Desde hace un tiempo, mi amigo Carlos lee en compañía de un fantasma. No he sido testigo de primera mano, pero los imagino a cada uno en su poltrona, de preferencia muy entrada la noche barcelonesa, con los pies estirados y comentando algún párrafo en voz baja. Todo comenzó cuando un librero dedicado a los ejemplares de segunda mano le contó que estaba vaciando el departamento de un muerto más o menos reciente. Al parecer era una biblioteca grande y suculenta, llena de poesía anglosajona, algo de crítica y montones de biografías de escritores.
A partir de ese día, y cada vez que visitaba la librería de viejo, mi amigo se sorprendía llevándose ejemplares del mismo muerto, que en vida tenía la curiosa costumbre de marcar las contratapas con el exlibris de un topo. A poco andar cayó en cuenta de lo obvio: compartían gustos y disgustos. Fue con un libro de Norman MacCaig, quizás el primero de los que compró, con el que
descubrió las anotaciones al margen. No eran muchas, pero aparecían con cierta persistencia e ingenio. A veces estaba de acuerdo, a veces no. Sin mucha dificultad dedujo que ese fantasma, que de pronto le escogía las lecturas desde el Más Allá, había sido un inglés católico que tenía ciertas inclinaciones hacia la espiritualidad oriental. Un hombre mayor, de seguro, que viajó por el mundo y al que imaginaba como un Michael Caine de pelo largo y desgreñado.
Todavía no conoce su nombre ni qué hacía en esa ciudad mediterránea, pero al menos ha aprendido a convivir con su fuerza mefistofélica. Algunas noches, a medida que va pasando las páginas, intuye cuando vendrá una queja o una exclamación, aunque todavía se sorprende con la cantidad de libros que dejó a medias. O de cómo leyó solo una página —y nada más que una— de las obras selectas de Hilda Doolittle (el libro se abría automáticamente en ese lugar, y el poema figuraba rayadísimo, como un cuadro de Cy
Twombly, mientras el resto de las páginas seguían del todo virginales).
No sé si Carlos ya lo considerará un amigo cercano, pero después de algunos años al menos será un conocido con el que comparte lecturas nocturnas y uno que otro vicio. Un día, por ejemplo, le bajaron unas ganas irracionales, que son las mejores, de leer una biografía de Beckett. Intentó dejarlo para otra vez, sacar la vuelta, convencerse de que no era necesario, pero no pudo y bien entrada la tarde salió en su búsqueda. En el camino se le ocurrió que al fantasma del lector desconocido sin duda le hubiera interesado un libro así. Cambió el rumbo, entonces, y partió muy seguro hacia la librería de segunda mano. Entre los estantes, ni hace falta decirlo, pilló una biografía de Beckett escrita por James Knowlson que había pertenecido al fantasma, y con un ligero escalofrío se lo llevó a su casa. Lo único que lo calmó, paradójicamente, fue el súbito convencimiento de que ya no era necesario terminar ningún libro.
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Por Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias, 14 de junio de 2023
