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Dormir en el cine (y otras siestas)

Por Gonzalo Maier

Publicado en Las Últimas Noticias. 12 de febrero de 2020


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Antes creía que dormirse en mitad de una película estaba mal, que era una falta de carácter que me impediría acceder a las cumbres del cine o dedicarme a la crítica seria y responsable, pero ahora estar despierto me parece una preocupación menor, casi infantil. Duermo sin cargos de conciencia en las butacas del cine o frente a la tele porque a veces las peliculas son para olvidarse, incluso, de las propias películas. Como un primera línea que muestra sus cicatrices, recuerdo siestas reponedoras en ciclos de Tarkovski (en el cine arte de Viña del Mar), de Kurosawa (en el Normandie), frente a alguna película de Varda (en el cine arte de la UC) o de Ruiz (en una sala perdida de Valparaíso), pero también con el Batman de Nolan y con el Guasón de Nosequién, que estrenaron hace unos meses, y que vi en una de esas butacas blandas y cómodas que hay en los cines comerciales. Quedarse dormido, quiero decir, no es tanto una forma de critica cinematográfica como una ética.

Hace un par de noches, y por pura coincidencia, pillé un documental sobre el nuevo cine taiwanés en el que entrevistaban a un montón de directores famosos, influenciados por el neorrealismo asiático. Uno de ellos era Apichatpong Weerasethakul, el impronunciable director tailandés, que contaba que para él fue un honor descubrir que la gente se dormía mirando sus peliculas porque cuando era joven, confesaba, hacía lo mismo viendo las de maestros taiwaneses. Con las cintas de Tsai Ming-liang o Hou Hsiao-hsien aprendió a rendirse ante el tedio de los planos inmóviles, y descubrió que la realidad no se percibía del todo con los ojos abiertos. Dudo que la referencia de recién sea literal —era muy tarde y estaba contento de encontrarme con un director que no solo duerme, sino del que no puedo opinar mucho porque nunca he visto más de treinta minutos de sus peliculas sin caer rendido—, pero apunta a una experiencia común que, juraría, vale la pena explorar con más dedicación.

Con los libros a veces pasa algo parecido. Mientras leo una novela de Simenon, por decir algo veraniego, mis ojos avanzan línea tras línea, palabra tras palabra, pero a veces llega un momento en que la cabeza se va y pasa a otra cosa. Es tal como cuando dos senderos se bifurcan. Al comienzo la distancia entre una novela de detectives y mi voz interior —por llamarla de algún modo— es mínima, casi como si fueran la misma cosa, pero luego me sorprendo pensando en la cuenta del gas que no he pagado o que ya es hora de cambiar la luz trasera de la bicicleta, mientras mi mano, completamente independiente, continúa pasando una página detrás de otra. Y así, de repente, caigo en cuenta de que llevo varias hojas sin entender nada. Casi nunca vuelvo atrás. Sigo leyendo como cuando pillaba una película en el cable sin saber si estaba empezando o terminando. En el camino veremos cómo se arregla esto, solía ser la consigna, que para el caso es la misma que conviene usar cuando se despierta en medio del cine.



 

 

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Por Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias. 12 de febrero de 2020