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Millán,
el cuchillo y la palabra
Por
Begoña Zabala
www.elmostrador.cl
23 de Octubre del 2006
Leo
con tristeza la noticia de la muerte de Gonzalo Millán. Y digo con tristeza
no porque le tenga o haya tenido un afecto especial. Todo lo contrario. En principio
es casi imposible guardar sentimientos saludables hacia quien te apunta al pecho
con un cuchillo afilado toda una noche hasta el amanecer. Porque así fue.
Y sin embargo me da mucha pena que tan noble señor de la poesía
se haya ido demasiado pronto de la vida.
Me explico. Nos encontramos muy
tangencialmente en Montreal en la década de los 80. Dicho sea de paso,
en Montreal, siempre han pasado y siguen pasando cosas espectaculares. Y Gonzalo
parece ser que tenía el timing de un showman, el latido de la ciudad.
Antes
del incidente del cuchillo, coincidimos una vez después de un concierto.
Vivíamos cerca y yendo hacia casa, antes del amanecer me invitó
a tomar café en el barrio griego o en su casa. Elegí el bar. A él
le precedía la reputación de enfant terrible con las mujeres.
Tenia el erotismo sublime de la inteligencia. Dicen que ninguna se le resistía.
El caso es que hablamos hasta clarear el día detrás de los ventanales
de la cafetería en Du Parc. Agradable, galante, sofisticado, no se las
dio de seductor en ningún momento. Así que los dos nos ahorramos
ese lugar tan común y a veces ramplón. Él no pertenecía
al tipo de gente cuya compañía te hace desear no haberlas conocido
nunca porque todo tiempo dedicado a ellas es por definición tiempo perdido.
Así que mi noche con el amigo circunstancial fue de un refinamiento memorable.
Hablamos de su ascendencia vasca por lado materno, de James Joyce, de Armando
Uribe, de su hija Sol, de King Lear, del teatro, del syrop d´erable
y de cómo se tejen los gobelinos. De las caras dormidas de los transeúntes
que cruzaban por el ventanal a primera hora de la mañana camino al trabajo
mientras Gonzalo y yo vivíamos la bohemia más casta y entretenida
imaginable. Y además me regaló un libro de poemas que llevaba en
la bandolera: “Relación personal”.
Así que de aquel entonces
solo puedo dar fe de su delicadeza para conmigo, de su sonrisa debajo del mostacho,
casi inocente, sin duda graciosa con un par de hoyuelos alargados en las mejillas.
Parecía un hombre vulnerable parapetado detrás de su poesía
en contraste con el físico sólido de antaño. Ni antes ni
después de esa madrugada sentados frente a frente en el bar, cruzamos más
que escasas palabras. Bastante tiempo más tarde, empuñando una hoja
reluciente y dolorosa entre sus manos, no precisamente de papel, nos volvimos
a ver.
Pero, bueno, yo voy a contar lo que pasó cuando Gonzalo decidió
como Don Quijote defender la poesía a punta de cuchillo. Y más que
por cualquier otro brillo intelectual que tenía el poeta Millán,
le admiro por haberse atrevido a cabalgar lanza en ristre contra quien se le pusiera
por delante y protagonizar una tragicomedia que bien pudo acabar en marea de sangre
tratando de devolver la honra a la belleza de las palabras.
Y ahora vamos
al cuento. O mejor dicho a lo que entonces escribí que pasó.
Eran
aproximadamente las once de una noche de verano y todo el mundo parecía
pasarlo muy bien durante un evento artístico multicultural. Había
mucha gente. Sentado frente a mí, fumando, estaba Gonzalo. Extranjero,
como yo en Montreal. Un ciudadano notable por su obra literaria, reconocido y
exiliado. Pero no éramos amigos. En realidad no éramos nada. Solo
coincidencias fortuitas, el tiempo de un cigarrillo, de una conversación
llena de sutilezas. En cambio de él hablaban muy bien o muy mal.
Recuerdo
su sonrisa casi permanente, la calma y un silencio cómodo antes de que
nada ocurriese. De repente se levantó y dijo que le guardara la silla que
volvía pronto. Al poco tiempo le vi salir del baño e ir al mostrador
del bar. Siempre sonriendo, sin prisa.
Tengo la tentación a flor
de labios de decir que - entonces pensé…- Pero, no. No pensé en
nada. Nada que se aproximara a lo que sucedió después. En cámara
lenta veo una imagen que me deja sin resuello. Es la de mi compañero de
mesa, el poeta, blandiendo un cuchillo de cocina en la garganta de un compatriota
suyo, tal vez amigo, inmovilizándolo.
El otro, con los ojos desorbitados
no acertaba a fijar la mirada, respiraba superficialmente so pena de decapitarse.
Y así, a punta de degüello empezó una noche desconcertada.
La gente se atropellaba para alcanzar la puerta que no estaba muy lejos.
Algunos pudieron salir, casi todos, después de los primeros instantes de
parálisis total. Recuerdo los gritos. Y el pánico. Recuerdo el rostro
apenas alterado del poeta sujetando el filo del arma contra la yugular palpitante
del presunto. Te voy a matar, huevón inculto, te voy a matar, repetía
con la pasión de un vengador.
Se ha vuelto loco decían unos.
Borracho, decían otros.
Pero yo que estuve con él antes del
rifirrafe, aseguro que solo fumaba nicotina, que parecía risueño,
de buen talante. En cuanto a la locura, no era el sitio ni la hora de especular
sobre tamañas profundidades del cerebro o del alma. Ni me atrevería
yo a semejante especulación. Sobre todo cuando entre el cuchillo y la garganta
de un individuo sólo cabe el último suspiro de la víctima
o el instante de compasión del victimario.
Así que al cabo
de algunos minutos que parecieron horas, otros sujetaron al amenazante. Mejor
dicho empujaron sus manos que agarraban el cuchillo hacia fuera para que el amenazado
pudiera escapar, y eso hizo. Pálido como un cadáver no acertaba
a pronunciar palabra. No sé si se fue o se lo llevaron pero desapareció.
El poeta, arma en mano, corrió a la puerta persiguiendo al que ya
se le había escapado. Vociferó desafiándole y finalmente
blandió el cuchillo como un florete contra los pocos insustanciales pasmados
que habíamos quedado puertas adentro a merced de su arrebato. Sin saber
porqué.
El calor era insoportable. Como lo era el sudor helado de
mis manos. Pero cada vez que trataba de levantarme de la silla, tenía un
cuchillo apuntando al corazón.
Los que allí estaban eran
muy amigos del poeta. Yo no. Y en esas circunstancias no me dio la gana de ser
amiga de nadie. Y una vez más me vi inmersa en una situación que
no tenía nada que ver conmigo, con mi vida, con mis intereses, con mi sentir.
Pero de poco sirve hiperventilar en circunstancias tan especiales. La situación
para colmo se convirtió en confesionario a voces. Entre ellos, los hombres.
Por lo tanto del miedo pasé a la rabia, a la furia, al absurdo,
al aburrimiento, a la risa. Al asombro. Unos lloraban, otros confesaban pasiones
incestuosas hacia sus madres. Otros se juraban amor. Alguno deliraba creyéndose
más mucho más que Maese Eckhart y todos querían ser Rimbaud.
Yo estaba sentada en medio de la nada, deseando abofetearme por lo ridículo
y temerario de la situación que me tenía como Santa Teresa dice,
viviendo sin vivir en mí.
El poeta, armado hasta los dientes, con
dos cuchillos a esas alturas de la noche, juraba que en ese acto purificante,
estaba saldando una deuda de honor defendiendo la poesía burlada por su
compatriota algunos meses antes. Desde entonces Gonzalo esperó el momento
de hacer justicia con el supuesto agresor y como en los juicios de Dios vengar
así el ultraje a la palabra, a la poesía, al arte. De repente comprendí
que su gesto era de un gran romanticismo, de una gran belleza, cruda, rotunda.
Y también criminal y horrenda. Pero yo, que por naturaleza y elección
no tengo madera de mártir y menos aún de víctima, me puse
a cantar para ahuyentar el miedo, una vieja habanera para mis adentros, mientras
encendía un cigarrillo con otro.
Mirando atrás creo que jamás
Gonzalo hubiese cercenado la garganta de su enemigo declarado ni que me hubiese
hundido el cuchillo en el pecho al tratar de escapar. ¿ O sí ? Sin
embargo de aquella noche descalabrada rescato la sonrisa casi infantil de un hombre
que al llegar el alba, dejó los cuchillos como si fueran claveles, y salió
del salón diciendo – ustedes no han comprendido nada – a modo de epílogo.
Nunca más le volví a ver. Ni olvido la lámina afilada
contra mi pecho. Pero ahora que Gonzalo Millán es probablemente espuma
de estrellas le recuerdo casi dulcemente con su gran bigote de morsa triste y
unos ojos que iban más allá de la mirada.
Begoña
Zabala, es actriz y reside en Montreal, Québec.