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Nudista al atardecer
Por Gonzalo Maier
Publicado en Las ültimas Noticias, 9 de septiembre de 2020
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Hace poco salí a la terraza para sentir el viento fresco que, al menos en Santiago, aparece durante las tardes de septiembre. Estaba en eso, es decir en nada, cuando en el edificio de enfrente un caballero en apariencia respetable dejó caer la toalla con que acababa de salir de la ducha. Se probaba camisas, que al parecer no le gustaban, y yo lo miraba con timidez, pero sobre todo con un morbo impune. Estaba a oscuras y lo suficientemente lejos para que no me viera. Tampoco es que sea un depravado (o eso creo), pero no lo podía evitar.
En un momento entré al departamento para no seguir mirándolo, como si ese gesto le diera la privacidad que merecía, pero era una idiotez porque me encanta ese momento de la tarde. Lo espero como antes esperaba el cigarro de media mañana, así que volví a la terraza, como si reclamara un derecho que no se me podía negar, y llené los pulmones con aire y esa vez me traté de concentrar en la cordillera, o en el letrero luminoso de un Burger King que está por aquí cerca, pero él seguía sacándose y poniéndose ropa.
Nunca he sido un voyeur, pero paradójicamente ahí estaba, intentando no serlo.
Sé que es una de esas coincidencias que pasan sin problemas, pero que cuando se ponen por escrito suenan falsas y programadas: justo antes de encontrarme con ese tipo, acababa de ver un intercambio de videocartas entre Mariano Llinás y Matías Piñeiro, dos cineastas argentinos fabulosos que, durante la pandemia, se han estado contando fragmentos de sus vidas. Llinás y Piñeiro tienen un talento envidiable para armar películas con cualquier material, incluso con eso que el resto dejaría tirado, y en este caso lo hacían jugando con el formato postal, que uno envía y el otro responde.
A estas alturas —2020, casi 40 años, demasiado encierro—, frente a cualquier amago de intimidad me pregunto si será cierto. O hasta dónde llega la conciencia de lo público. O de lo privado. O si existe, en realidad, esa línea que separa los escritos íntimos de los públicos. Me pregunto, quiero decir, por el pacto de
verosimilitud que uno firma a ojos cerrados para creer que las cartas entre Llinás y Piñeiro son tan reales como las que cualquiera le enviaría a un amigo. O si es sensato creer, incluso, que alguien todavía les manda cartas a sus amigos.
En alguna parte de su diario, Gombrowicz problematizaba algo parecido. No con esas palabras, pero sí preguntándose hasta qué punto sus apuntes personales estaban lejos de ser como cualquier diario privado y eran solo un texto con forma de diario destinado a la lectura póstuma. A la literatura, digamos. ¿Se puede escribir sin pensar en el otro? ¿Escribir sin más destinatario que el basurero o el fuego, así como quería Kafka que ardieran sus papeles frente a la vista traicionera de Max Brod?
En fin, trataba de no mirar al señor, pero me preguntaba si en realidad no querría ser visto, como Gombrowicz no quería que sus diarios fueran solo diarios o como las cartas de Llinás y Piñeiro, que tal vez no son cartas, sino el mejor largometraje por entregas con el que me he cruzado en estos meses.