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Gonzalo
Millán:
el poeta precoz que se volvió maestro
Por
Matías Sánchez
Las fuertes
lluvias del pasado viernes 13 de octubre fueron las últimas para Gonzalo
Millán, de quien tuve la suerte de ser ayudante durante la última
hebdómada de su vida. La asimétrica relación tuvo lugar en
las salas y pasillos de la Universidad Finis Terrae, donde Millán enseñaba
Literatura y Autobiografía a futuros periodistas e historiadores. Una mañana,
tras enterarme de que su antiguo asistente había dejado el puesto por fuerza
mayor, decidí faltar a clases para hacer guardia fuera de su sala. Cuando
los alumnos se retiraban lo abordé y le pregunté a quemarropa si
podía ser su ayudante.
Sus anteojos con una pata rota, decía
el mito, llevaban mucho tiempo sin ser reparados o reemplazados por otros, lo
que a mí y a mis compañeros nos resultaba algo excéntrico
y atrayente. Ahora que lo pienso, esa actitud de despreocupación externa
era una manifestación de su profundo respeto por la memoria y su rica vida
interior. Esa que atraviesa su obra desde los primeros poemas de Relación
Personal hasta Autorretrato de Memoria. Pero entonces yo no podía
saberlo, pues ni siquiera había leído sus libros; mi petición
se debió a un incontenible impulso que agradezco no haber reprimido. Al
cabo de una semana el poeta me comunicó –así me enteré de
que había sido aceptado– que mis obligaciones consistirían en corregir
los ejercicios de los alumnos y asistir a clases.
Semana a semana me fui
dando cuenta que el exilio y los golpes habían hecho de Millán un
tipo receloso y hasta cierto punto hermético. Esto se manifestaba en detalles
como que habitualmente no atendía el teléfono de su departamento
–sabia manera de ahorrarse conversaciones indeseables–. Para comunicarse con él
había que grabar un mensaje en su contestador y luego, si tenías
suerte, él te devolvía la llamada.
Sin darme cuenta el viejo
maestro me fue preparando, sutilmente fue mostrándome el camino de la sencillez
y la prudencia. Millán me trató de tú a tú tal como
Gonzalo Rojas hizo con él en Concepción en los 60’ ; me escuchó,
me obsequió libros, me recomendó autores y me presentó ante
gente que yo admiraba con adjetivos que me hacían sonrojar. El trato cordial
y distante de los primeros años fue dando paso a un compañerismo
que incluso hoy me sorprende. Me confidenció secretos, me abrió
las puertas de su casa, me presentó a su mujer y me dejó entrevistarlo
para The Clinic antes de que Autorretrato de Memoria apareciera
en librerías. Millán tuvo gestos para con un cándido aspirante
a escritor que pocos poetas tienen.
Tras titularme continué siendo
su ayudante un año más; luego partí a probar suerte a España.
El maestro y el discípulo se separaron cuando me fui sin billete de regreso
a terminar una investigación en la que el propio Millán me había
iniciado. Antes de partir almorzamos por última vez y me entregó
tres libros que a su vez yo debía entregar a tres personas específicas.
Dos de esas tres entregas –me fue imposible dar con el tercero– fueron para mí
de incalculable ayuda en mi aventura española, como un poema de dos caras,
como un boomerang de buenas vibras.
Al otro lado del Atlántico me
alegré con la noticia de que le habían dado el Altazor por Autorretrato...
A los pocos días, sin embargo, la demoledora noticia de su estado de salud
me abofeteó fuerte. Le escribí varias veces sin obtener respuesta
y mis averiguaciones por otras vías confirmaron el peor escenario. Apenado
acabé las entrevistas que había ido a hacer y adelanté mi
regreso a Santiago. Varios meses de vagabundeo mediterráneo habían
acabado con mis arcas y otros procesos internos me habían convencido de
retornar. De vuelta en Chile le escribí correos en los que no sabía
si tocar el tema de la enfermedad o no y lo telefoneé sin suerte a su casa
y su departamento. Millán no interrumpía su silencio.
Molesto
por mi falta de resolución, una mañana cayó a mis manos una
edición de The Clinic donde Millán publicaba la columna de
actualidad El Bostezo del Gato. Con sorpresa hallé esto en el último
párrafo: “Desde España mi ex ayudante Matías Sánchez
me envía el disco Lágrimas Negras…”, decía. Si de algo podía
estar seguro era de que nunca le envié tal disco. Luego pensé: ¿por
qué Millán me manda este mensaje?, ¿cómo debo interpretar
este guiño? Ese mismo día lo fui a ver.
Estacionado frente
a su casa en la calle Puerto de Palos, vi llegar a su mujer con algunas compras.
Al verme me informó que Gonzalo no estaba recibiendo visitas. Le expliqué
que era su ayudante y también dije que le había escrito y lo había
llamado innumerables veces sin obtener respuesta. Ella me identificó tardíamente
como el que andaba por España y sólo entonces me atreví a
pedirle que insistiera aunque el poeta no cambiara su decisión. Algo tocada
por mis melodramáticas palabras me dijo que la esperara allí antes
de desaparecer tras el umbral. Cuando volvió, con un poco de vergüenza,
me explicó que Gonzalo estaba muy cansado como para ver a nadie, pero le
transmití tu mensaje, me dijo, te va a escribir. La mañana siguiente
me encontré este correo: Matías, supe que andabas por los muelles
de Puerto de Palos. Vente a tomar once el jueves o viernes de esta semana. Dime
qué día. Un abrazo, Llimán.
Sentado a su mesa indeciso
y angustiado comprobé que su voz nunca volvería a ser la misma.
Ataques fulminantes de tos –que apenas lograba contener con la ayuda de un inhalador–
interrumpían los de por sí torpes diálogos en el momento
menos esperado. Su interés por lo mundano era levemente superior a cero.
Preguntas vagas y generales de ambas partes no daban pie a profundizar en nada.
Ninguno, tampoco, tuvo la franqueza para plantear el tema directamente. Los incómodos
silencios se sucedían y en los intertantos meditaba en si había
sido un error haber forzado el encuentro. El poeta sacó la voz para contarme
que estaba escribiendo un diario de vida o de muerte que se llamaría Veneno
Escorpión Azul, nombre del medicamento cubano que estaba tomando. Cuando
le pregunté por sus clases me contó que su nuevo ayudante andaba
por México, por lo que esa noche debía interrumpir la escritura
de su diario para corregir una pila de exámenes finales. Fue mi último
regalo. Esa madrugada retrocedí en el tiempo y corregí los trabajos
en la que fue mi última labor como su ayudante.
Ante la posibilidad
de que esa fuera la última vez que nos viéramos, mencioné
algo sobre Lágrimas Negras y su columna en The Clinic y por
única vez en la noche su rostro y su sonrisa volvieron a ser los de antes.
Nos despedimos con un apretón de manos que no llegó a abrazo. Millán
era un tipo duro, que de niño faltaba a clases para recorrer en micro la
ciudad de polo a polo. Y como no podía ser de otra manera, de su muerte
me enteré recién el domingo 15, cuando las blancas carrozas en las
que viajaba llevaban ya un día y medio de trayecto. Fue hermoso haberlo
conocido en su último tramo. Ahora que no está, cobran en mí
nuevo sentido las palabras de Roberto Bolaño para con Mario Santiago, su
entrañable amigo: “Cuando Mario se muera se van a ir literalmente a la
chingada muchas cosas que harán más pobres a los que viven en México
y a los que vivieron en México”. Alejado de las coronas y la exposición
mediática, Gonzalo Millán vivirá por siempre en los corazones
de quienes alguna vez lo conocimos.
Tu ayudante y compañero
de estos años nuevos ..............
Matías Sánchez es
periodista, ha escrito para The Clinic y Revista de Libros. Entre los años
2000 y 2006 fue alumno y ayudante de Gonzalo Millán en las cátedras
Literatura I y Taller de Narración Autobiográfica en la Universidad
Finis Terrae.