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Ñoquis en agua hirviendo
Por Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias, 29 de julio de 2020
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Una vez, en la Fuente Alemana, una señora mayor me contó que su memoria era mañosa y que con el paso de los años no le costaba nada olvidar lo que acababa de comer, pero que recordaba con bastante detalle un verano en Tongoy de hace tres o cuatro décadas. O la mañana en que se enamoró de su segundo pololo, a fines de los 50.
En muchos casos el presente se vuelve nebuloso, imagino, igual que el futuro que se escapa y nunca termina de concretarse. El poeta Donald Hall decía que después de cumplir 90 todos los días pasaron a ser iguales, imposibles de distinguir, que la semana —o el mes, o el año— era un continuo sin perspectiva, una repetición circular que impedía diferenciar una cosa de la otra.
Los meses de encierro, al menos a mí, me tienen igualito: nunca sé con certeza qué día es o qué hice el miércoles pasado, mucho menos qué haré mañana. No me pidan imaginar cómo será el próximo año.
Todo se confunde en un hilo interminable de rutinas torpes, calcadas y adoptadas a la fuerza. A cambio he empezado a recobrar la memoria. Suena exagerado, pero con el paso de los días, y como una respuesta a la ausencia de un futuro con abrazos y Fuentes Alemanas, he ido recordando historias lejanas, pequeños episodios que tenía medio borrados. Han ido reflotando de a poco, uno a uno, así como los ñoquis en medio del agua hirviendo. Tonteras, por supuesto, pero esos recuerdos sin mayor importancia son los que al final amueblan una vida.
Tal vez por ese contraataque de pequeñas anécdotas terminé hojeando uno de los últimos libros de Martín Kohan, que tenía por ahí. Se llama Me acuerdo, así como el que hace mucho tiempo escribió Joe Brainard, y luego Georges Perec y más tarde Margo Glantz (y quizá cuántos más). Son párrafos sueltos con recuerdos sobre todo de la infancia y la vida en un Buenos Aires congelado en los años 70. Textos neutros,
en apariencia objetivos, como fotos recortadas de un álbum familiar: "Mi abuela Dina a veces usaba pelucas"; "Los pantalones escoceses que mi mamá nos obligaba a usar a mi hermana y a mí. Me picaban"; "La tía Miriam nos llevaba al cine también. Pero solamente al Select Lavalle, donde trabajaba el Chono, un conocido suyo que nos dejaba pasar gratis. No podíamos elegir la película". Y así sigue el inventario de Kohan, que puede o no tener que ver con su vida real porque al final uno recuerda lo que recuerda, sin importar qué tan cierto haya sido.
Ayer, por ejemplo, me acordé de una mañana en los 80, cuando paseaba con mi abuelo materno por la galería Florida, en Viña del Mar. En un rinconcito, en una mesa junto a una vitrina, había una señora solitaria, vestida con un delantal blanco y una máquina para tomar la presión. Mi abuelo se le acercó y le dijo señalándome: "Él es mi amigo Abraham, necesito que vea si es hipertenso".