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Mark Twain in der Schule
Por Gonzalo Maier
Publicado en Las Últimas Noticias. 17 de junio de 2020
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Yo odio la lengua alemana y la latina y la holandesa. Odio el francés y el portugués, que parece fácil pero en realidad es muy tramposo. Y los odio el doble —o con un poco más de gracia, al menos— desde que cayó en mis manos un librito —editado por La Pollera— de Mark Twain, el mismo de los bigotes cupidos y las canas revueltas. Se llama La horrible lengua alemana y es una diatriba encantadora y amable en su enojo, todo lo contrario a la pesadilla de aprender idiomas declinados.
Twain admiraba qué se yo qué cosa de la cultura alemana y por eso cometió el error de intentar aprender la lengua cuando ya era adulto. Y no pudo, por supuesto, o solo a medias, tal como los que aprenden a tocar el piano o el contrabajo después de los doce años: de un modo torpe, entrecortado, como equilibrista en un mal día.
Intentar aprender lo que no se puede es una forma de estupidez cultivada quién sabe con qué ánimo masoquista. A veces es por culpa de fantasías viajeras, supongo, y otras por necesidad, pero la ambición tiene un
costo, se paga cara, y para cobrar esas deudas está el alemán. En la introducción al libro, de hecho, René Olivares recuerda la cita de un erudito del griego clásico —¡griego clásico!— que resume bastante bien el problema: "La vida es demasiado corta para aprender alemán".
Hay otra observación pertinente, que estoy seguro que es de Rubem Fonseca, aunque recién intenté comprobarlo y no pude: "Viajar es conocer idiotas que hablan otros idiomas". A mi me encanta no solo porque chorrea cinismo, sino porque leyéndola con una lógica retorcida entiendo que todos los que hablan otras lenguas también son unos idiotas. Si la mía es tan fácil, por qué no hablarla en todas partes, me pregunto. Para qué recurrir a sucedáneos.
Una vez hace varios años, viajaba en tren por alguna parte de Alemania, y una veterana se sentó al lado y empezó a contar una historia que no daba respiro, hasta que mi compañera de viaje la detuvo a punta de señas para decirle que no le estaba entendiendo ni una palabra. Entonces la señora
hizo lo que se hace en esos casos: comenzó a hablar muy lento, porque se sabe que el alemán bien pronunciado, a paso de tortuga, es ligero como la agüita de anís.
A vuelo de pájaro, cuento ocho semestres de latín, demasiados años de holandés, un par de portugués, una vida de inglés. Y no, no he aprendido nada. O nada comparado con el esfuerzo y la derrota constantes de abrir esos libros para aprender lenguas, que siempre están escritos para imbéciles.
Si uno no sabe el idioma, no es sorpresa que no tenga nada que decir ni que leer, y ese vacío insoportable se refleja en uno mismo y en el ensayo de Twain, que tenía una gracia magistral para reírse de las declinaciones alemanas, de los pronombres que suponen más o menos respeto, de los verbos que quedan al final, varias líneas detrás del sujeto, completamente decapitados, asi como los estudiantes que de pronto descubren con terror qué tan larga puede ser una palabra compuesta: "Donaudampfschifffahrtselektrizitlitenhauptbetricbswerkbauuntabeamtengesellschaft".