vivía en México el autor
de "Doña Bárbara", Rómulo Gallegos,
que solía visitarla. ¿Cómo la vio él?
Para Gallegos, ella era "mujer de decorosa existencia".
Decía:
-"Su patria le rindió el debido honor y asimismo se le
tributó un cargo diplomático remunerado -laudable caso,
bien poco frecuente-, procurándole decorosa y sosegada existencia,
y Gabriela desempeñó con elegancia y espíritu
de selección, su misión de embajadora de la cultura
chilena, dondequiera que el paso -un poco trotamundos- por tiempos,
se le detuviera. Yo no olvidaré nunca las exquisitas horas
que en su noble presencia pasé aquí en México,
donde ella siempre volvía".
México siempre dio a Gabriela otra visión de las cosas.
Rodeada de amigos, perfeccionó su espíritu. Se hizo
más trascendente sin dañar su fuerza telúrica,
que ningún fenómeno le pareció ajeno, creando
magníficos retratos y evocaciones. En México, la escritura
de Gabriela evolucionó enormemente, tanto como en Chile, porque
sentía también las inquietudes vitales del pueblo, en
que siempre vivió y ejerció magisterio de espíritu
y forma, proyectándose, desde México, su influencia
magistral. Su excepcional capacidad para escribir la traía
desde siempre, pero, digamos, en este país, ella se hizo símbolo
del Poder mágico.
Con los Maestros Mexicanos salió a sembrar la tierra y su semilla
fue fructificada. A esto debió referirse el poeta Hjalmar Gullberg
en el momento de presentar a Gabriela su Premio Nobel, en 1945, cuando
dice que en sus libros se siente "the cosmic calm";
ese Orden natural que rescata ella en sus escritos. Por eso mismo,
en su vida, la enseñanza fue de primera importancia y la literatura
de segunda. Al menos en el nivel de su vida inmediata entre quienes
la conocieron, hay coincidencia en afirmar que en su intención,
fue su trabajo de maestra y no las letras su hálito vital,
que da a su obra, quizás, esa naturaleza especial, que, a partir
de su relación con México, es cada vez más notoria.
Una de sus amigas de entonces, otra gran escritora y maestra revolucionaria
en México como fue la norteamericana Katherine Anne Porter,
la soberbia autora de “La nave del mal”, tan poco conocida
en su país, en 1926, se refiere a Gabriela como a la "poeta
mística de América Latina". K. A. Porter nos dejó
un bello retrato de cómo vio a la poeta en sus primeros años
en México, en tiempos de largas tertulias amables, en que Gabriela
siempre disputaba con Diego Rivera, por quien sentía especial
estimación. Dice Katherine Anne Porter:
"La constante y compleja religiosidad de Gabriela Mistral, al
mismo tiempo que enojaba a Diego Rivera, desde dentro, le dio fuerza
para crear su propia y magnífica obra muralista, que llevó
a Diego a pintar la frase "Dios no existe", y que le valió
una severa reprimenda de Gabriela; a ella no le parecía justo
afirmar algo que no se podía comprobar; pero siempre terminábamos
riendo. Ella tenía muy buen humor y celebraba el menor gesto
cómico. Fue muy amiga de Frida Kahlo, que tenía gran
sentido del humor y siempre impuso su talento, que Gabriela no dejaba
de elogiar. Su contacto con la obra de los grandes muralistas mexicanos
(fue también amiga de Siqueiros, Orozco y Montenegro, que le
hizo retratos) estimuló su propia sensibilidad plástica
y social. Porque, si bien, escribir era para ella una forma de desahogarse
de su agobiante trabajo pedagógico, fue también una
herramienta eficaz que la ayudaba a trascender el dolor personal que
le causaba ver toda la desprotección en que viven especialmente
los niños, que era su mayor preocupación, transformando
cada uno de sus actos en puro amor universal. La literatura llegó
a ser una manera suya de animar a los demás, de defender las
causas justas, de cantar a la mujer nuestra de cada día; fue
también el suyo un canto épico a la tierra de América.
Para Gabriela encerrada en la luz del día duro, y frío,
el dolor engendra una luz de esperanza, una nueva vitalidad; no es
la suya más que una vía de elevación espiritual
como principio del Maestro revolucionario y misionero a su manera,
porque todo lo hacíamos por primera vez, eran formas de enseñar
y compartir inéditas para todos, y que Gabriela enfrentó
con gran ánimo, por eso se elevó y levantaba a los demás.
Porque el suyo era un ejercicio místico, un camino a la perfección
ética”.
Gabriela siempre fue una mujer humilde en la expresión de su
trabajo, quizás si nunca estuvo feliz con un texto terminado
(de aquí que entre sus manuscritos que se conservan hay varias
versiones de sus escritos, que trabajaba una y otra vez). Luego de
ver una edición tardía de su primer libro editado en
México, “Lecturas para Mujeres", diría:
"Aunque siempre lo hice mal yo canté con alma y cuerpo".
En su famoso Decálogo del artista, escribe: "No
hay arte ateo, el arte es ejercicio divino". Pero entiéndase
que ella no lo decía a la manera de los románticos,
del arte entendido como una religión, no, ella entendía
el arte como hermano de la artesanía.
En su "Grandeza de los oficios" dirá:
"Hay entre las artes más complejas y más humildes
una correlación mística; así quedan por ella
unidos, aunque no lo reconozcan, el artesano encorvado sobre su laca
y el hombre que trabaja con la santidad de la palabra". Gabriela
extiende lo sagrado a toda forma de trabajo humano: "Tal vez,
mis amigos, la única cosa importante en este mundo sea, bien
mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester". Más
adelante agrega que, "solamente Dios es asunto más trascendente
para el hombre que su oficio". Y llega a hablar de la profesión
como de "un pacto firmado con Dios", "que obliga terriblemente
a nuestra alma".
De plano, vivió Gabriela entre pueblo y pueblo de México,
iba y venía a veces entre aguaceros y soles intranquilos, pero
envuelta en la práctica esa suya de nombrar las cosas y contarlas;
habla del maguey, de las jícaras, de la Palma real, de las
grutas subterráneas misteriosas de Cacohuamilpa, pero, más
que nadie, habla del indio. Canta a la grandeza del obrero indígena,
viviendo ella misma la vida rural ("Vengo de campesinos y soy
uno de ellos"). Es famosa la anécdota que narra que al
llegar a México, de inmediato se pone a las órdenes
de José Vasconcelos, quien la lleva a saludar al entonces Presidente
Álvaro Obregón a su hogar, que era el Palacio de Chapultepec,
como se usaba antes de Los Pinos. En el inicio de la conversación,
el Presidente le pregunta:
-"Y dígame, maestra Gabriela, ¿dónde le
han instalado su escritorio?
-Discúlpeme don Álvaro -respondió-, pero, ¿para
qué quiero un escritorio yo, que trabajo en el campo?."
Y "don Álvaro" se hizo su amigo, proporcionando a
los Maestros revolucionarios todo el apoyo económico que requirió
la campaña de alfabetización más extensa emprendida
en América. Cuando Álvaro Obregón muere trágicamente
antes de tomar posesión del Gobierno, luego de ser reelegido
en 1928, Gabriela estaba en Roma, a cargo del Instituto Cinematográfico
Educativo, encomendada por la Liga de las Naciones (hoy Naciones Unidas),
y ya los Maestros revolucionarios, su labor ideal, había sido
extendida por Gabriela en las islas del Caribe y Centroamérica;
quedando, en México, como un símbolo, la figura señera
del reformador Vasconcelos, quien junto a su labor de fundar la Secretaría
de Educación Pública, estaba dedicado a crear su propia
obra literaria, "Etica", "La raza cósmica",
'La sonata mágica"... la filosofía de los Maestros.
José Vasconcelos y Gabriela Mistral fueron almas afines. Los
más desprotegidos en la obra de ambos es más que un
tema; es una preocupación fundamental. Para Gabriela, el indio
es su territorio espiritual, la patria que debe mirarse como "nuestro
primer cuerpo”. En uno de sus Recados, anota: "D.H. Lawrence
escribe con disgusto del ritmo reiterado del tambor azteca, y a un
hombre irlandés hay que dejarle en esta ocasión el derecho
de no entender... Nosotros entramos fácilmente en la magia
atrapadora, en la delicia dulce de esta monotonía, que mece
la entraña de carne y mece también el cogollo del alma."
El trabajo de los Maestros revolucionarios está destinado a
levantar a los hombres considerados "plebeyos" de los oficios,
lo que les confiere un estricto sentido de relación social.
Gabriela dice que "el oficinista o el obrero no pueden ser una
máquina desgraciada, que en sus horas laborales abandona su
propia alma, y con ella la gracia de Dios". Y afirma que "la
industria moderna, en un principio mirada como aplastadora de las
artes, se las va incorporando, y a la vez se redime con ellas de la
fealdad del maquinismo. La máquina debe ser la criada de la
imaginación, como quien dice, los pies humildes y ágiles
de la inteligencia artesana". De allí el interés
profético de los Maestros por elevar a los que no saben, postura
de la que nació el interés de Gabriela y su obra monumental
para acabar con el flagelo del analfabetismo en el continente.
Gabriela Mistral, ya en la etapa final de su vida, en una conferencia
llamada "Imagen y Palabra en la Educación", que ella
brindó en Nueva York en el Congreso del Bicentenario de la
Universidad de Columbia, en 1957, recordaba así su misión
en México:
"Hace muchos años tuve ocasión de celebrar y ver
esa bonita experiencia llamada Escuelas Al Aire Libre. Funcionaban
por gracia de familias ricas en patios y huertas de las haciendas,
con subida asistencia de alumnos. Era cosa ejemplar, el llamado constante
de las radios urbanas convocando desde las grandes casas patronales
a asistir a esas Escuelas ambulantes. Ellas eran fáciles de
confeccionar. Habla una mesita, una radio y un maestro rural de tipo
apostólico, que renunciando a su descanso nocturno, doblaba,
y esto con paga o sin ella. Yo las llamaba Escuelas Sin Horas y Sin
Techos. Guardo el recuerdo de esa y de otras invenciones geniales
del gran reformador José Vasconcelos, quien alfabetizó
con la ayuda de los Maestros Misioneros, del cine y de la radio, a
millares de campesinos... Allí tuve yo la alegría de
aprender que ha sido una vieja y malhadada superstición aquello
de que el indio americano padece de una incapacidad intelectual irredimible.
Más aún, allí gocé de observar el genio
que tiene el indio para el dibujo, la pintura y la escultura. Vi sobre
todo la sed de leer, de escribir, recitar, danzar y cantar, que posee
el pueblo. La alfabetización iba de mes en mes liquidando centenares
de analfabetos. Esas Escuelas nocturnas llamadas por su creador Misioneras,
parecían realmente un asunto tan civil como religioso: eran
también el desagravio a una raza entera, la indígena".
Como la Mistral, José Vasconcelos era amante de la tradición
bíblica. Afirmaba el reformador acerca de ella:
"Gabriela Mistral era persona de fe enorme. Nunca olvidó
cantar al Bien. El pueblo se dio cuenta de la grandeza de esta mujer
excepcional. Conocía sus poemas, y ya se sabe que los pueblos
hispanoamericanos se rinden más fácilmente al poeta
que a cualquier otro. Anticipándose a la muerte, Gabriela estuvo
en la visión de los mexicanos en la firme expresión
de la piedra".
Como José Vasconcelos, entonces Gabriela veía a "los
oficios y las profesiones descuidadamente servidas" como la raíz
de los males inmediatos del mundo: "Político mediocre,
educador mediocre, médico mediocre, artesano mediocre, esas
son nuestras calamidades verdaderas". En 1957, en declaración
a Augusto Iglesias, el reformador narra cómo vio la llegada
de la Mistral en su primer viaje a México:
"Desde la costa, vino en ferrocarril hasta esta capital. A la
estación acudió a recibirla una verdadera multitud organizada
por la Secretaría de Gobernación. Entre algunos de los
que fueron recuerdo a Diego Rivera, a Roberto Montenegro, a Alfonso
Reyes, seguidos éstos y los otros intelectuales que formaban
el grupo directivo, de toda una legión de poetas, pintores
y artistas, seguidos de un sinnúmero de niños y niñas
de las escuelas públicas de México. Gabriela fue portada
casi en hombros hasta su automóvil, dirigiéndose al
hotel que hoy se llama "Génova" -uno de los mejores
de aquella época- donde se la tenía, para ella y sus
dos ayudantes, alojamiento. Allí pudo descansar del largo viaje...Pero
al otro día, temprano, se presentó al Ministerio a pedir
instrucciones y comenzó a trabajar. Se ha dicho que Gabriela
cobraba un sueldo fabuloso. Esto es mentira. La Secretaría
de entonces pagaba sueldos decorosos pero modestos. El salario de
ella era el mismo que ganaban pintores de tanto cartel como Rivera.
Cuando surgió el problema de la manera cómo deberíamos
utilizar la capacidad educadora de Gabriela, ella misma lo resolvió
cuando la puse delante de las posibilidades que podía ofrecer
la Secretaría de Estado a mi cargo. Se iniciaba entonces la
campaña llamada de los Maestros Misioneros, los cuales acudían
a los poblados más remotos a enseñar no sólo
al analfabeto sino a redimir a sus educandos con el ejemplo, virtud
e inteligencia, aplicados éstos a las circunstancias de la
vida diaria. Este fue el empleo escogido por Gabriela. Y desde entonces,
pasando temporadas cortas en la capital, dirigía sus actividades
por distintos rumbos del país. Una misión muy noble.
Dedicábase, por las tardes, a leerles a la gente el periódico,
desde su "púlpito": un banco de la plaza...
"Esto provocaba polémicas, establecía relaciones
y creaba amistades, entre el maestro y la población. De allí
venía el pedido de libros, la fundación de una pequeña
biblioteca y todo lo que puede hacer una persona bien preparada y
bien intencionada, para levantar el nivel moral de la gente. De esta
suerte, cada maestro era una especie de enviado especial del Ministro,
dedicado a averiguar las necesidades locales y a resolverlas con las
medidas y posibilidades del Gobierno. Y cuando esta tarea está
a cargo de personas de categoría -como lo era Gabriela- comprobábanse
otras ventajas. Es lo que ocurrió con nuestra amiga. En aquella
época empezó a escribir sus impresiones, hoy clásicas
en nuestra lengua, sobre el aspecto del indio, su modo de vivir y
pensar. El indio mexicano al cual se aficionó tanto, como tema
literario, lo midió y describió ella en forma magistral.
Mi impresión sobre su obra literaria es la de un bloque gigantesco:
algo así como un pedazo de roca de los Andes".
Palma Guillén de Nicolau, en la introducción de una
nueva edición en 1966 del libro “Lecturas para mujeres” de
Gabriela Mistral, publicado originalmente por la Secretaría
de Educación Pública de México en 1923, en un
texto fechado en Milán Italia en 1966, narra (fragmentos):
“Cuando Gabriela Mistral llegó a México en 1922, José
Vasconcelos había echado a andar la gran máquina de
la Secretaría de Educación -poca herramienta, en aquellos
años, y mucho espíritu- y todos los jóvenes de
entonces íbamos con él llenos de entusiasmo. Eramos
su equipo de trabajo, las manos con las que él abría,
alegremente, sendas nuevas en el ambiente de México. El José
Vasconcelos de aquel tiempo era un hombre no sé si muy joven,
tal vez no tanto, debería andar por los 40, pero tenía
una alma más joven, más fuerte, más alegre y
optimista que la de los muchachos de veinte años que, en aquel
tiempo, lloraban en su poesía penas y melancolías literarias.
El los dejaba llorar. Todo le parecía bien: el canto épico
y el soneto sollozante. Lo estoy viendo reír, sentado delante
de su escritorio en el despacho del segundo piso de la Secretaría
de Educación, con aquella risa joven y dichosa que le ensanchaba
la cara y que a todos nos hacía entrar en un clima de confianza
y de alegría. Que se pintara, que se hiciera poesía,
que se hiciera música, que se hiciera teatro, que se leyera,
que se bailara, que se hiciera todo lo que no se había hecho:
todo se podía hacer ahora que había un gobierno revolucionario,
que se había triunfado de la dictadura porfirista y del ejército
sojuzgador y que Obregón era Presidente. Vasconcelos quería
ver vivir a la gente en libertad y que los jóvenes, todos los
jóvenes, dieran su fruto. Todo era necesario para el país
después de 12 años de guerra. (La guerra no había
acabado todavía: pero ya no era la guerra civil, era la última
lucha, el rebote, la resaca de la Revolución que algunas facciones
armadas hacían aún oír allá, en el Norte.)
En la Capital, la Secretaría de Educación editaba los
clásicos griegos, Plotino, los Evangelios y la Divina Comedia
y en el Anfiteatro de la Preparatoria, decorado por Diego Rivera,
y lleno de bote en bote, oíamos las Sinfonías de Beethoven.
Ahora había que rehacer, que sembrar, que instaurar el orden
de la justicia y de la cultura y, como los campesinos van al campo
con sus sacos de semillas, así nos enviaba Vasconcelos a todas
partes -a cada quien a hacer lo que sabía, o a ensayarse en
lo que soñaba, o a aprender, que, al cabo, todo era necesario
para el pueblo hambriento de pan y de cultura. Gabriela Mistral llegó
en un barco que la trajo de su lejana tierra. Fuimos a recibirla al
puerto, en nombre de la Secretaría, Jaime Torres Bodet y yo.
No sé la impresión que Gabriela hizo a Jaime Torres
Bodet. A mí, que era una muchacha presumida, me pareció
mal vestida, mal fajada, con sus faldas demasiado largas, sus zapatos
bajos y sus cabellos recogidos en un nudo bajo. Luego conocí
a la Gabriela alegre: su manera campesina de reír, su delicioso
don para hacer chistes, gracejadas, imitaciones y caricaturas, su
gracia, un poco burda que, más tarde, me haría reír
tanto. La Gabriela que llegó a México en 1922 era la
que escribió en Punta Arenas, en una noche de viento desatado,
"El Poema del Hijo". Cuando llegó aquí había
recorrido de Norte a Sur su tierra chilena, había vivido en
las faldas del Aconcagua y en el archipiélago antártico;
era como la montaña escarpada, como la vertiente llena de sorpresas
y misterios; había visto "la mortaja de la niebla aferrada,
a los archipiélagos del lobo y de la nutria" y traía
en los ojos el verde de sus mares embravecidos y en el andar y en
el habla el alma de su provincia. Había bebido el espíritu
de la raza nuestra en los grandes escritores de América -en
Bolívar, en Sarmiento, en Rodó, en Martí- y era
una hispanoamericana (ella que venía de la tierra que hizo
suyo al venezolano Bello) al mismo tiempo que una chilena cabal, es
decir, que creía en la unidad esencial de la América
Latina y la sentía no solo en la Historia y en la lengua, sino
también en la sangre y en la tierra que nos liga y nos identifica.
Sin embargo, al llegar a México, el ambiente -el ambiente de
la capital- la condicionó en seguida como una agua o, mejor,
como una masa dentro de, la cual, al principio, medio ciega, se movió
difícilmente. Sólo estaba a gusto y sólo era
ella misma cuando iba al campo o a las pequeñas ciudades o
cuando conversaba con Vasconcelos, con quien se entendía plenamente.
“Por lo que toca a mi, cuando Vasconcelos supo que Gabriela había
aceptado la invitación que nuestro Gobierno le hizo a través
de nuestra Legación en Chile, me llamó y me dijo: "Palmita,
va a llegar Gabriela Mistral. Viene a trabajar con nosotros. Yo quiero
que conozca bien a México. Quiero que vea lo bueno y lo malo
que tenemos aquí, lo que estamos haciendo y lo que nos falta...
¿Usted sabe quién es Gabriela Mistral?" (Yo sabía
muy poco -puedo decir honradamente que no sabía nada de Gabriela
Mistral ... Había leído en alguna revista los Sonetos
de la Muerte; pero no estaba enterada de las ideas pedagógicas,
sociales y otras de Gabriela, ni sabía lo que ella significaba,
ya desde entonces, en el Continente... ) -"Ella tiene muy buenas
ideas sobre la educación. Es una mujer de la provincia, casi
del campo, y sabe lo que necesita la gente del campo. Es una gran
maestra y una gran poetisa. He pensado mucho a quién puedo
confiársela aquí para que la acompañe y la guíe.
No quiero que tenga una visión equivocada o parcial de México.
No quiero que la hagan ver sólo lo bueno o sólo lo que
le interese a la persona que la guíe. Yo quiero que Gabriela
lo vea todo, que nos dé su opinión acerca de todo lo
que estamos haciendo y que nos ayude con su experiencia y con su intuición.
Es una mujer genial, admirable. Pienso que Ud., que es menos doctrinaria
que Fulana y menos especializada que Zutana, podría ser más
útil para esta misión. Ud. viajará con ella,
le hará conocer el país: lo bello y lo feo, lo bueno
y lo malo, la capital y la provincia -el campo sobre, todo-, la Universidad
y la escuela rural, etc... Pienso en aquel tiempo... Me veo en el
tren, con ella, de un lado para otro: Pachuca, El Chico, Cuautla,
Cuernavaca, Puebla, Zacapoaxtla, Atlixco, Taxco, Pátzcuaro,
Zamora, el Cañón de Tomellín, Oaxaca, Acapulco,
Guadalajara, Querétaro, Veracruz... Sol, polvo, calor. Escuelas
instaladas en viejos curatos, en patios, en solares, en casas particulares,
casi sin muebles. Llegábamos en tren o en los camiones de la
Secretaría -a veces dormíamos en ellos... En donde había
hoteles o casas, de asistencia, nos alojamos en ellos, en donde nos
los había, el jefe de zona, o el inspector escolar o el maestro
rural o el profesor del Instituto, nos buscaba alojamiento y éramos
recibidas en la mejor casa de la ciudad o del pueblo. Así estuvimos,
en Pachuca, en la casa de la señora Bustamante y de sus hijas
Anita y Dora, también amigas de Gabriela hasta su muerte, y
así conoció Gabriela a Lolita Arriaga, la maestra rural
de Zacapoaxtla, de su famoso "Recado". Yo era entonces profesora
en la Normal y en la Preparatoria y trabajaba, además, con
Vasconcelos, en la organización de las bibliotecas populares
que debían completar, en la capital, las escuelas primarias
y los centros de alfabetización, y en las que debían
viajar, con las Misiones rurales, al campo. Confieso que la misión
no fue muy fácil. Gabriela era una persona de formación
muy diversa de la mía. Sabía mucho y de muchas cosas
y todo lo había aprendido por sí misma, sin escuela
ni maestros; era profesora como yo, ella de Lengua Castellana y de
Geografía, yo, de Literatura, de Psicología y de Lógica.
Pero ¡qué diverso "clima" era el nuestro! Ella
estaba centrada en la América y aunque se hubiera leído,
traducidos al español, a muchos escritores clásicos
y modernos, era la América, la América Latina, la que
le importaba. Yo estaba más cerca de Europa y, sobre todo de
Francia, que, de Colombia o la Argentina y sabía más
de Homero, de Lucrecio, de Schopenhauer o de Bergson que de Miranda,
Sarmiento o Rodó, aunque hubiera hecho mis cursos de literatura
hispanoamericana con el gran maestro Pedro Henríquez Ureña
y aunque me supiera de memoria muchos versos de Darío y de
José Asunción Silva. Además, ella era un gran
poeta y los grandes poetas se mueven en una atmósfera que a
veces ahoga a los simples mortales. De carácter, sobre todo,
éramos muy diversas: ella, mujer de la montaña, yo,
mujer del altiplano. La cortesía que, dígase lo que
se diga, es una virtud, puesto que consiste en darse cuenta de que
los demás existen y en respetarlos, me sirvió grandemente
en el primer tiempo. Poco a poco, fui comprendiendo y admirando a
Gabriela, de la que aprendí muchas cosas, y mi respeto se volvió
pronto amistad profunda y verdadera. Llegué a ser para. ella,
hasta el fin de su vida, un poco su familia, la persona a la que se
acude con confianza en las dificultades y en las penas. ¡Qué
alegría y qué consuelo me dio y me sigue dando el hecho
de haberme sentido, en muchas ocasiones, su descanso!”
Otra amistad inmediata que hizo Gabriela en México a partir
de los años 20, es la escritora Emma Godoy, quien, en 1970,
la recordaba así: "Ella protestaría si se la clasificara
entre los intelectuales. Gabriela era un genio, pero genio intuitivo.
Repetía que el razonamiento es una forma degenerada del saber,
un vicio derivado del pecado original. En el Principio -decía-,
los espíritus no razonaban, intuían: todo les era dado
en una visión. Y ella era "como en el Principio".
Vivía a golpes de luz... El más auténtico de
sus poemas fue su vida misma, fue ella. Intuitiva y apasionada, extática
y atribulada. Su espíritu flotaba en la tiniebla primordial
del subconsciente, rota aquí y allá a martillazos de
gigantes por relámpagos cegadores y astros en ignición,
como si asistiera a la noche en que el Altísimo hundió
en el caos tenebroso del origen la espada centelleante de su Verbo.
No andaba como todo el mundo, pies en tierra... A su contacto se trastrocaba
eso que llamamos "realidad". Al sumergirse en el ambiente
de esta mujer, se penetraba en la esfera mágica. Todo era posible.
Todo refulgente e inesperado. Gabriela sola formaba un universo, como
lo forma una obra de arte. Quienes caímos en su ámbito
nos preguntábamos con alarma si no sería que ya habríamos
muerto y estábamos existiendo en la extrañeza del más
allá...
“Gabriela perteneció a la misma categoría ontológica
que las tragedias, los huracanes, los crepúsculos o la Esfinge
-continúa Emma Godoy-. No se le debía medir con las
dimensiones acostumbradas y decir de ella como de cualquier comadre:
"Tenia sus defectos y cualidades igual que todo el mundo, o ambas
cosas más que nadie porque en todo ardía de pasión;
pero prevalecieron incomparables sus virtudes". Nada de eso.
Tales valoraciones se encuentran fuera de perspectiva. Lástima,
pues, que muchos no acertaran en el ángulo supra natural de
Gabriela, porque vale la pena vivir sabiendo que se ha hablado cara
a cara con uno de los paradigmas de Platón. Intentar incluirla
en un casillero nos deja pensando si no sería una aberración
incluir en alguna escuela filosófica a las sibilas o a los
profetas.
"...Gabriela era inmóvil. Una viajera inmóvil.
Podía reposar horas y horas sin cambiar de postura, como los
yoguis. Iba de ciudad en ciudad sin moverse. No disimulaba cierto
desprecio -muy oriental- por las personas atareadas:
"¡Marthas! ¡Marthas!", les decía. La
Teosofía la sedujo con sus ocurrencias geniales, con su fantástica
concepción de las cosas, no obstante que el catolicismo perseveró
arraigado en ella como la convicción más profunda...
Gabriela amaba a Platón: "Cuéntamelo", decía.
Pero lo que le interesaba oír era el episodio de la metempsicosis
y las otras indiscreciones que el filósofo -probablemente iniciado
en Egipto- cometía respecto a las ciencias esotéricas.
Sobre todo le gustaba escuchar el aire conmovido por las parvadas
de ángeles que vuelan en las esferas cósmicas del neoplatonismo.
"Ahora cuéntame a Schopenhauer". Era lo mismo; en
él buscaba lo suyo: se complacía en las doctrinas orientales
que él había incorporado en su pensamiento. Creaba Gabriela
un tal ambiente de sobre naturalidad, que muchos caíamos arrebatados
en su vértigo mágico y empezábamos a explicarnos
las cosas como ella: no con hipótesis racionales sino con intuiciones
fantásticas.
"Por ejemplo, cuando se sentaba junto al balcón abierto
frente al mar de Veracruz a leer algunos de sus escritos dolorosos,
descompuesto el rostro, y se alzaban de pronto a mirarnos sus ojos
verdes cargados de relámpagos bajo las cejas agudamente arqueadas,
y su voz se detenía para dejar que se oyera el estrépito
del oleaje, uno intuía su dolor como esencialmente distinto
a las penas comunes, y se venía a la mente el recuerdo de aquellos
ángeles trágicos que, según afirman los hindúes,
cometieron un inconmensurable pecado contra el absoluto: el de existir...
malditos hasta que "apuren toda su copa de sufrimiento",
y sólo a trechos -en el sueño, en las "ausencias
mentales"- se les permite el alivio de recordar confusamente
la Patria perdida: se asoman al misterio del infinito por un instante,
de allí son arrancados luego y, cuando vuelven, no logran siquiera
balbucirlo, sólo les queda la nostalgia rabiosa. Gabriela insistía
en la memoria de otra Patria.
"Le entusiasmaban los mitos y afirmaba que ya estaba ella por
cumplir el ciclo de sus reencarnaciones y pronto iría a reposar
en el seno de Dios... más en cambio no esperaba el Nirvana
hindú sino el Paraíso cristiano...Nunca fue panteísta.
Siempre tuvo la noción de un Dios separado del universo, creador
y señor de todas las cosas. En su humildad se confundía
ella con el cosmos, por eso entendía todo, porque al cosmos
no lo identificaba con Dios... Gabriela siempre se conservó
fiel a si misma, diferente a todos, sin par. Cumplió el imperativo
de Nietzsche: "Llega a ser lo que eres". Ella llegó
a México a ser lo que era: una obra de arte; ¿cómo
extrañarse, pues, de la fascinación inexpresable con
que nos atraía?".
Recuerda Emma Godoy que cuando, a finales de 1924, decide cortar su
estancia para trasladarse a trabajar a Cuba, "cuando ella habló
de partir, se le rogó que permaneciera y se le entregó
una hacienda en cuya casona podría vivir apartada del movimiento
citadino. Y, como a pesar de todo, se empeñó en partir,
se la despidió con las máximas atenciones, cuatro mil
niños cantaron sus rondas en el Bosque de Chapultepec. Allí
empezó la compulsión de los viajes, aunque nunca dejaría
de volver a nosotros en diversas épocas de su vida. Ciertamente,
Gabriela en México adoptó la decidida creencia en un
orden metafísico que está más allá de
la envoltura fugaz que nos contiene. Por eso volvió siempre
sin dejar de residir en nuestro inconsciente colectivo por sus muchos
aciertos, y como un símbolo de la humildad, porque Gabriela
carecía por completo de vanidad, y jamás quiso permitirse
ni el más insignificante lujo, por eso llevaba en la cintura
el cordón de San Francisco. Cuando, después de recibir
el Premio Nobel, decide trabajar de cónsul de Chile en México,
en 1948, hasta se avergonzaba cuando le hablaban del Premio: "Eso
de Estocolmo", decía, para no nombrar el Nobel. En México,
más que en ningún otro país, si acaso sólo
en Chile, le renacía la compulsión viajera; cuando no
podía cambiar de ciudad cambiaba de hotel, los recorría
todos, se le instalaba en una mansión señorial o en
una hermosa hacienda. Nada. Iba y venia. "Patiloca" se calificaba
a sí misma. Su última estadía en México
fue a comienzos de los cincuenta. Todos sus amigos fuimos a verla
a Veracruz, donde llegó de la manera más inesperada:
resultó, entonces, que, viajando Gabriela desde Brasil a Estados
Unidos por mar, en el barco se malogró su salud. Indispuesta
frente a costas mexicanas, el Presidente Miguel Alemán, que
era su amigo, envió un avión-medico a rescatarla. Ya
recuperada, simplemente, decidió quedarse otro tiempo, no corto,
entre nosotros".
El Chofer de la Mistral en México.
¿Cómo vivió Gabriela su última residencia
en México? Quien lo narra es el profesor Rubén Vizcaíno
Valencia, Director de Extensión Cultural de la Universidad
Autónoma de Baja California, que la conoció entonces
y fue su chofer:
"Luego del revuelo por su rescate desde alta mar, ella venía
navegando desde Río de Janeiro cuando enfermó, y luego
de ser atendida por el médico que la fue a rescatar en un helicóptero
oficial, el Presidente Miguel Alemán, por insinuación
del pueblo, la invitó a quedarse aquí, en el lugar de
México que quisiera, durante el tiempo que dispusiera. Se pensó
que seguiría viaje a Nueva York, donde residía, pero
no, sin más, accedió a quedarse, y eligió precisamente
Veracruz, donde el Gobierno puso a su disposición la residencia
oficial en la Playa de Mocambo. Allí trabajé para Gabriela
Mistral, durante varias semanas y, absolutamente, por casualidad.
"En esa época yo vivía en el D.F. -continúa
el profesor Vizcaíno-, y trabajaba de chofer de un poeta refugiado
español republicano, Jaime Terradas, que había conocido
a Gabriela en España. El y su esposa decidieron ir a saludarla
a Veracruz y, por supuesto, yo debí manejar. El caso es que,
al llegar, ellos tenían muy serias dudas de ser recibidos,
porque, directamente, sin aviso, llegamos a la Playa de Mocambo. Eran
como las once de la mañana y, con gran alivio, nos recibió
de inmediato. Feliz de ver a los Terradas, aunque ella recibía
a quien quisiera verla: simplemente se sentaba en una de las espaciosas
salas y, a su alrededor, en otras tantas sillas, diversas gentes.
El caso es que Gabriela se quejó de que no había quién
les hiciera algunos servicios, a ella y sus dos amigas que la acompañaban:
Palma Guillén y María Dolores Arriaga, a quien Gabriela
llamaba "Lolita", dos maestras mexicanas de la misma edad
de Gabriela, fenomenales, que la acompañaban "oficialmente",
pero se conocían de la época de la Revolución;
trabajaban todo el día, entre risas y situaciones geniales.
Luego llegó Doris Dana, su actual albacea, que no hablaba una
gota de español. El caso es que no tenían un chofer
para sacarlas del apuro doméstico. Entonces la señora
Terradas, ante mi impresión, le dijo:
-No se preocupe. Le vamos a solucionar el problema. Aquí tiene
a Vizcaíno.
Y continuó su esposo: ¡Le dejaremos el automóvil
y a Vizcaíno! Para que pueda trasladarse más libremente.
Acepte, amiga, que ¿me negará usted que no ha necesitado,
por ejemplo, algo de la librería o la farmacia?
Y Gabriela replicó: -Es cierto que pensé en la necesidad
de aprovisionarme de cigarrillos...
Y el poeta Terradas insistía: -Querida Gabriela, acepte, que
así tiene a quien enviar de compras y la saque a tomar aire,
lejitos de los carros oficiales. ¿Acepta usted?
Al producirse un instante de silencio, a mi vez, le dije: - Con su
permiso, señora, soy persona de confianza, del mismo pueblo
donde nació el escritor Juan Rulfo. Puede usted decirme "Vizcaíno".
Estoy a sus órdenes. Y le prometo que no le faltarán
sus cigarros...
Y ella dijo:
-Bueno, Vizcaíno, si usted es de la tierra de mi amigo Juanito,
tiene desde ahora mi completa confianza.
Así fue como me quedé a su servicio, y lo que, en un
comienzo supuse que sería un par de días, duró
varias semanas. Fue un tiempo excepcional. Ese mismo día me
instalé "prestado" a Gabriela. Ella, de inmediato
me envió por periódicos, por café descafeinado
y algunas cosas de la farmacia. Dijo que, desafortunadamente, sus
cigarrillos se le habían acabado (fumaba Lucky sin filtro)
y no habían en México. Yo, le comenté:
-"Pero si aquí en Veracruz hay de todo. Se los traeré".
Fue una empresa terrible, porque no encontraba sus cigarrillos en
ninguna parte, y recorrí y recorrí buscándolos,
hasta que, al final, terminé comprándolos en un barco,
de contrabando. Gabriela me celebró mucho sus cigarrillos,
y digo con orgullo que nació de inmediato entre nosotros una
buena relación amistosa. Al otro día, muy temprano,
comencé a ser su sirviente, antes de carnaval."
"Tengo perfecto el recuerdo de su presencia -sigue el profesor
Vizcaíno-. Ella era austera consigo misma, cálida con
los demás, siempre peinada a lo "garcon", con su
mirada impregnada como de una sabiduría antigua y poderosa.
No comía carnes rojas, sólo frutas y verduras de la
estación con alguna carne blanca, y todos los mariscos posibles,
en especial el abulón o "loco" como lo nombran en
Chile. Le gustaba el café, y el sabor del vino dulce. Llegaba
mucha gente y ella escuchaba y hablaba en forma incansable; le gustaba
contar cuentos y a veces lo hacía hasta altas horas de la madrugada,
inundado de magia el oyente, y ella fumando cigarrillo tras cigarrillo;
fumaba hasta que ya no le quedaba más que cenizas en sus dedos.
Nunca vi que le molestara algo que otro hiciera en su presencia, y
sucedían cosas singularísimas por su disposición
para recibir, simplemente, a quien llegara. Porque iban innumerables
visitas, y a todo mundo recibía. Llegaban jóvenes editores
que le pedían poemas para sus revistas estudiantiles, y siempre
salían con algo concreto en sus manos. Le traían muchos
libros, y todos los hojeaba para luego guardarlos, escrupulosamente,
en uno de sus dos baúles antiguos que la acompañaban,
de rica madera pintada verde oscuro con su nombre grabado en placas
de cobre muy discretas, era todo su equipaje. Y no parecía
necesitar más para desenvolverse a la perfección en
el mundo.
"A la finca de Mocambo llegaban a saludarla artistas y políticos,
muchos reporteros mexicanos y extranjeros que querían su opinión
sobre todo tipo de sucesos. Iban personas anónimas, simplemente
del pueblo, con sus hijos: Gabriela tenia la cualidad de calmar, con
su sola presencia, a los niños, quienes, al verla se sentaban
automáticamente a sus pies; ella solía acurrucar a algún
pequeño que luego-luego se dormía.
"Yo estaba allí cuando llegó a visitarla Diego
Rivera, a quien la unía una estrecha amistad. Comenzaron a
hablar muy tranquilos y, repentinamente, se enfrascaron en una discusión
acerca del mayor indigenismo que se jactaban de poseer uno sobre otro.
Ambos eran imagen viva de la cultura indígena de América,
y ninguno era, aparentemente, un indio. Por cierto, se notaba que
su áspera discusión por ver quién había
hecho más por los indígenas era una especie de juego
antiguo entre ellos que, a ratos, se hacía más y más
agresivo.
"-Que yo he defendido a los indios en Europa" -decía
Gabriela-, "y tú solo los has defendido aquí mismo,
en América, ¡qué chiste! ¡Yo he tenido que
defenderlos en España!"
Y Rivera se ufanaba de haber rescatado la historia indígena
para el arte moderno. Y la discusión se acaloraba hasta que
este dijo:
"-¡Te reto formalmente a que me demuestres que eres más
indígena que yo!"
"-¿Cómo quieres que lo haga? -respondió
Gabriela.
"-¡Así!" -exclamó Rivera. Y acto seguido:
se abrió el cinturón, se desfajó los pantalones
y enseñó una nalga indicando su mancha lumbar-. "Como
sabes, Gabriela, todos los indios tenemos una mancha lumbar. Y aquí
está la mía. ¡Ahora muestra la tuya!"
De inmediato, Gabriela estalló en carcajadas, le dio un verdadero
ataque de risa. No dejaba de reír, cuando le tuve que anunciar
que había llegado el embajador de Suecia con una comitiva.
Fue una situación muy graciosa, porque, durante los momentos
que siguieron, Gabriela no soportaba la risa cada vez que miraba a
Rivera, que luego se puso muy propio, mientras recibían la
flemática conversación diplomática tan circunspecta.
La maestra fue muy amiga de Rivera y de Frida Kahlo: ambos llegaron
a despedirla la noche de su última estancia en México,
así como José Vasconcelos, Alfonso Reyes, el matrimonio
Terrada, Guadalupe Amor y Neruda, que mantenía un affaire histórico
con "Pita", a quien Rivera había pintado desnuda,
lo que causaba mucha gracia a la divina Gabriela... Frida Kahlo estaba
radiante, uno se olvidaba que estaba en su silla de ruedas, eran muy
bonitas sus facciones e irradiaba gran fortaleza. La despedida de
México de la maestra Gabriela fue mágica; con el amanecer,
cuando fuimos a dejarla al muelle luego de una cena que se prolongó
toda la noche, en que se habló, cantó y practicó,
por sobre todo, el arte del buen humor, los que allí estuvimos
éramos, sin duda, mejores".
Narra el profesor Vizcaíno que la escritora era, en especial,
cálida con los jóvenes artistas que llegaban: "Cierto
día llegó a saludarla un joven poeta. Le llevaba a la
maestra Gabriela un quetzal disecado, detenido con sus patitas en
una rama, con su enorme cola, magnífico. Cuando la vio, antes
de entrar a la sala en que ella estaba, exclamó con un grito:
"¡Divina Maestra!", y abrió los brazos con
la intención de correr hacia ella y abrazarla, con tan mala
suerte que, al hacer el súbito gesto, pasó a golpear
el quetzal contra algo, volando el ave disecada y aterrizando más
allá con el ala rota, quebrado... al ver lo que había
hecho, el poeta, desconsolado sin más se puso a llorar. Y ella
se acercó a él y lo consoló con palmaditas en
la cabeza y en la espalda, como a un niño. Y así se
estuvo mucho rato con el joven poeta, teniéndolo abrazado,
a su lado, consolándolo.
"Llegaban a verla los maestros de las escuelas rurales cercanas,
tal cual ella habla sido. Le pedían innumerables consejos;
ella era, desde los años 20, una figura importante para los
maestros, convirtiéndose ya en esa época en el prototipo
del talento educador. Fue ella la sensibilidad preclara de los Maestros
Misioneros. Por decir así, había enseñado a los
educadores de la niñez mexicana, en los que había dejado
la impronta de su sensibilidad. O sea, su última residencia
en México era un acontecimiento, y toda Veracruz se enorgullecía
de que eligiera la ciudad para vivir; eso lo pude medir esos días,
cuando llegó el carnaval. En Mocambo, Palma y Lolita enseñaban
a Doris cómo debía atender a la maestra, los innumerables
detalles que ocupan a una secretaria, desde tenerle siempre a mano
sus lápices y cuadernos hasta recordarle que debía comer,
porque ella era absolutamente despegada de las cosas rutinarias. Lolita
cocinaba platos mexicanos, que le encantaban a Gabriela. Yo me ocupaba
de las puertas, anunciar las visitas, y de manejar. De inmediato la
maestra Gabriela confió en mi y me hizo, sin dudas, mejor.
Ella estaba todo el tiempo escribiendo o corrigiendo lo escrito. No
le gustaba escribir en cuarto cerrado: cuando despertaba, lo primero
que hacía era ordenar que abriera todas las ventanas y puertas.
Y yo así lo hacía.
"En esos días escribió un texto de su obra mexicana
que, en lo personal, me parece fundamental en su labor: "La palabra
maldita", su defensa a los intelectuales que, por haber firmado
la famosa declaración de Estocolmo contra la "guerra fría",
sufrían la persecución de sus gobiernos. En el texto
defiende la paz para condenar la ofensiva contra los derechos humanos.
No es a una paz abstracta a la que se refiere: habla específicamente
de personas que son víctimas de abusos por su posición
antitética, a quienes anima a resistir. Sin embargo, su planteamiento
no es estrictamente político, sino ético, humanista,
y, en última instancia, religioso. Un día las llevé
a Jalapa, donde la invitaron unos maestros: para esa ocasión
escribió "Inauguración de una Biblioteca Veracruzana",
donde dice que una biblioteca es similar a un campo de guerrillas,
porque las ideas luchan a todo su gusto. Cuando se inició el
carnaval, el Gobernador llegó a invitarla para ver pasar las
comparsas, fuimos y terminamos con la maestra muerta de la risa y
sin el Gobernador, desfilando en un carro alegórico, junto
a Palma, Lolita y Doris Dana.
"La maestra Gabriela siempre se veía radiante, a pesar
de la severidad con que vestía sin adorno alguno -continúa
el profesor Vizcaíno-. ¿Sabes que a su edad era aún
atractiva? Debió ser muy bella en su juventud. No era una mujer
fea, para nada. Tenia unos ojos preciosos, verdes, y no se veía
avejentada; tenía armonía en sus rasgos, en su rostro,
en sus manos de campesina, y caminaba muy erguida. Luego que desfilamos
en Carnaval, decidió que saliéramos a andar, simplemente,
entre la gente que vivía el carnaval, y que en Veracruz es
una locura. En la fiesta callejera, se quedaba, a ratos, extasiada
viendo cómo se divertía la gente. Alguien le había
regalado un gran manojo de globos con helio y ella, en un acto muy
gracioso, se los ató a su cinturón. Y no se los quitó:
así caminó entre las personas, envuelta en globos. Era
impresionante ver cómo, entre el jolgorio popular, todo el
mundo le hacia camino naturalmente; todos la reconocían, y
de inmediato la aplaudían... En Veracruz, esos días,
todos hablaban de ella; era la estrella del carnaval. Todos gritaban
en la calle su nombre al verla pasar, pero nadie la molestaba... la
única vez que vi lágrimas en sus ojos fue cuando una
comitiva del carnaval llegó a saludarla a Mocambo en una carroza
en que iban varias maestras del Estado recitando sus poemas y niños
cantando sus rondas, lo que la emocionó mucho.
"Le gustaba ir al malecón, simplemente a caminar a la
orilla del mar. Se quedaba a ratos silenciosa, pero no nostálgica,
nunca estaba triste. Siempre se veía entusiasmada, le encantaba
escuchar a los demás y jamás se mostraba aburrida. En
esos días del carnaval, me dijo que podía salir de noche
y que no me preocupara del desayuno. Al otro día me decía:
"-Dígame Vizcaíno, ¿qué hizo anoche?"
"-Fui a echarme unas cervezas" -respondía.
"-No, pero antes de eso, cuénteme, ¿qué
vio?" -decía ella.
"-Fui a caminar" -le respondía. Y seguía preguntándome.
"-¿Cómo estaba la alegría de la gente? ¿Conoció
a alguien? Porque debió hablar con alguien. ¿Qué
dice la gente? ¿Qué conversaron?" -y así
seguía-. "¿Qué disfraces llamaron su atención?
¿Qué comió?"... y así... yo a veces
le contaba historias que ella celebraba con gran regocijo, su risa
era muy contagiosa ¿sabes?. Era una mujer muy dulce, y su imagen
de seriedad absoluta con que se la retrata no corresponde a la realidad.
"Le gustaba ver de noche los barcos iluminados mecerse en el
mar; pero ella se decía "de tierra adentro"; acariciaba
los árboles, le gustaban todas las plantas, pero en especial
los árboles. En ocasiones las sacaba en el carro y guiados
por ella nos enseñaba las calles de los alrededores del puerto;
cierto día me pidió enfilar por una gran arboleda, y
dijo:
-¿Saben que en la época de Vasconcelos yo acompañé
a los niños de Veracruz para que sembraran estos árboles?
En esos años eran sólo una ramita, y ahora ¡qué
fuertes se ven!.
"Es cierto que tenía una manera muy bella de ser. Irradiaba
esa luz de la sabiduría, creo yo. Tenía otra particularidad:
conversaba con varias personas de diversos temas al unísono,
concediendo a cada invitado unos minutos antes de seguir conversando
otra cosa con otro allí presente, rotando la conversación
y volviendo con exactitud al punto en que se había quedado
con cada persona, así el tema no tuviese nada que ver con lo
que conversaba antes; y, mientras con uno hablaba de pintura, con
otro lo hacía de política y luego daba consejos a algún
joven... era formidable en ese aspecto. Yo recuerdo haber leído
que Napoleón era capaz de dictar seis cartas a seis secretarias
distintas al mismo tiempo. La maestra Mistral era capaz de esa simultaneidad,
sin desatender a nadie: mientras hablaba con uno, delicadamente, seguía
como hablando con todos con la mirada; ella matizaba sus ideas, los
sentimientos, sus juicios con la mirada, era como si las cosas fueran
confirmadas por sus ojos, porque siempre transmitía un estado
de ánimo positivo. Era muy singular, no se parecía a
las mujeres comunes. Nunca daba la apariencia de ser una mujer moderna,
ni de ser una mujer liberada; tampoco se percibía la impresión
de estar frente a una intelectual; usaba grandes zapatones, de los
que se acostumbran para andar en las tierras áridas, tenía
sólo dos pares de ellos, iguales, que yo cada mañana
le lustraba escrupulosamente; era alta, gruesa, monjil, pero me imagino
que como son los monjes orientales: tenía una sencillez de
esas en que la sabiduría no despierta escándalo; parecía
que apagara la forma con su manera humilde exenta de toda vanidad;
no usaba una sola joya, y de maquillaje apenas solía polvearse
muy levemente; le gustaban los jabones de sándalo.
"Era increíblemente dueña de sí misma -sigue
el profesor Vizcaíno-, eso era lo que te partía... era
tan ella misma, con una individualidad que se notaba construida durante
una vida de lucha, de reflexión. Se notaba su señorío
antiguo, de siempre; algo así era lo que expresaba con su serenidad.
Cuando hablaba a un grupo lo hacía siempre reposadamente, de
pronto se quedaba con sus ojos semi cerrados durante unos minutos,
silenciosa, mientras los demás seguían conversando entre
ellos, aunque nunca daba la impresión de estar ausente, sólo
se quedaba así, inmóvil, como descansando en sí
misma. Nadie se atrevía a perturbarla entonces.
En su trato familiar, si se puede decir así, que era el que
daba a Palma, Lolita y Doris y me confirió a mí, sin
conocerme, ella jamás se enojaba. Se levantaba muy temprano
y, con su cuerpo vuelto al sol, permanecía cada mañana
varios minutos con las palmas abiertas al astro, con sus ojos cerrados;
desayunaba bien, y luego, todo el día, trabajaba o recibía
gente, sin dar muestras de agotamiento. Su correspondencia cada día
era más, y en la noche se daba tiempo para leerla, así
como periódicos y revistas de todo el mundo que recibía
donde se hablaba de ella, cosa a la que la maestra no daba la menor
importancia. Siempre estaba atenta a todo lo que ocurría a
su alrededor, y era común verla redactando una enérgica
nota apoyando una causa injusta en un país lejano. Tenía
fuerzas para compartir con todo el mundo. Un día le pregunté
que de dónde sacaba tanta energía, y respondió
que "de la Biblia y del sol"; ésta última,
dijo, era una práctica budista, religión que Gabriela
practicó en su juventud. Narraba que en una ocasión
fue recibida por el Papa, y que había estado a solas con él,
y que los ojos del Papa, cómo la había visto, esa mirada
la devolvió definitivamente al catolicismo. Todos saben que
la fuerte intercesión del Papa Pío XII por los indígenas
del mundo, se debió a la influencia que éste, a su vez,
recibió de Gabriela, quien fue a Roma especialmente a pedirle
por sus "indiecitos".
"A mí me hizo leer los "Salmos" de David.
Tenía ella a David por el primer poeta de la historia. A veces
decía su poesía tal cual se conversa, y era conmovedor
oírla, con su voz profunda de mujer. Palma Guillén,
a quien dedicó su libro "Lagar", solía imitarla
y ella parecía morirse de la risa. A Palma un día se
le ocurrió que había que llevar a la maestra Gabriela
en una excursión por las montañas, con la idea de que
tomara aire fresco y preparar su corazón para que subiera al
Distrito Federal, donde la reclamaban y ella esperaba ir para saludar
personalmente a sus amigos y al Presidente, Alemán, con quien
la unía una cálida amistad y, hasta ese momento, sólo
se comunicaban por teléfono. Así que las llevé
en el carro, enfilando hacia Jalapa. Al llegar, decidieron pasar a
tomar algo al restaurante del Hotel Salmón, pero, al momento
de entrar, Palma descubrió al Gobernador que se encontraba
allí rodeado de personalidades locales. Le susurró algo
a Gabriela y ésta, de inmediato, dijo: -¡Vámonos!.
"Ya en el carro, comentó que se sentía muy comprometida
con la amabilidad del Gobernador, pero que a Palma la aburría
la oficialidad. Y así era. Palma Guillén era por sí
misma una mujer singular; muy ingeniosa; Lolita Arriaga era más
sobria, con su propio sentido del humor; ambas eran tratadas por la
maestra con suma familiaridad; siempre se veía divertida con
ellas. Me hizo parar en una pulquería y compramos mezcal para
nosotros y vino dulce para la maestra, quien ordenó que enfiláramos
hacia Coatepec, cruzando una cadena montañosa bellísima,
sembrada de cítricos, aguacate y mango. Ella decía que
uno de los mejores sabores que existían era el del mango con
vino dulce. Coatepec tiene sus calles empedradas, con sus casas amuralladas
de rosas. En el pueblo había trabajado ella décadas
antes junto a los Maestros Misioneros, y estaba encantada de volver.
"Indicó que la llevara a una casa de antiguos amigos suyos.
Cuando la maestra Gabriela fue anunciada, salió a recibirla
una familia numerosísima, estaban todos emocionados por la
sorpresiva visita; la tocaban y la besaban. Esta familia exportaba
orquídeas y gardenias a USA. Tenían una casa gigantesca.
En un invernadero vimos racimos y racimos de orquídeas, de
innumerables variedades. Ella se perdió entre las flores, tactándolas
con enorme dulzura, rozándolas con su rostro; se convirtió
como en un niño, y Doris debió guiarla para que saliera
del bosque de orquídeas. Los anfitriones nos siguieron conduciendo
y vimos que había guajolotes reales, faisanes bellísimos,
gallinas enanas de Oceanía, jaulas enormes con pájaros
exóticos, unos venados; era un pequeño zoológico.
"Todos admirábamos lo que veíamos cuando, en una
fracción de segundo, irrumpió el rugido espantoso de
un puma que se abalanzó desde dentro de su jaula, justo al
lado de la maestra Gabriela: ella dio un salto enorme, literalmente
se elevó por los aires, fue espectacular; el rugido del puma
la asustó de tal manera que la hizo, en verdad, volar. Impresionados
la miramos cómo, al instante, le vino uno de sus ataques de
risa con que enfrentaba las situaciones inesperadas, risa que contagiaba
a todos. Luego nos preocupamos porque se suponía que ella estaba
en recuperación, pero lo había tomado de la mejor forma
y nos tranquilizaba, mientras recordaba entre risas; estar con ella
era un jolgorio. De vuelta, las llevé a un sitio a cenar, en
Veracruz, donde se nos acercaron unos músicos y todos cantamos
canciones mexicanas en que predomina ese sentido de irrespetuosidad
a la muerte, que la maestra Gabriela festejaba mucho. Le cantábamos
a viva voz y ella a ratos se nos unía, contentísima."
Afirma el profesor Vizcaíno que la Mistral en absoluto tenía
miedo a la muerte, "y, en eso, era muy mexicana; ese desenfado
libre de ataduras con el más allá con que se movió
por la vida fue lo que la acercó tanto al alma de mis paisanos,
porque Gabriela era una super estrella en México veinte años
antes de recibir el Premio Nobel. Aquí pasó por los
lugares igual que un tren: despertando a las gentes".
La Extranjera.
Hija de Jerónimo Godoy y de Petronila Alcayaga, Lucila (el
nombre primero de Gabriela) debe sus primeras letras a su hermana
Emelina, una joven profesora rural que la inscribe luego en la escuelita
de Vicuña en el valle del Elqui; la directora, Adelaida Olivares
era ciega, y se hacía llevar de la mano de la pequeña
Lucila como de un lazarillo. Así, el primer oficio de Gabriela
es tan humilde que podía desempeñarlo un perro. A los
13 años trabaja acompañando a su hermana como ayudante
de clases en las escuelitas del valle; al mismo tiempo comienza a
publicar en los periódicos locales "La voz del Elqui"
y "La hoja coquimbana": relata doña Petronila que
cuando su hija no estaba escribiendo, se entretenía en el campo,
en extrañas conversaciones con los árboles y las piedras,
con los pájaros y las flores, con la hierba, con el viento.
¿Después de todo no le quitaría al viento el
nombre de "Mistral"?
A los 15 años pretendió regularizar sus estudios en
la Escuela Normal de La Serena, pero fue rechazada cuando se sabe
que era la autora de esos artículos "demasiado liberales"
que aparecían publicados de vez en cuando, y que habían
llamado la atención de la gente del valle. Entonces, decide
viajar a Santiago a rendir un examen de madurez ante el Ministerio
de Educación: en un alarde rinde toda la prueba de ciencias
naturales... en verso. Y obtiene su título de maestra normalista,
dejando, para siempre su pueblo natal de Montegrande, el único
lugar donde declaró ser dichosa, "y ya no lo fui nunca
más".
En Santiago desafió a la sociedad de su época temprana,
con sus ideas educativas revolucionarias, con su exótica vestimenta
austera, con su desenfadada costumbre de fumar en público cuando
ninguna mujer lo hacía; se ubicó de inmediato como símbolo
del poder mágico del verbo. Por eso siempre la rodearon sólo
amistades fugaces, vivió carente de familia; era, como los
profetas, un ser aislado que siendo de todos no pertenecía
a nadie. Gabriela no rozaba con sus manos la ambición, y es
claro que fue singular por esta rara condición. No soportaba
objetos ni joyas, jamás coleccionó cosa alguna, y cuando
los maestros de Cuba le regalan orquídea de brillantes y prendedor
de oro, de inmediato los dona a "los niños de la escuela"
(que lleva su nombre en la isla). Cuando en México alguien
le pregunta si era verdad que el gobierno le pagaba en oro, responde:
"Y yo qué voy a hacer con oro?". La cantidad estimable
de dinero que le dieron con su Premio Nobel, lo invirtió en
una casa en Santa Bárbara, California, en la que casi no vivió.
La Mistral nunca rindió culto al dinero. Como refieren Vasconcelos
y Lolita Arriaga, en su primera visita a México vive con el
sueldo de un maestro. A partir de 1926 el gobierno de Chile le otorgó
una jubilación como maestra y luego la nombra cónsul
vitalicio de libre elección, con lo que ya no tendría
inconveniente para radicarse donde quisiera, retornando a México,
cada vez que lo hizo, solo con sus medios. Ella llegó al país,
cada vez que volvió, nada más que buscando la compañía
humana.
Gabriela Mistral publicó solo cinco libros: "Desolación"
(Nueva York, 1922); "Ternura" (Madrid, 1924); "Tala"
(Buenos Aires, 1938); "Lagar" (Santiago, 1954), además
de su selección de escritos "Lecturas para mujeres"
que hubo de publicar en México en 1923, y que había
de convertirse en texto inmediato para los maestros rurales, por ser
una especie de antología unida a cuentos y poemas de un alto
vuelo. De este libro dice Juan José Arreola (a Emmanuel Carballo):
"En esta obra que nos dejó Gabriela conocí un poema
admirable de Julio Torri... También un texto de Francisco Monterde,
al que le debo muchísimas enseñanzas... Allí
venían también poemas de Ada Negri... "Lecturas
para mujeres" de Gabriela Mistral es una de las bases de mi cultura
literaria".
En la Introducción a “Lecturas para mujeres” citada antes,
Palma Guillén escribe: “Gabriela Mistral iba a los pueblos.
Adoraba a la gente del campo y en seguida se entendía con ella.
Hablaba con los maestros, los veía trabajar; hacía para
ellos pláticas y conferencias sobre el sentido de la enseñanza,
sobre los fines que se perseguían en las nuevas escuelas, sobre
el material escolar, sobre la enseñanza de la Geografía
y de la Historia, sobre los libros auxiliares, sobre los libros para
los niños y para los jóvenes, sobre el uso de las bibliotecas,
sobre la cultura necesaria al maestro y a la mujer, sobre su país
tan lejano, y, sin embargo, tan semejante al nuestro. Amó a
México, con un amor hecho de conocimiento y de esperanza: mejor
propagandista y mejor defensor no ha tenido México ni de dentro
ni de fuera. El nombre de México, más tarde, estaba
siempre en sus labios. El recuerdo de México, después
de su paso por nuestra tierra, va y viene constantemente en sus poesías.
Supo de nuestro país tanto como nosotros mismos y, acaso, más
que muchos. La gente en los pueblos o en las ciudades acudía
a. oírla y la oía con verdadera religiosidad. Ella era
muy intuitiva y se daba cuenta inmediatamente de su auditorio, así
es que sabía encontrar siempre el tono justo para que cualquier
tema se volviera interesante y asequible. Visitaba mercados y talleres;
hablaba con los maestros, con los obreros y sobre todo con las mujeres.
Todo el mundo la quería. Cuando murió, de muchos de
esos pueblos recibí yo cartas de pésame de personas
que, 35 años antes, la habían conocido y que me escribieron
a mí porque no sabían si ella tenía aún
familia. Pero a pesar de que Gabriela trabajó mucho en México
y de que hizo todo lo posible por identificarse con nosotros y por
sernos útil, algunos maestros -más bien algunas maestras-
y también algunos escritores de la Capital (no hay que olvidar
que nosotros somos muy nacionalistas) se sintieron disgustados, disminuidos
y hasta ofendidos por el hecho de que una "extranjera" hubiera
sido llamada a trabajar a México. Hubo, personas que empezaron
a hacer críticas y comentarios malévolos. -"...¿Qué
venía a enseñar, que no supiéramos ya, esa 'extranjera'?
¿Qué novedades había traído? Aquí
había muchos buenos maestros y cualquiera de ellos podría
hacer en la provincia lo que hacía Gabriela..." Luego,
Vasconcelos decidió ponerle el nombre de Gabriela Mistral a
una escuela nueva que iba a abrirse, a una Escuela Hogar, puesto que
la educación de la mujer y de la madre le importaban tanto
a la educadora chilena"... ¿El nombre de una 'extranjera'
y de una persona aun en vida, a una escuela de México?"
La ola se fue envenenando y se volvió negrura y fetidez cuando
se supo que Ignacio Asúnsolo estaba haciendo su estatua para
ponerla en el patio de la escuela... "¿Estatua a una persona
en vida? ¿Qué se glorificaba en ella? ¿Qué
había hecho de tan extraordinario aquella mujer? Yo hice lo
que pude porque Gabriela no se enterara de esas miserias. La sabía
unida espiritualmente a México, sabía cómo quería
ella a nuestro país, con qué admiración y con
qué entusiasmo vivía entre nosotros y la alegría
que tenía cada mañana al ver el cielo de México.
Pero, naturalmente, se enteró y, llena de dolor, decidió
irse en el acto. La invitación que tenía para trabajar
en México terminaba en noviembre de 1924 con el período
de Obregón; pero ella no quiso esperar el fin del año.
Estaba trabajando desde hacía más de un año en
la selección de estas "Lecturas para Mujeres" y que
ella quería que fuera un libro complementario para las alumnas
de su escuela. Terminó rápidamente la selección
y escribió la Introducción -esta Introducción
en la que se siente su herida-, encabezándola con el subtítulo
Palabras de la extranjera. Yo sé bien lo que le dolió
sentirse "la extranjera", llamarse a sí misma "la
extranjera" en este país que amó tanto como al
suyo y del que quería ante todo ser amada. La Introducción
escrita por ella es una admirable presentación y exposición
del libro en la que Gabriela desarrolla, sus ideas acerca de la educación
en general y acerca de la educación de la mujer en particular;
pero es también una respuesta llena de dignidad, a las críticas
y a las ofensas que le hicieron, En ella casi se excusa de haber venido
a trabajar entre nosotros y para nosotros -ella que, dentro de su
hispanoamericanismo verdadero y total, soñó siempre
con una América Latina sin fronteras en la que el pensamiento
y el trabajo pudieran circular libremente para bien y alegría
de todos. Firma con las palabras La Recopiladora, sin poner su nombre,
para disminuirse como la disminuían y para quitarle importancia
a la obra en la que la décima parte, cuando menos, del material
tan novedoso como bien escogido está formado por textos suyos,
escritos muchos especialmente para este libro”.
Lo cierto es que la obra mexicana de la Mistral, ésta la publicaría
indistintamente en diarios y revistas de toda América, incluyéndose,
generalmente, como parte de su oficio periodístico; era un
"costado" (tal cual diría ella) de su tarea, como
consideraba a sus escritos en general, porque, en realidad, nunca
pensó en publicar un solo libro, o sea, estuvo toda su vida
escribiendo sin pensar en una unidad, como para un libro determinado.
Para ella publicar no era importante; los libros que dio a luz fueron
meros accidentes. Al parecer, Gabriela escribía y rescribía
un libro infinito, iniciado sin final posible. Los originales de sus
escritos están esparcidos en toda América y Europa.
En la serie de conferencias que dictó presidiendo la Comisión
del Cine en Roma, se hizo popular que terminara como siempre abandonando
el escrito que trazaba para hablar, y con el público disputándoselo
sin disimulo. En su legado literario que permanece inédito,
celosamente custodiado en la Biblioteca del Congreso Norteamericano,
en Washington, que consiste en decenas de miles de manuscritos, más
su correspondencia, en que se incluye la que sostuvo con mexicanos
ilustres como Lázaro Cárdenas, Miguel Alemán,
Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Diego Rivera, Alfonso Caso,
Carlos Pellicer, Octavio Paz... se pueden leer hasta 17 versiones
de un solo poema, y, absolutamente en cada versión, hay al
final una nota: "en trabajo". De lo cual es fácil
deducir que ella nunca pensó en escribir un libro sobre México,
pero siempre escribía del país. Uno de sus textos, que
seria profética suerte de su vida, es "La extranjera":
"Habla con dejo de sus mares bárbaros,
con no sé qué algas y no sé qué
arenas;
reza oración a Dios sin bulto y peso,
envejecida como si muriera.
En huerto nuestro que nos hizo extraño,
ha puesto cactos y zarpadas hierbas.
Alienta del resuello del desierto
y ha amado con pasión de que blanquea,
que nunca cuenta y que si nos contase
sería como el mapa de otra estrella.
Vivirá entre nosotros ochenta años,
pero siempre será como si llega,
hablando lengua que jadea y gime
y que le entienden sólo bestezuelas.
Y va a morirse en medio de nosotros,
en una noche en la que más padezca,
con sólo su destino por almohada,
de una muerte callada y extranjera".
Para Octavio Paz, Gabriela Mistral es la escritora "de los misterios
cotidianos". El poeta Nobel mexicano, en 1990, en su texto "El
Pan, la Sal y la Piedra", dice: "El paisaje de Gabriela
tiene una antigüedad sin fechas. Su emblema central es la piedra,
que es Sol pétreo ya frío, tiempo hecho materia dura
y musgo verde, promesa de resurrección. La piedra es monolito
precolombino, linde entre el desierto y el campo cultivado, iglesia
y altar...
"Uno de los signos de la verdadera poesía es la presencia
de la prosa en el verso -dice Paz-. Quiero decir: en ciertos momentos
privilegiados, sin cesar de ser música verbal, el verso adquiere
una densidad que lo lleva a no disiparse en el aire, sino a caer,
como una suerte de hermosa fatalidad, para enterrarse y fructificar.
Es la ley de la gravedad espiritual de la poesía. Algunos poemas
de Gabriela Mistral, los mejores, son una inmejorable ilustración
de esta ley. Esta rara cualidad se debe, como ya dije, a que 'fue
uno de los pocos poetas de nuestra lengua que recogieron y prolongaron
la tradición bíblica. En esa tradición la realidad
más real está impregnada de religiosidad y las cosas
más santas son también las cosas diarias. En sus poemas
la vida de todos los días es una liturgia y los alimentos mismos
-el pan y la leche, el agua y la carne, el azúcar y el aceite-
se vuelven sacramentos", termina Paz.
Es ciertamente notable la liturgia mágica ésta nuestra
de cada día que cantó Gabriela, este fruto del bueno
tan lejos del malo. De allí la variedad de temas que accede
con toda la potencia elegíaca mistraliana, tan prodigiosa como
la voz secreta de Quetzalcóatl o el maíz sin origen,
tan rica en matices... ella decía que su obra, como su persona,
era "un batido difícil de entender". Sin embargo,
en sus escritos a México hay claramente una melodía
única, es cierto, están los motivos recurrentes a que
hizo acopio en sus escritos: el amor, la muerte, el erotismo implícito
a la naturaleza terrenal, la condición de la mujer, el campesinado,
Dios, niños, la amistad, el desarraigo, la estética
literaria, su pensamiento educacional revoloteando en todo su trance
literario, surgiendo como armonía pura, profunda y seria, son
formas potentes como su alma, tal cual inmensa cantata. Nunca se lee
en estos textos el tono falso del halago, sino el rigor inmediato
cuyo sello es la verdad.
Descubriéndonos presencia vívida animada tanto por el
esfuerzo diario como por los relieves de nuestra vida de cada día,
lleno de cosas a las que su visión poética insufló
vida como nunca antes, ni después, escritor extranjero ha hecho
en México. El de ella es un punto de referencia, un acto de
fe, un pequeño milagro ocurrido alrededor del Templo Mayor,
que la mujer corrió sin aliento en la alegría esa suya
de vivir.
De esta "diaria visita del sol" como llama Octavio Paz a
la Mistral, nombrándola: "soliloquio del viento por las
calles", "luna en la azotea", "la mesa para la
comida en común, el mantel inmaculado, los platos y los vasos,
el pan, la sal y la jarra de agua." De esta Gabriela nuestra
del México de cada día, de su vida toda en el país
fue impregnando el papel. Porque, se sabe, donde estuvo se hizo como
es la vida común, de aquí la diversidad de sus orillas.
Porque lo que unió a Gabriela Mistral con México fue
algo natural, algo así como un relámpago, como un haz
de luz que tiene hálito propio. Vivió en el país
a gusto. Cuando ella se devuelve a la distancia en Nueva York, asistida
por Doris Dana, en una carpeta cruzada por una cinta verde, entre
otros atados de escritos, guardaba los textos y poemas a México
que quizás si pensó en enviarlos a alguien. Publicados
a lo largo de su vida, en ellos se refiere a sus amigos, como Amado
Alonso; habla de figuras de la conquista que influyeron en el país,
como Vasco de Quiroga y Fray Bartolomé de las Casas; habla
de Sor Juana Inés de la Cruz. Se encontró junto a ella
su "Recado para Michoacán", donde dice: "Yo
dormí en tantas casas que no puedo contarlas". Se encontró
su "Himno al árbol", que dedicara a José
Vasconcelos. Y el prólogo que escribió para el libro
"Canciones" de Jaime Torres Bodet. Así como
una breve selección de rondas que hizo para los niños
mexicanos, junto a escritos que hablan de las grutas de Cacohuamilpa,
y de las jícaras de Uruapan, de la palmera, del órgano.
También guardaba dos de sus poemas fundamentales: "El
Maíz" ("eternidades van, eternidades vienen"),
que escribió como alusión al fresco "Fecundación"
de Diego Rivera; y "Sol de Trópico", que escribió
sentada a los pies de la Pirámide del Sol, cuando enseñaba
a leer en el pueblito San Juan de Teotihuacán. También
estaba en ese manojo "Envío", donde canta
al paisaje de Anáhuac, "suave amor eterno", al que
bendice "¡por Netzahualcóyotl y por Salomón!".
Nos dice el profesor Rubén Vizcaíno Valencia: "Cuando
salió editado su Recado Sobre Michoacán, por
ejemplo, el gobernador mismo del estado se ocupó de publicar
miles de ejemplares del escrito para promover su zona, en la cual
la maestra trabajó y creó escuelas. Lo mismo hacían
las autoridades de los otros estados en que ella decidió trabajar;
por eso varias escuelas mexicanas llevan su nombre. Su correspondencia
era increíble, yo le llegué a llevar en Veracruz dos
cajones grandes repletos de cartas, diarios, paquetes de libros...
varias veces a la semana. Lo fantástico es que siendo como
dije: una super estrella en la época, era la persona más
aterrizada que existe. Por eso fue una voz señera en el tiempo
que vivió -termina."
Es profunda la huella que a su paso dejó la magnífica
errante. Los éxitos de un latino fuera de la América
española nos conmueven de una manera particular. No sin razón:
presenta nuestros propios caracteres, no obedece a otras influencias
y cada uno se hace partícipe suyo, porque ofrece una imagen
que estimula el poder de la raza, mas si, como en el caso de la Mistral,
proviene del pueblo. Y gloriábase de ello. Se decía,
un tanto exageradamente, “india”, y eso conmovía. Por eso la
gente de América leía con orgullo las noticias del cable
que comentaban el tratamiento especial que se le brindó en
los dos hemisferios. Ella aprendió en la Ciudad de México
a caminar por las grandes ciudades con una sensación de seguridad,
como quien camina por un huerto. En México inició su
vida errante. Después la vagabunda se fue por el Viejo y el
Nuevo Mundo, de una en otra ciudad, de paso. Ya siempre se dirá
que acaba de llegar o que mañana partirá. No echó
raíces nunca.
“¿Para que quiero yo, ahora, un Premio Nobel?”
Los escritores del siglo XX, junto a la Mistral, resultan
unos sedentarios. Así es como luego de Chile y México,
reside en Cuba y Puerto Rico, viaja a Europa y la recorre desde España
y Francia. Regresa a América, vuelve a México, va a
Centroamérica, sigue hasta Argentina y vive un corto tiempo
en Chile. Regresa a Europa, se establece en Roma, a cargo del Instituto
Cinematográfico Educativo, nombrada por la entonces Liga de
las Naciones, hoy Naciones Unidas, donde en 1928 el amor se cruza
en su camino. Un secreto compartido solo por pocos, entre quienes
estaban sus amigas Palma Guillén y María Dolores "Lolita"
Arriaga, las maestras mexicanas que nunca la dejaron sola, y la acompañan
también en París, donde Gabriela, en 1929, es madre
de Juan Miguel Godoy, al que llamaba Yin-Yin en honor al hombre
que amó fugazmente. La situación, que nunca permaneció
completamente oculta porque "los maestros que éramos sus
amigos sabíamos que Gabriela era la madre de Yin-Yin.
En la clínica Notre Dame de París, donde fue atendida,
llegamos a acompañarla junto a Palma Guillén -afirma
la maestra María Dolores Lolita Arriaga, en parte de una entrevista
concedida al autor en 1987 y publicada en el Suplemento "Sábado"
de UnoMásUno de México, y sigue:
-"Trabajé con ella todos los años de su primera
estancia y nunca dejé de asistirla cada vez que volvió;
fue mi amiga más cercana. Se puede pensar que una mujer de
su estatura tiene poco tiempo para conservar sus amistades, pero no
ella. Siempre fui igual de trato amable y concentrado en el oficio;
mis hijos la adoraban y mi marido siempre estuvo dispuesto para soportar
mis largas estadías fuera de mi hogar acompañándola.
Al igual que había sido en 1921, en 1929, a través de
José Vasconcelos se me encomendó viajar a París
para trabajar junto a la maestra Mistral en un proyecto que ella debía
presentar al gobierno mexicano, se trataba de las revisiones finales
de la Ley del profesorado, que incluía reformas muy positivas
para los maestros rurales y la legalización de tierras que
ocupaban las escuelas públicas. Digamos que ella nunca dejó
de trabajar para los maestros mexicanos, y desde hacía un año
antes, siguió haciéndolo desde la distancia, cuando
dejó el país para ir a Europa enviada por las Naciones
Unidas. En ese momento, digamos, ya era la voz preclara de los maestros
esparcidos de su mano por el mundo, y cuando se me notificó
la orden presidencial fue un alto honor. También iría
Palma Guillén.
-"Nuestra sorpresa fue enorme -sigue Lolita Arriaga- cuando desde
el aeropuerto nos trasladamos al hotel que teníamos reservado,
donde encontramos una nota en que se nos informaba que ella nos esperaba
en cierta dirección. Al llegar, era la Maternidad Notre Dame,
supimos que el día anterior había sido madre de Juan
Miguel, al que llamábamos Yin-Yin. Para Palma conmigo
la sorpresa fue maravillosa; eso de que nos eligiera para acompañarla
en esos momentos nos llenó orgullo. Ella estaba sola y tenía
arrendado un amplio departamento en las cercanía; nos organizamos
de inmediato... fue todo muy emocionante porque, si bien ella amaba
a los niños y escribía de ellos, nunca había
tenido uno propio, y fue necesario enseñarle desde como alimentarlo
hasta cambiarle pañales; mi experiencia de tres niños
sirvió. Ella siempre tenía a Yin-Yin en brazos;
todo lo del niño le causaba risa y escribe que te escribe poemas
al niño; mientras a mi me dictaba o la ayudaba a responder
correspondencia, con Palma terminaron el trabajo para el gobierno
y alguien debía llevarlo a México. Decidimos que viajaría
Palma, que era más elocuente, y yo me quedaría con ella.
Gabriela estaba dispuesta a declarar abiertamente el niño como
hijo suyo, pero Palma la convenció de que sería una
catástrofe para las maestras misioneras el declararse madre
soltera, lo que entonces era muy mal visto. Consecuentemente, decidimos
conseguir para el niño un pasaporte mexicano provisorio en
el consulado en París, el que se nos extendió de inmediato.
Este pasaporte, Palma, cuando volvió a México por unos
días a dejar el trabajo encomendado, lo hizo oficial y nos
lo trajo formalmente legalizado, con lo cual ya la maestra podía
moverse con su hijo por el mundo sin problemas. Ella, después
inscribió al niño en Chile. Estuvimos acompañándola
en París cuatro meses, y fue inolvidable; entonces en París
fue que recibió un telegrama desde Chile donde le anunciaban
que había muerto su madre. Ella sólo tenía a
Yin-Yin... en París le escribe al niño: "Velloncito
de mi carne, que en mi entraña yo tejí, duérmete
apegado a mí... yo que todo lo he perdido ahora tiemblo de
dormir. No resbales de mi brazo, duérmete apegado a mi...
-"Este poema, del que tomé su dictado, según pienso
(sigue la maestra Lolita Arriaga), es uno de los que refleja toda
su ternura y el aspecto más delicado de su vida. Yo hablo de
ello ahora porque, según una conversación que tuvimos
hace unos días con Doris Dana, su albacea, se intenta tergiversar
la vida de Gabriela Mistral y es necesario que la verdad salga a la
luz. Es cierto que su hijo fue fruto de una relación fugaz
en Roma, con un italiano, pero que a ella la hizo feliz durante los
catorce años que vivió el niño. Al morir Yin-Yin,
en Brasil, en la ciudad de Petrópolis donde ella era cónsul
de Chile, digamos así, también ella murió un
poco; no totalmente porque era demasiado fuerte. La vi en 1947, tres
años después de morir el niño, y cuando, ya siendo
Premio Nobel, decide trasladar su consulado a Veracruz, hasta 1948;
donde también volvió dos años después
por pura casualidad al decaer su salud en un barco en alta mar que
cruzaba aguas mexicanas. La acompañamos con Palma Guillén
en la residencia oficial de Mocambo, según instrucciones que
recibimos del entonces presidente Miguel Alemán. Ella estuvo
en su última estancia en México no pocos meses. Aquí
llegó enviada Doris Dana por la Universidad de Nueva York,
convirtiéndose desde entonces en su secretaria".
La albacea universal de Gabriela Mistral, Doris Dana, desde entonces
ha declarado que "el pequeño Juan Miguel Godoy, que es
el verdadero apellido de Gabriela, era su hijo, nacido de una relación
fugaz en Italia con un hombre al que no vio nunca más. El niño,
al que llamaba Yin-Yin, murió en Brasil siendo adolescente,
poco antes de ella recibir el Nobel", (en una entrevista de 1998,
al programa "Informe Especial" de canal 7 de TV de Santiago;
otra entrevista nos concedió para este trabajo Doris Dana el
año 2000, en su casa en Norteamérica, filmada con el
equipo del reverendo James R. Thurston y el productor Paul Thurston
Gallegos, donde Doris Dana afirma esto mismo: “Yin-Yin era su hijo”,
según lo que oyó afirmar a la propia Gabriela Mistral.
La maestra Palma Guillén en declaraciones a Excelsior
el año 1968, asegura que "Gabriela estaba decidida a declarar
abiertamente que Yin-Yin era su hijo, asumiendo su maternidad
sola. Pero ella era la imagen perfecta, por decir así, de la
maestra en América, era medida, obedecía a los cánones
de la iglesia, era virginal... y sus amigas la aconsejamos que debía
inscribir al niño como su sobrino... no fue tarea fácil,
pero al final decidió que era lo más conveniente para
no dañar la imagen de las maestras rurales. Y así se
hizo. En París, donde estuvimos con la maestra Lolita Arriaga
acompañándola, igual como antes trabajamos con ella
recorriendo México, vimos a una mujer iluminada. Su hijo le
cambió la vida, como nos cambia la vida a todas las mujeres,
pero también en ella fue como cuando un caudal se desborda
de pura alegría; estuvo dichosa hasta ese fatídico cable
que le anunciaba la muerte de su madre en Chile. Ella fue fuerte,
nunca la vimos caída... quizás si alguien la vio deprimida,
porque yo nunca la vi mal de ánimo. De París, con su
hijo Gabriela salió al mundo. Primero, viviría unos
meses en el norte de África, donde el padre del niño
conoció a su hijo, porque nunca la visitó en París.
Nada más se sabe de él. De Chile le habían llegado
rumores que la acusaban de ser más inclinada a las mujeres
que a los hombres, insinuando en ella cierto lesbianismo, pero nada
de eso es verdad. Una, como mujer lo hubiera percibido y no había
nada de eso, que a ella la enojó al principio pero luego le
fue indiferente. Creo que Yin-Yin la ayudó a no preocuparse
de esas cosas que se decían y ya nunca más se ocupó
de lo que de ella se opinara, porque todo el mundo se sentía
con derecho a hacerlo".
En octubre de 2002, aparece publicado en Chile “Bendita mi Lengua
Sea”, selección de los cuadernos íntimos de Gabriela
Mistral, rescatados por el poeta Jaime Quezada, donde ella comenta
“ese tonto lesbianismo que me han colgado en Chile”. A propósito
de la publicación, comentó el escritor Jorge Edwards,
Premio Cervantes, en el diario La Segunda de Santiago: “En los cuadernos
íntimos de Gabriela Mistral se queja ella de la fama de lesbianismo
que se le daba entre nosotros. Escuché muchas expresiones groseras
y despectivas sobre ella en la década de 1950. Los círculos
intelectuales en que me movía en aquellos años, con
personajes como Luis Oyarzún Peña, David Rosenmann Taub,
Enrique Lihn, eran mistralianos, lectores de Tala y Desolación,
pero representaban una minoría casi invisible. En los salones
de Santiago se hablaba de la Mistral con desprecio, con burla, o simplemente
no se hablaba. En el Ministerio de Relaciones Exteriores, donde se
recibía de vez en cuando algún oficio enviado por Gabriela
desde los alrededores de Capri o desde alguna ciudad de California,
se mencionaba a "la vieja" con la mayor irritación,
como si fuera una infiltrada en la carrera diplomática y una
enemiga. No era todo así, desde luego. Había grandes
personajes de la vida chilena que admiraban y querían a la
Mistral, como era el caso del padre Alberto Hurtado, de Eduardo Frei
Montalva, de Hernán Díaz Arrieta, pero por debajo de
estas figuras se arrastraba una maledicencia insistente, obtusa, torva.
Ahora, para mi gran sorpresa, he descubierto que una de las personas
que conocen mejor la vida y la obra de Gabriela es una poeta y profesora
del Japón, Satoko Tamura. Los organizadores de mi viaje reciente
a ese país, sin darme antecedentes mayores, me organizaron
una cita con ella en el bar del Hotel Imperial de Tokio. Ya le había
escuchado hablar de este hotel a Pablo Neruda... Es decir, entré
al bar espacioso, de luces tenues, construido con materiales nobles,
con una vaga idea anterior. Eran las dos de la tarde y había
una concurrencia escasa: dos o tres japoneses con aspecto de empresarios
y que conversaban en voz baja, sentados alrededor de una mesa, y un
par de gringos bulliciosos arrimados al largo mesón y que se
repetían sus alcoholes fuertes. Yo ni siquiera sabía,
dado mi conocimiento nulo del idioma, que la persona de la cita era
mujer. Me lo dijo la intérprete unos minutos antes de que ella
llegara. Pues bien, ocurrió que la profesora Tamura hablaba
en muy buen castellano y conocía Chile desde Arica a Magallanes.
Había sido discípula en algún momento de Roque
Esteban Scarpa y fue él quien la introdujo en los estudios
mistralianos. La profesora leyó todo lo que se puede leer sobre
nuestra poeta, en libros y archivos, y recorrió palmo a palmo
los lugares donde Gabriela vivió y trabajó. Durmió
cerca de San Felipe en un dormitorio donde se sabe que ella alojó
en sus años de maestra de liceo y permaneció en el pueblecito
cordillerano, del fondo del valle del Elqui, donde nació la
escritora, durante largos días. También siguió
sus huellas en Temuco, en Punta Arenas y en Santiago. Satoko Tamura
es una mujer bastante joven todavía, enérgica, de personalidad,
de indudable talento. Traté de convencerla de que escriba una
biografía de Gabriela Mistral y no respondió nada. Al
fin y al cabo, si un profesor norteamericano es capaz de escribir
la mejor biografía de un escritor de Rusia o de España,
no hay ninguna razón para que una japonesa no pueda enseñarnos
a nosotros, chilenos de cabezas duras, una cantidad de verdades sobre
Gabriela Mistral en su vida y en su obra. La profesora Tamura me aseguró
con la máxima convicción que Yin Yin, a quien siempre
hemos tenido por hijo adoptivo de Gabriela, era en realidad hijo carnal
suyo. Gabriela, me contó la profesora, hizo un viaje a Marruecos,
en el norte de África, y desapareció ahí durante
un tiempo más o menos largo. Después regresó
con un niño recién nacido y que se parecía mucho
a ella. No era una mujer de amores platónicos, de puras fantasías
amorosas, sino de afectos apasionados y carnales. La profesora me
citó versos y párrafos en prosa que dan pie más
que suficiente para indicar todo esto. Me dijo que Roque Esteban Scarpa
había llegado a una convicción parecida y había
manejado el asunto con mucha, quizás con excesiva prudencia.
Según ella, Roque pensaba que el padre de Yin Yin era José
Vasconcelos. Nunca pensé que en el bar del Hotel Imperial de
Tokio, en la cercanía de japoneses discretos y de gringos chillones,
podía tener lugar una conversación tan sorprendente
sobre temas chilenos y mexicanos. La profesora Tamura, traductora
de Gabriela Mistral al japonés, experta en poesía moderna
latinoamericana y española, entregaba toda clase de datos precisos,
reveladores, sugerentes. Sostuvo que los insistentes rumores sobre
la Mistral lesbiana carecen de toda base. A Gabriela le gustaban los
hombres y tuvo amores de una pasión intensa, como lo demuestra
todo lo mejor de su obra. No era mujer para andar con remilgos ni
para detenerse en minucias. Tenía un intenso sentimiento religioso
sin dogmatismo, sin beatería de ninguna especie. Si es verdad
que José Vasconcelos, el gran reformador de la educación
en México, el autor de las memorias extraordinarias que llevan
el título de El Ulises criollo, memorias que son una
novela de primera clase, fue el padre de Yin Yin, la historia de la
literatura de América Latina sería diferente. ¡La
historia misma sería diferente! Pero todo parece un invento.
Es demasiado fuera de lo común, demasiado único, demasiado
coincidente para ser verdadero”.
Sin embargo, de acuerdo a sus investigaciones para la profesora
Satoko Tamura es un hecho que el padre del hijo de la Mistral es José
Vasconcelos. El hijo del reformador, el licenciado Héctor Vasconcelos
es un hombre cordial que ocupa su propio sitio en la plataforma cultural
mexicana; le conocí en Guanajuato, siendo él director
del célebre Festival Internacional Cervantino. Luego descubrimos
que teníamos amigos comunes. Una noche, cenando con él
en la Ciudad de México, en compañía de Beatrice
Trueblood, relató hechos de la estatura enorme de la Mistral,
y siempre se llena de calidez cuando recuerda que, siendo él
un niño, la Mistral lo tomaba entre sus brazos y así
estaban, en su hogar donde ella siempre era recibida, o cuando acompañaba
a su padre a visitarla en múltiples lugares donde la maestra
vivió en México. Dice Héctor Vasconcelos que
sus primeras lecturas también tuvieron influencia de la maestra,
siendo su base literaria, en que ocupa mayor influencia por supuesto
la obra colosal de su padre, el reformador José Vasconcelos,
cuya correspondencia inédita con Gabriela Mistral debe rescatarse.
El reformador y la maestra se admiraban mutuamente, sin dejar de mantener
un diálogo escrito delicadísimo, que puede tener varias
lecturas, como plantean quienes sostienen la paternidad del hijo de
la Mistral al reformador Vasconcelos. No sabemos si existe una alusión
directa a la circunstancia en sus escritos. Entre quienes sostienen
la tesis, cuya voz más decidida es la profesora Tamura, se
sostienen afirmando que de nadie más ella escribió tanto,
con profunda ternura, a veces, otras irónica y hasta crítica.
Y rescatan frases de la Mistral obviamente decidoras, como cuando,
citando al poeta Carlos Pellicer, nombra a Vasconcelos "novio
de la América", en forma demasiado privada dirigiéndose
públicamente a quien era Ministro de Educación y uno
de los hombres más respetados de México; citando frases
en que, supuestamente, ella le reprocha su abandono del niño,
cuando lo trata de "curioso hombre", "que habla del
niño como una bonita carne que no vale la pena sino cuando
empieza a pensar en orden. Por este desdén suyo de la edad
pueril, no cuenta sucedidos suyos de la infancia, ni le importa que
se los cuenten, y esta ignorancia de su comienzo nos duele a los que,
al revés de él, creemos que el niño se trae ya
toditos los ángulos del hombre y el dibujo completo de sus
venas..." Sienten tristeza en la letra de Mistral cuando, narrando
que había ido a verlo en París, "lo he encontrado
en una de las avenidas más quietas de Neuilly trabajando delante
de su mesa que cubre un sarape de Saltillo, de aquellos que son el
trópico cuajado, y sentado sobre otro sarape, rodeado de libros
de América... conversamos de la desgracia de Nicaragua..."
Quien fue el padre del hijo de Gabriela Mistral es algo que no parece
estar escrito. Y quizás nunca se sepa. Tampoco será
posible saber más de su supuesto lesbianismo: sólo tendremos
puntos de vista. Son aspectos de su vida que quizás, simplemente,
consideró demasiado domésticos para creer que la gente
pueda tener interés en enterarse. El caso es que, luego de
su viaje a París desde Roma luego de una corta estancia en
el norte de África, acompañada del pequeño Yin-Yin,
la Mistral vuelve a América, visita brevemente Nueva York,
donde da cuenta en las Naciones Unidas de su gestión acerca
del cine y hace la primera defensa pública del cinematógrafo
como herramienta de la educación; recordemos que ella es una
personalidad mundial pionera que surge en defensa del cine cuando
se pretendió extirparlo aduciendo que era dañino para
la sociedad: desde el informe de Gabriela Mistral luego de su desempeño
como directora del Instituto del Cine Educativo en Roma es que ella
populariza el término de "séptimo arte". Luego
vive en California y cruza todo México; se establece unos días
en Guatemala y los maestros de Costa Rica donan un día de su
sueldo para que pueda visitarlos. Reside en Nicaragua, vuelve a México
y luego a Puerto Rico. Visita las Antillas y Cuba por última
vez. En 1931 se la nombra cónsul de Chile en Italia y el fascismo
se opone, no puede asumir y se refugia en Madrid, donde, en 1932,
sus enemigos le crean el incidente desgraciado que la enemistó
con España (cuando publican una correspondencia privada en
que se refiere fríamente hacia la cultura española de
su época). Su situación se vuelve difícil y acepta
el consulado en Lisboa. En Portugal parece que se muere; los escritores
ruegan por ella al gobierno de Chile y se crea para Gabriela un puesto
de cónsul vitalicio con derecho a elegir su residencia. Es,
a partir de entonces, una soberana independiente.
Trataba como a sus iguales a los Jefes de Estado mas poderosos de
América. En 1944 reside en Petrópolis, el antiguo sitio
de la corte imperial brasileña, donde muere Yin-Yin,
su hijo entonces adolescente. La muerte de Yin Yin está bien
documentada, nosotros conversamos de ello con la escritora chilena
María Urzúa, quien era entonces su secretaria en Brasil,
quien enmarca la situación en "una mala jugada de la vida.
El niño era absolutamente normal y sus costumbres eran las
de un niño de su edad, 14 años. Ella lo amaba, tratando
siempre de mantenerlo alejado del ruido fenomenal que despertaba su
presencia donde fuera que llegaba. Pero el niño estaba en su
escuela y asistía normalmente a clases, cuando llegó
ese día pavoroso en que llegaron a anunciar que el niño
estaba tendido en el suelo a unas calles de la casa. Fuimos y lo trajimos
de inmediato a la casa, tendiéndolo en la cama, estaba como
inconsciente, pero vivía aún, pensamos que había
tenido un ataque al corazón, porque no tenía ningún
golpe; murió Yin-Yin antes de que llegara el médico.
La deducción médica fue que había muerto por
envenenamiento, algo que no pudimos entender, porque el niño
no tenía golpe alguno, sin embargo, estaba en la calle envenenado
y había sólo ido a la escuela como un día más...
Cuando nos anunciaron que el niño había muerto, fue
como si un manto de silencio y tristeza lo hubiera cubierto todo.
Gabriela permaneció siempre como si se hubiera ido de sí
misma, a ratos parecía volver y sólo lloraba silenciosa.
Yo, pocos días después volví a Chile, y en sus
cartas ella nunca más se refirió a ello, pero fue el
golpe más colosal del cual, al final de su vida, confiesa que
no pudo recuperarse nunca". María Urzúa nos cuenta
que días después de la tragedia, en Petrópolis,
cuando le anuncian que ha ganado el Premio Nobel, responde:
-"¿Para qué quiero yo, ahora, un Premio Nobel?".
A partir de 1945, siendo Premio Nobel, viaja por Europa. Vuelve
a América. Vive en Nueva York y luego traslada su consulado
a México, donde se queda parte de 1947 y 1948. Viaja por Centroamérica,
vive en Guatemala, y retorna a Nueva York. Vuela a Brasil, y durante
el viaje de regreso en barco, se enferma frente a costas mexicanas.
Se queda, sin más, en Veracruz y vive en México su legendaria
última estadía. Regresa a Nueva York en 1951, y desde
allí hará su último viaje a Europa, vive en Italia,
y a finales de 1952 regresa a América donde reside hasta 1954
en California. Ese año, visita su patria por última
vez, y, desde antes que el barco toque aguas chilenas, se le hacen
grandes homenajes; lo que Benavente llamó "ensayo general
de sus funerales". Escribe Hernán Díaz Arrieta,
que "era la apoteosis antes de la muerte. Ella recibía
las manifestaciones como si se tratara de alguien a quien representara,
sin que jamás, en momento alguno, por ninguna circunstancia,
pudiera advertírsele el más ligero impulso de complacencia
vanidosa". Un poeta la nombre "Santa Gabriela" y ella
agoniza de vergüenza. Solamente sus escritos a Chile son tan
voluminosos como el tiempo que dedicó a México y a la
misión de los maestros revolucionarios. De su mano, es cierto,
como un niño, salió a caminar por el mundo el pensamiento
preclaro de los maestros nacidos de la revolución mexicana
de 1910; del cual cada vez más vamos descubriendo nuevas facetas.
Ahora, si tuviéramos que decidir por un escrito de la Mistral
que rescate mínimamente lo que ella sintió por el país,
sería un breve poema llamado Envío, que canta
de su lazo escrito en las estrellas:
México, te alabo
en esta garganta,
porque hecha de limo
de tus ríos, canta.
Paisaje de Anahuac,
suave amor eterno,
en estas estrofas
te has hecho falerno.
Al que te ha cantado
digo bendición:
¡por Netzahualcóyotl
y por Salomón!
Este último texto a México lo escribió Gabriela
Mistral, posiblemente, en Nueva York, donde había de morir
“de muerte callada y extranjera" el 11 de enero de 1957. Sus
exequias se iniciaron en USA y, al ser repatriados los restos a Chile,
fue despedida en apoteosis sin precedente todo el trayecto que cruza
América, debiendo recalar el barco que trasladaba sus restos
en varios países que deseaban despedirla. Se la enterró
en su aldea de Montegrande del Valle del Elqui, con asistencia del
pueblo chileno y de todos los poderes públicos, en medio de
honores como sólo se rinden a los Jefes de Estado. Doris Dana,
quien la asistió al final en Nueva York, dijo que se marchó
tranquila, como vivió su vida errante, se devolvió a
la distancia en un día fijado, como suelen morir los que han
amado mucho. Así termina el cuento de la pobre niña
campesina que un día soñó ser reina, y se hizo
maestra revolucionaria.
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Restauración del Material Gráfico
rescatado de Gabriela Mistral en México: Julio Devia Hernández.
© Waldemar Verdugo Fuentes
Sociedad de Escritores de Chile.
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Leer en Memoria Chilena: Lecturas
para mujeres, de Gabriela Mistral. México, 1924. (pdf=
32.0 Mb)