Hablando desde la ignorancia, que es el lugar que me queda más cómodo, diría que a los escritores chilenos, o al menos a los jóvenes, se les da muy mal el manejo. No es que sean torpes al volante, sino que apenas manejan. Quizá sean solo mis conocidos y no debiera generalizar con tanta facilidad, pero de pronto me parece que los jóvenes novelistas y cuentistas locales —aunque alguna vez tuve la misma sensación con poetas y críticos españoles— son alérgicos a los autos. La tesis, tomada de mi pobre experiencia, es sencilla y difícil de probar: la culpa es de Neruda. No en un sentido estricto, por supuesto, sino simbólico. La tradición tan pesada de un escritor dedicado con exclusividad a lo sublime y a lo hermoso, perdido en su propia cabeza, termina por sepultar cualquier arrebato de vida mundana. El malentendido, por cierto, también podría tener su origen en Platón o en los románticos alemanes, pero el efecto sería el mismo: jóvenes influenciables y algo
confundidos que ven en el auto una metáfora de la sociedad banal y materialista, alejada de lo realmente importante, es decir, la literatura con luces de neón y en mayúsculas.
Para todas las cosas hay momentos adecuados —timing le dicen en el fútbol—, y cuando se hace tarde a veces resulta difícil retomar el camino perdido. Imagino que después de los veinticinco años ya nadie sigue enemistado con los autos ni con el mundo, pero a esas alturas no manejar ya es parte de una identidad consolidada y es mejor dedicarse a las tantas otras cosas que quedan por hacer. Al menos yo, así cumplí cuarenta años: sin sentarme frente al manubrio de un auto hasta que el viernes pasado me pillé rellenando el formulario para inscribirme en un curso. Me sentí un poquito menos artístico, pero también feliz, como la protagonista de Aprendiendo a conducir, esa película de Isabel Coixet en la que una crítica literaria, sesentona y entregada a los
placeres de estirar la mano y pedir un taxi, toma clases de manejo no tanto para moverse con libertad, sino para cambiar de vida.
Creo que los antiguos comerciales de autos jugaban con una fantasía parecida, que mediaba entre la independencia y la posibilidad de recorrer un mundo desconocido, al estilo de Kerouac y la Ruta 66. Estaban muy lejos de los comerciales de autos familiares, que ofrecen una solución de transporte puntual y algo castrada. Dorthe Nors, una danesa que escribe cuentos muy buenos, tiene una novela que aprieta más o menos la misma tecla. Es sobre una traductora cuarentona de policiales nórdicos que de pronto se pilla sola y con la necesidad de volver a vivir en el campo. Aprender a manejar a destiempo, otra vez, se transforma en una terapia inesperada para agrandar su mundo, que de pronto descubrió chico y apretado, como ya le estará pasando, apuesto, a uno que otro joven —ex joven, a estas alturas— escritor chileno.
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Ahora, la carretera
Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias, 25 de agosto de 2021